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Billy se llevó un índice al sombrero y picó al caballo.

¿El perro va con vosotros?, preguntó el guardia.

Si quiere, sí.

El guardia los vio partir. El perro trotaba detrás. Cruzaron el pequeño puente. El guardia mexicano los miró un momento y les dio paso con un gesto de la cabeza, y así entraron en Agua Prieta.

Ya sé contar, dijo Boyd.

¿Qué?

Que ya sé contar. No hacía ninguna falta que lo contaras otra vez.

Billy giró sobre sí mismo, lo miró y se volvió otra vez hacia delante.

De acuerdo, dijo. No volveré a hacerlo.

Compraron unas paletas de helado a un vendedor ambulante, se sentaron en el bordillo a los pies del caballo y vieron cómo la calle se iba animando. Delante de ellos el perro descansaba inquieto echado en el polvo mientras los perros del pueblo lo rondaban y arqueaban el espinazo al percibir su olor.

En una tienda compraron harina de maíz y alubias, y sal y café y frutos secos y chiles, y también una pequeña sartén esmaltada, una olla con tapadera, una caja de cerillas de cocina y unos cuantos utensilios, y cambiaron el resto del dinero por pesos.

Ya eres rico, dijo Billy.

Riquísimo, dijo Boyd.

Es más de lo que yo tenía cuando vine por primera vez.

No creas que me consuela.

Dejaron la calle en el extremo sur del pueblo y siguieron el río a lo largo de su curso de guijas color gris pálido hasta el desierto, donde acamparon ya de noche. Billy preparó la cena y comieron y se sentaron a mirar el fuego.

Es mejor que no pienses más en eso, dijo Billy.

No estoy pensando en eso.

¿En qué estás pensando?

En nada.

Lo veo difícil.

¿Y si te ocurriera algo a ti?

Te pasas el tiempo pensando en lo que podría pasar.

Bueno, pero si pasa, ¿qué?

Podrías volver.

¿A casa de los Webster?

Claro.

¿Después de haberles robado y todo?

Tú no robaste nada. Además, has dicho que no estabas pensando.

Y es verdad. Es que tengo un presentimiento.

Billy se inclinó y escupió al fuego. Todo irá bien, dijo.

No he dicho que vaya a ir mal.

Cabalgaron todo el día siguiente por el lecho de piedras del río, y a la puesta de sol llegaron al villorrio de Ojito. Boyd, que había ido durmiendo con la cara pegada a la espalda de su hermano, se enderezó, sudoroso y desgreñado, cogió el sombrero que se le había quedado aplastado en el regazo y se lo puso.

¿Dónde estamos?, preguntó.

No lo sé.

Tengo hambre.

Lo sé. Yo también.

¿Crees que habrá algo de comer por aquí?

Ni idea.

Se detuvieron frente a un hombre que estaba en un desmoronado portal de barro y le preguntaron si había algo de comer en el pueblo. El hombre meditó un momento y luego les preguntó si querían comprarle una gallina. Siguieron cabalgando. Hacia el sur, donde la calle vacía se perdía en el desierto, estaba formándose una tormenta y toda la región aparecía azulada bajo las nubes; los relámpagos delgados como alambres que aparecían repetidamente en lontananza sobre los montes azules hendían el aire en absoluto silencio como una tempestad en una campana de cristal. Los pilló justo antes del anochecer. La lluvia empezó a caer en el desierto ahuyentando bandadas de palomas silvestres, y cabalgaron hacia una cortina de agua que los empapó al instante. Un centenar de metros más adelante desmontaron y se guarecieron en un bosquecillo a la vera del camino, donde sujetaron el caballo y observaron la lluvia rugir en el fango. Para cuando la tormenta pasó ya era noche cerrada y se quedaron tiritando en la oscuridad sin estrellas escuchando cómo goteaba el agua en medio del silencio.

¿Qué quieres hacer ahora?, preguntó Boyd.

Supongo que montar y seguir camino.

Muy mojado veo al caballo como para subirnos encima.

Él podría decir lo mismo de ti.

Pasaba la medianoche cuando llegaron al pueblo de Morelos. Calle abajo las farolas se iban apagando como si trajeran consigo la oscuridad. Billy había echado su chaqueta sobre los hombros de Boyd, que iba tambaleándose contra su espalda y el caballo, con la cabeza gacha, hacía chapotear el lodo mientras el perro cambiaba de dirección delante de ellos entre los charcos de agua estancada. Tomaron el camino hacia el sur, el mismo por el que Billy había seguido a los peregrinos hasta la feria en la primavera de aquel mismo año, hacía tanto tiempo.

Pasaron el resto de la noche en un jacal próximo al camino. Por la mañana encendieron un fuego, prepararon el desayuno y secaron sus ropas y luego ensillaron el caballo y tomaron de nuevo el camino hacia el sur. Al cabo de tres días de viajar así, y después de siete en la región atravesando una tras otra las miserables aldeas de adobe a orillas del río, llegaron al pueblo de Bacerac. Debajo de un saúco que crecía frente a una casa encalada había dos caballos esperando con la cabeza gacha. Uno era un gran roano capón con una marca reciente en el anca izquierda, y el otro era de ellos y llevaba puesta una silla de montar mexicana. Se llamaba Keno.

Mira eso, dijo Boyd.

Lo he visto. Bájate.

Boyd se apeó y luego lo hizo Billy, que le pasó las riendas a su hermano y sacó la escopeta del portacarabinas. El perro se había parado en mitad de la calle y estaba mirándolos. Billy abrió la recámara para comprobar que el arma estaba cargada; la cerró de nuevo y miró a Boyd.

Lleva el caballo allá abajo y procura no meterte.

Está bien.

Billy observó a Boyd llevar el caballo al extremo de la calle y luego se volvió y echó a andar en dirección a la casa. El perro se quedó mirando alternativamente a uno y a otro hasta que Boyd lo llamó con un silbido.

El chico se acercó a Keno y le acarició el cuello; el caballo empujó la testuz contra su camisa y soltó un resoplido largo y dulzón. Apoyó la escopeta en el saúco, levantó el estribo, lo pasó sobre el borrén delantero, tiró del látigo, soltó la correa, aflojó la cincha de atrás. Luego cogió la silla por la perilla y el fuste, la levantó y la dejó en tierra. Una vez que hubo hecho esto, retiró el sudadero, lo colgó del borrén de la silla, recogió la escopeta, desató al caballo y lo llevó calle abajo, hasta donde estaba Boyd.

Metió de nuevo la escopeta en su funda y volvió a mirar hacia la casa. Monta a Bird, dijo.

Boyd montó y lo miró.

Lleva los caballos allá arriba y procura que no puedan verte desde la casa. Nos reuniremos al sur del pueblo. Escóndete. Ya te buscaré.

¿Qué te propones hacer?

Quiero ver quién hay en la casa.

¿Y si son ellos?

No lo son.

¿Quién crees que puede haber allí?

No lo sé. Me parece que ha muerto alguien. Ahora vete.

Será mejor que cojas la escopeta.

No la necesito. Vete.

Lo vio marcharse por la angosta calle de tierra y luego volvió andando hacia la casa.

Llamó a la puerta y esperó con el sombrero en la mano. Nadie fue a abrir. Se puso el sombrero y se llegó a una puerta de carruajes que había en el muro, pero la puerta estaba atrancada. Metidos en la mampostería había culos de botellas rotas. Sacó su navaja, la introdujo entre las dos hojas de la puerta y empezó a retirar la vieja tranca de madera centímetro a centímetro, hasta que el extremo de la misma se soltó de su soporte; entonces abrió la puerta, entró y volvió a cerrar. No había señales de que hubieran entrado o sacado algo a rastras. Varias gallinas estaban posadas en un árbol bajo la luz del sol. Cruzó el patio hasta la parte de atrás y esperó en un portal que daba a un largo pasillo. En un banco bajo vio macetas de arcilla con plantas que habían sido regadas hacía poco; el suelo estaba húmedo, y también las baldosas debajo del banco. Se quitó otra vez el sombrero y recorrió el pasillo hasta la puerta que se abría al fondo. En una habitación a oscuras había una mujer en una cama. Sus hermanas la rodeaban, envueltas en negros rebozos. Sobre una mesa ardía una vela.