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¿Quién pensaba que éramos?

El jinete hizo caso omiso de la pregunta. ¿Qué hacéis aquí?, preguntó a su vez.

No hacemos nada.

Miró a Boyd. Miró al caballo. ¿Qué hay debajo de la manta?, preguntó.

Una escopeta.

¿Es que piensas matarme?

No, señor.

¿Ese es hermano tuyo?

Sabe contestar solo.

¿Eres hermano suyo?

Sí.

¿Qué hacéis aquí?

Estamos de paso.

¿De paso?

Sí.

¿De paso hacia dónde?

Vamos a Douglas, Arizona.

No me digas.

Tenemos amigos allí.

¿Es que aquí no tenéis?

No estamos hechos para la vida de la ciudad.

¿Es ese vuestro único caballo?

Sí.

Ya sé quiénes sois, dijo el hombre.

No respondieron. El hombre se volvió a mirar las marismas del lago seco donde el agua estancada yacía cual plomo en la mañana sin viento. Se inclinó, escupió otra vez y miró a Billy.

Voy a contarle al señor Boruff lo que me habéis dicho. Que sois un par de trotamundos. O si quieres os espero y volvéis conmigo.

No pensamos volver. Se lo agradezco.

Te diré otra cosa, por si no la sabes.

Adelante.

Aún te queda mucho que aprender.

Billy no abrió la boca.

¿Cuántos años tienes?

Diecisiete.

El hombre sacudió la cabeza. Bueno, dijo. Tened cuidado.

Dígame una cosa, dijo Billy.

Pregunta.

¿Cómo ha podido vernos desde tan lejos?

Por vuestro reflejo. A veces en un arenal se ven cosas que normalmente no se verían. Varios de los muchachos decían que erais un espejismo, pero el señor Boruff sabía que no. Él conoce a fondo esta región. Sabe lo que hay y lo que no hay en ella. Y yo igual.

Pues vuelva a mirar dentro de una hora a ver si nos ve.

Eso había pensado hacer.

Señaló con la cabeza a cada uno de los hermanos, que seguían sentados en aquella estéril ribera interior, y luego miró al perro mudo.

Como perro guardián no vale gran cosa, ¿eh?

Le han cortado el cuello.

Sí, ya lo sé, dijo el hombre. Cuidaos mucho. Luego hizo girar el caballo sobre sí mismo y se alejó por la marisma. Su silueta se adentró en el sol. Cuando Billy y Boyd montaron y partieron rumbo al sur bordeando la marisma, aunque el sol estaba alto no consiguieron ver nada en absoluto en la orilla opuesta del lago por donde el jinete se había esfumado.

A media mañana cruzaron la frontera de Arizona. Después de atravesar una sierra descendieron hacia el valle de San Simón, que se extendía desde el norte, y a mediodía descansaron a la sombra de una alameda a orillas del río. Manearon, abrevaron los caballos y se sentaron desnudos en la rebalsa de grava. Pálidos, flacos, sucios. Billy miró fijamente a su hermano hasta que este se puso de pie y lo miró.

No vale la pena que me preguntes un montón de tonterías.

No iba a preguntarte nada.

Lo harás.

Permanecieron sentados en el agua. El perro estaba en la hierba, mirándolos.

Lleva las botas de papá, ¿verdad?, dijo Billy.

Ya empezamos.

Tienes suerte de no estar muerto tú también.

No le veo la suerte por ninguna parte.

Decir eso es de ignorantes.

Tú no lo sabes.

¿El qué?

Pero Boyd no dijo qué era lo que no sabía.

Comieron sardinas y galletas a la sombra de los álamos y a primera hora de la tarde, después de dormir un rato, reanudaron la marcha.

Una vez pensé que quizá te habías ido a California, dijo Boyd.

¿Qué pinto yo en California?

No lo sé. En California hay vaqueros.

Sí. Vaqueros de California.

A mí no me gustaría ir a California.

Ni a mí.

A Texas quizá sí.

¿Por qué?

No lo sé. Nunca he estado en Texas.

Ni en ninguna parte. Menuda explicación la tuya.

Es la única que tengo.

Cabalgaron. Grandes liebres californianas surgían entre las sombras alargadas y corrían y volvían a quedar inmóviles en escorzo. El perro no les hizo el menor caso.

¿Por qué no puede ir el sheriff a México?, preguntó Boyd.

Porque es americano. En México nuestras leyes no valen nada.

¿Y las leyes de México?

En México no hay ley que valga. Son un hatajo de delincuentes.

¿Con un número cinco se puede matar a un hombre?

Si te acercas lo suficiente, sí. Le hace un boquete que puedes meter hasta el brazo.

Al caer la tarde cruzaron la carretera al este de Bowie y tomaron hacia el sur por la antigua carretera que atravesaba la sierra de Dos Cabezas. Acamparon y Billy fue a buscar leña cerca de un arroyuelo; luego se sentaron junto a la lumbre y comieron.

¿Crees que vendrán por nosotros?, preguntó Boyd.

No lo sé. Es probable.

Se inclinó a remover las brasas con un palo y luego puso el palo en el fuego. Billy lo observaba.

No nos cogerán.

Ya lo sé.

¿Por qué no dices lo que estás pensando?

No estoy pensando en nada.

Nadie tuvo la culpa.

Boyd se quedó mirando al fuego. En el cerro que se alzaba al norte aullaron los coyotes.

Acabarás volviéndote loco, dijo Billy.

Ya lo estoy.

Alzó los ojos. De tan pálido su pelo parecía blanco. Por el aspecto parecía tener catorce años camino de una edad que nunca alcanzaría. Era como si hubiera estado allí sentado y Dios hubiese hecho los árboles y las rocas alrededor de él. Por encima de todo parecía estar lleno de una tristeza terrible. Como si albergara noticias de cierta pérdida horrenda que solo había llegado a oídos de él. Una inmensa tragedia, pero no debida a un hecho, un incidente o un acontecimiento, sino por el modo de ser del mundo.

Al día siguiente cruzaron la garganta del desfiladero Apache. Boyd iba sentado detrás de Billy con las delgadas piernas colgando a los flancos del caballo, y ambos hermanos contemplaron la región que se extendía al sur. Era un día soleado, soplaba el viento y en las montañas los cuervos remontaban las corrientes ascendentes sobre las laderas orientadas al sur.

Ahí tienes otro sitio donde nunca habías estado, dijo Billy.

Parece que abundan, ¿verdad?

¿Ves esa franja allá abajo, donde cambia el color?

Sí.

Es México.

No da la impresión de que se esté acercando.

¿Qué quieres decir?

Que sigamos adelante si es que hemos de seguir.

Al día siguiente, hacia el mediodía encontraron la ruta 666 y siguieron el alquitranado que salía del valle del manantial Sulphur. Cruzaron a caballo el pueblo de Elfrida. Cruzaron a caballo el pueblo de McNeal. Por la tarde enfilaron la calle mayor de Douglas y se detuvieron al llegar a la caseta de la frontera. El guardia los saludó con un movimiento de cabeza desde la entrada. Miró al perro mudo.

¿Dónde está Gilchrist?, preguntó Billy.

Se ha ido. No vuelve hasta mañana por la mañana.

¿Podría dejarle aquí un dinero?

Claro. Déjalo si quieres.

Pásame medio dólar, Boyd.

Boyd extrajo el monedero de piel de su bolsillo y lo abrió. Solo llevaban monedas de cinco, diez y un centavo, y él contó las necesarias, las recogió en el hueco de la mano y se las pasó a Billy por encima del hombro. Billy cogió las monedas, las esparció en la palma de la mano para volver a contarlas y luego las juntó otra vez, se inclinó y extendió el puño cerrado.

Le debía medio dólar.

Muy bien, dijo el guardia.