La mujer de la cama yacía con los ojos cerrados y un rosario de cuentas de vidrio entre las manos. Estaba muerta. Una de las mujeres arrodilladas volvió la cabeza y lo miró. Luego miró hacia una parte de la habitación que él no podía ver. Al cabo de un rato llegó un hombre poniéndose la chaqueta y saludó educadamente inclinando la cabeza al muchacho que estaba en el vano de la puerta.
¿Quién es usted?, preguntó.
Era alto y rubio, y hablaba español con acento extranjero. Billy se hizo a un lado y salieron al pasillo.
¿Su caballo estaba enfrente de la casa?
El hombre se detuvo con una manga a medio poner. Miró a Billy y luego miró hacia el pasillo. ¿Estaba?, dijo.
Encontró a Boyd con los caballos en un grupo de carrizos al borde del río, al sur de la ciudad.
Podría haberte seguido cualquiera, dijo.
Boyd no respondió. Billy se acuclilló, cogió una caña y la partió un par de veces con las manos.
Es un médico alemán. Tenía factura del caballo. O eso me ha dicho. Dice que consiguió los papeles de un comisionista de Casas Grandes llamado Soto.
Boyd había estado todo el rato con la escopeta en las manos. La devolvió al portacarabinas, se inclinó y escupió. Bien, dijo. Sea lo que sea, tiene más papeles que nosotros.
Pero nosotros tenemos el caballo.
Boyd miró más allá del caballo la corriente del río. Van a matarnos, dijo.
Venga, dijo Billy. Vámonos.
¿Has entrado en la casa?
Sí.
¿Qué le has dicho?
Vámonos. No hemos venido a pasar el rato.
Qué le has dicho.
Le he dicho la verdad. Que su caballo lo robaron unos indios.
¿Dónde está ahora?
Cogió el caballo del mozo y se fue a buscarlos río abajo.
¿Iba armado?
Sí. Iba armado.
¿Qué vamos a hacer?
Ir a Casas Grandes.
¿Dónde está eso?
No lo sé.
Dejaron a Keno maneado y con el perro atado a él y volvieron a caballo al pueblo. Se sentaron en el suelo de la polvorienta plaza mientras un individuo delgado y viejo acuclillado delante de ellos les trazaba con un palo cortado a cuchillo un plano de la zona que le dijeron deseaban visitar. El viejo esbozó en el polvo arroyos y promontorios y pueblos y cordilleras. Comenzó a dibujar árboles y casas. Nubes. Un pájaro. Bosquejó a los propios jinetes doblados sobre su montura. Billy se inclinaba de vez en cuando para preguntar por la distancia de cierta parte de su recorrido, entonces el viejo se volvía y miraba pestañeando al caballo que aguardaba en la calle y luego se eternizaba para responder. Cuatro hombres vestidos con trajes viejos y descoloridos estaban sentados en un banco cercano, mirándolos. Cuando el viejo terminó su explicación el mapa que había dibujado cubría un área del tamaño de una manta. Se puso de pie y se sacudió el polvo de las posaderas con la mano plana.
Dale un peso, dijo Billy.
Boyd sacó el monedero, extrajo la moneda y Billy se la entregó al viejo, que la cogió con elegancia y dignidad, se quitó el sombrero y volvió a ponérselo. Se dieron la mano y el viejo se embolsó la moneda, se volvió y cruzó el derruido zócalo y desapareció calle arriba sin mirar atrás. Cuando se hubo marchado los hombres que estaban en el banco se echaron a reír. Uno de ellos se levantó para ver mejor el mapa.
Es un fantasma, dijo.
¿Un fantasma?
Sí, sí. Claro.
¿Cómo?
¿Cómo? Porque el viejo está loco. Por eso.
¿Loco?
Completamente.
Billy se quedó mirando el mapa. ¿No es correcto?, preguntó.
El hombre levantó las manos con las palmas hacia arriba y dijo que lo que estaban viendo no era más que un decorado. Dijo que en definitiva el problema no era si el mapa era correcto o no sino el mapa en sí. Dijo que en aquella región había incendios y seísmos e inundaciones y que era preciso conocer la zona misma y no simplemente sus puntos más destacados. Además, dijo, ¿cuándo era la última vez que el viejo había estado en aquellas montañas, o en cualquier otra parte? En el fondo, su mapa no era realmente un mapa sino el dibujo de un viaje. ¿Y qué viaje era ese? ¿De cuántos años atrás?
Un dibujo de un viaje, dijo. Un viaje pasado, un viaje antiguo.
Desechó la idea con un gesto de la mano. Como si no se pudiera añadir más. Billy miró a los otros tres que estaban en el banco. Advirtió cierto brillo en sus ojos, así que se preguntó si no estarían tomándole el pelo. Pero el que estaba más a la derecha se inclinó, golpeó con el índice su cigarrillo para que cayera la ceniza y dirigiéndose al hombre que estaba de pie dijo que aparte de la posibilidad de perderse, el viaje entrañaba otros peligros. Dijo que los planos eran una cosa y los viajes otra. Dijo que era un error descartar la buena voluntad inherente al deseo de guiarlos expresado por el viejo, pues eso debía ser también tenido en cuenta, ya que por sí solo aportaría fortaleza y decisión a los dos jóvenes en su periplo.
El que estaba de pie sopesó aquellas palabras y luego las borró en el aire con un lento movimiento de abanico de su dedo índice. Dijo que no se podía esperar de los jóvenes que en lo concerniente al mapa creyeran a pie juntillas. Dijo que en cualquier caso era peor un mal mapa que carecer de mapa, puesto que engendraba en el viajero una falsa confianza y podía muy bien hacerle desechar un instinto que de lo contrario le serviría de guía si se dejaba llevar por él. Dijo que un mal mapa era una invitación al desastre. Señaló el esquema dibujado en el suelo, como invitándolos a contemplar la futilidad del mismo. El segundo de los que estaban en el banco asintió con expresión de conformidad y dijo que el mapa en cuestión era un disparate y que los perros callejeros se mearían encima. Pero el de la derecha se limitó a sonreír y luego dijo que para el caso los perros también podían mearse sobre sus tumbas y qué clase de argumento era ese.
El que estaba de pie dijo que lo que valía para un caso valía para todos y que fuera como fuese nuestras tumbas no reclamaban otra cosa que sus propias coordenadas, y que no aportaban consejo alguno en lo que a llegar a ellas se refería sino tan solo la certeza de que un día u otro llegaremos. Podía ser que quienes yacen en tumbas profanadas por perros de cualquier calaña tuvieran más cosas que decir y de naturaleza más aleccionadora con respecto a las realidades del mundo. Al oír esto, el que estaba a la izquierda, que aún no había abierto la boca, se levantó riendo y le hizo señas a los chicos de que lo siguieran; los tres se marcharon de la plaza y enfilaron la calle dejando a los otros con su rústica tertulia de banco de parque. Billy desató el caballo y esperaron mientras el hombre les señalaba el camino que iba al este, les enumeraba determinados puntos clave de los montes y les decía que la senda terminaba en una estación llamada Las Ramadas; agregó que debían confiar en su propia suerte o en su amistad con Dios para cruzar la divisoria y llegar hasta Los Horcones. Les estrechó la mano y les deseó suerte con una sonrisa. Ellos le preguntaron cuán lejos quedaba Casas Grandes y el hombre levantó una mano con el pulgar doblado sobre la palma. Cuatro días, dijo. Miró hacia la plaza, donde los demás continuaban arengándose unos a otros, y dijo que aquella tarde debían asistir a un funeral por la esposa de un amigo suyo y que estaban de un humor idiosincrásico y que no les hicieran caso. Dijo que su experiencia le enseñaba que la muerte, lejos de hacer a los hombres sabios o reflexivos, solía llevarlos a conceder grandes consecuencias a las cosas triviales. Les preguntó si eran hermanos y ellos dijeron que sí, y él les dijo que cuidaran siempre el uno del otro. Señaló de nuevo hacia las montañas con la cabeza y dijo que los serranos eran gente de buen corazón, pero que fuera de ahí la cosa cambiaba. Luego volvió a desearles suerte y pidió a Dios que los guardara y se apartó y levantó la mano a modo de despedida.