Cuando estuvieron fuera del alcance de su vista dejaron la calle y bajaron hasta el río y siguieron el camino de sirga hasta que llegaron a donde estaban el otro caballo y el perro. Boyd montó a lomos de Keno y cabalgaron hasta alcanzar el vado, por donde cruzaron el río y tomaron hacia el este en dirección a las montañas.
El camino muy pronto dejó de serlo. Donde se separaba del río tenía la anchura de un carro, o incluso más, y recientemente lo habían limpiado de arbustos, pero lejos del pueblo parecía que la empresa había perdido entusiasmo y se encontraron en una simple vereda que seguía el curso de un arroyo seco hacia las colinas. Al ponerse el sol llegaron a una pequeña propiedad, un puñado de cabañas estacadas sobre un desmonte entibado con rocas. Acamparon encima de aquel lugar en el talud inmediatamente superior, manearon los caballos y encendieron un fuego. Abajo, entre los enebros y los pinos achaparrados, se divisaba el farol amarillo de una casa. Algo más tarde, mientras hervían sus alubias, vieron que un hombre subía por el camino con un fanal en la mano. Los llamó desde el camino y Billy se acercó al árbol contra el que había apoyado la escopeta y le gritó que se acercara. El hombre se llegó hasta la lumbre. Miró al perro.
Buenas noches, dijo.
Buenas noches.
¿Son americanos?
Sí .
Sostuvo el fanal en alto. Miró las formas de los caballos más allá de la luz de la fogata.
¿Dónde está el caballero?
No hay otro caballero aparte de nosotros, respondió Billy.
El hombre recorrió con la mirada sus magras posesiones. Billy sabía que debían de haberlo enviado para que los invitase a la casa, pero el hombre no lo hacía. Hablaron un poco de nada en particular y luego el hombre se fue. Volvió andando por el mismo camino y vieron que alzaba el fanal a la altura de la cara y levantaba después la campana de cristal y apagaba la llama de un soplido. Luego, a oscuras, continuó camino hacia la casa.
Al día siguiente su ruta los condujo a las montañas que rodeaban el valle del río Bavispe por la vertiente occidental. El camino era ahora pésimo, con derrubios que obligaban a los jinetes a desmontar y conducir a los caballos encaramándose por el angosto lecho del arroyo y las pendientes de vaivén; había lugares en que el sendero divergía y donde distintas escuelas de pensamiento se perdían entre ramas de pinos y robles enanos. Aquella noche acamparon en un antiguo quemado entre restos de árboles y de cantos rodados que se habían abierto durante el terremoto de medio siglo atrás y resbalado montaña abajo. El roce de una piedra contra otra había producido el fuego que había hecho arder el bosque. Los troncos de los árboles desmochados y partidos aparecían en todos sus ángulos pálidos y secos a la luz del crepúsculo, pequeñas lechuzas volaban en silencio de acá para allá en el claro umbroso.
Se sentaron junto al fuego y prepararon el tocino que les quedaba con alubias y tortillas, comieron y se echaron a dormir en el suelo envueltos en sus mantas. El viento que pasaba entre los grises pilotes que los rodeaban no hacía ruido alguno, y las lechuzas, en sus reclamos nocturnos, emitían arrullos acuosos, semejantes a los de las palomas.
Cabalgaron por los montes durante dos días. Caía una lluvia fina. Hacía frío y viajaban arropados en las mantas y el perro trotaba delante de ellos como muda cabeza de recua y el vapor que surgía de los ollares de sus caballos humeaba blanco en el aire diáfano. Billy propuso que se turnaran a la hora de montar el caballo ensillado, pero Boyd dijo que con silla o a pelo prefería montar en Keno. Billy le propuso entonces cambiar la silla al otro caballo, pero Boyd se limitó a sacudir la cabeza y espoleó su montura.
Cruzaron las ruinas de viejos aserraderos y un prado de montaña salpicado de oscuros tocones de árbol. Cuando por la tarde atravesaban un valle soleado vieron los restos de una vieja mina de plata, y entre las formas oxidadas de antiguas máquinas, acampada en chozas de mimbre, una familia de mineros gitanos que trabajaban en el pozo abandonado y que ahora estaban de pie alineados de acuerdo con todas las estaturas posibles ante la lumbre vespertina viendo pasar a los jinetes por la ladera opuesta y protegiéndose los ojos del sol con las manos. Parecían un regimiento de milicianos perturbados y harapientos en el momento de pasar revista. Aquella misma tarde Billy mató un conejo; se detuvieron al pie de la montaña, encendieron un fuego, asaron el conejo y se lo comieron. Le dieron las tripas al perro, y luego los huesos, y cuando terminaron se sentaron a mirar las brasas.
¿Tú crees que los caballos saben dónde estamos?, preguntó Boyd.
¿Qué quieres decir?
Apartó los ojos del fuego. Quiero decir si crees que saben dónde están.
Pero ¿qué clase de pregunta es esa?
Bueno. Pues una pregunta sobre caballos, y sobre si saben o no dónde están.
Qué demonios van a saber. En unas montañas y nada más. ¿Te refieres a si saben que están en México?
No. Pero si estuviésemos en los Peloncillos o algo así sabrían dónde están. Si los hicieras regresar podrían encontrar el camino.
¿Me preguntas si encontrarían el camino de vuelta en caso de que los dejáramos sueltos?
No lo sé.
Entonces qué me preguntas.
Te pregunto si saben dónde están.
Billy miró las brasas. No sé de qué demonios me estás hablando.
Bueno. Olvídalo.
¿Quieres decir si tienen una imagen en la cabeza de dónde está el rancho?
No lo sé.
Aunque así fuera, no significa que pudieran encontrarlo.
No quería decir que pudieran. Tal vez sí o tal vez no.
No podrían desandar todo el camino. Demonios.
Yo no creo que lo desandaran. Sencillamente creo que saben dónde están las cosas.
Entonces sabes más que yo.
No he dicho eso.
No, lo he dicho yo.
Billy miró a Boyd, que estaba sentado con la manta sobre los hombros y las botas baratas cruzadas delante, cerca del fuego. ¿Por qué no te acuestas?, dijo.
Boyd se inclinó y escupió a las brasas. Contempló cómo hervía el salivazo. Acuéstate tú, dijo.
Cuando por la mañana emprendieron camino la luz todavía era gris. La bruma se movía entre los árboles. Cabalgaron para ver qué les deparaba el día, y antes de una hora se detuvieron sin desmontar en el borde oriental de la cuesta y contemplaron el sol elevarse sobre la llanura de Chihuahua e inflarse como un globo de cristal para crear una vez más el mundo a partir de la oscuridad.
Hacia el mediodía se encontraban de nuevo en la pradera cabalgando entre una hierba mejor que la que habían visto hasta el momento, cabalgando entre el sorgo y entre la grama. Por la tarde divisaron hacia el sur, en la distancia, un seto vivo de delgados cipreses verdes y los delgados muros blancos de una hacienda. Rielando al calor como un navío blanco en el horizonte. Lejana e insondable. Billy se volvió hacia Boyd para ver si la había visto; Boyd estaba mirándola mientras cabalgaba. La hacienda rieló y naufragó en la calina y luego reapareció justo encima del horizonte, y allí se quedó suspendida en el cielo. Cuando volvió a mirar, se había esfumado por completo.
En el largo crepúsculo llevaron los caballos del diestro para darles un respiro. No muy lejos había una hilera de árboles; montaron otra vez y se acercaron a ellos. El perro trotaba delante, con la lengua fuera. La llanura, oscura, fresca y azul, los envolvió y las siluetas de las montañas que habían dejado atrás aparecían negras y planas contra el cielo de la tarde.