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Mantuvieron el rumbo hacia los árboles bañados por la luz cenital, y a medida que se aproximaban sacaron de sus lechos a las gruñonas formas de unas reses. Las reses sacudieron la testa y echaron a trotar en la oscuridad, y los caballos olisquearon el aire y la hierba pisoteada. Cabalgaron hacia los árboles y los caballos aflojaron el paso y una vez allí se detuvieron y luego se acercaron prudentemente a la negra agua estancada.

Manearon a Bird y después ataron a Keno a una estaca, donde pudiera ahuyentar el ganado mientras ellos dormían. No tenían nada que llevarse a la boca y no encendieron fuego. Simplemente se arroparon en las mantas encima del suelo. En dos ocasiones el caballo, mientras pacía, pasó la cuerda a que estaba atado por encima de ellos. Billy despertó y levantó la cuerda por encima de su hermano y la dejó de nuevo sobre la hierba. Tumbado en la oscuridad, envuelto en la manta, escuchó a los caballos comer hierba y oler el fuerte y exquisito aroma del ganado, y luego volvió a dormirse.

Por la mañana se bañaban desnudos en el agua oscura de la ciénaga cuando apareció un grupo de vaqueros. Abrevaron sus monturas en el otro extremo, les dieron los buenos días y permanecieron a horcajadas sobre los caballos, que bebían mientras ellos liaban cigarrillos y contemplaban el paisaje.

¿Adónde van?, preguntaron.

A Casas Grandes, respondió Billy.

Los vaqueros asintieron. Los caballos alzaron los hocicos goteantes y estudiaron sin demasiada curiosidad las pálidas figuras agachadas en el agua; luego bajaron la cabeza y siguieron bebiendo. Cuando terminaron, los vaqueros les desearon buen viaje, sacaron a los caballos de la ciénaga y cruzaron los árboles al trote y partieron hacia el sur por el mismo sitio que habían venido.

Lavaron sus ropas con hierba jabonera y las colgaron de una acacia donde no pudieran engancharse en los espinos si soplaba viento. Eran unas prendas muy gastadas por la región que habían cruzado y poco podían hacer para remendarlas. Sus camisas estaban prácticamente transparentes, la de Billy a punto de rasgarse por la mitad en la espalda. Extendieron las mantas, se tumbaron desnudos bajo los álamos y durmieron con el sombrero sobre los ojos mientras las vacas se acercaban entre los árboles y los miraban.

Cuando Billy despertó vio que Boyd se había incorporado y miraba hacia el bosquecillo.

¿Qué pasa?

Allá abajo.

Se levantó y miró hacia la ciénaga. Tres niños indios los miraban agazapados entre los carrizos. Cuando Billy se puso de pie con la manta sobre los hombros salieron corriendo.

¿Dónde demonios está el perro?

No lo sé. ¿Qué quieres que haga?

A lo lejos se elevaba una columna de humo; oyó voces. Se arropó en la manta, fue a buscar la ropa de los dos y volvió.

Eran indios tarahumaras y volvían a las sierras a pie, como siempre van los de su raza. No tenían ganado, ni perros. No hablaban español. Los hombres llevaban taparrabos, sombreros de paja y poca cosa más, pero las chicas y las mujeres lucían vestidos de llamativos colores con múltiples enaguas. Algunos calzaban huaraches, pero en su mayoría iban descalzos, y sus pies calzados o no eran zopos y rechonchos y llenos de callosidades. Llevaban su equipaje en fardos de tela tejida a mano y lo tenían todo amontonado bajo un árbol junto con media docena de arcos de madera de moral y carcajes de piel de cabra llenos de largas flechas de tallo de caña.

Las mujeres, alrededor de la lumbre, miraron con poco interés a aquellos chicos que estaban en el borde del claro con sus ropas recién lavadas. Un anciano y un muchacho tocaban violines caseros; el muchacho dejó de tocar pero el anciano continuó. Los tarahumaras paraban a beber allí desde hacía un millar de años, y gran parte de lo que en el mundo podía verse había hecho ese camino. Españoles con armadura y cazadores y tramperos y nobles con sus mujeres y esclavos y fugitivos y ejércitos y revoluciones y muertos y moribundos. Y cuanto se veía se contaba, y cuanto se contaba se recordaba. Dos pálidos y desastrados huérfanos del norte con sombreros demasiado grandes eran fácilmente acomodables. Se sentaron en el suelo un poco aparte de los demás y comieron en platos de estaño demasiado calientes que contenían una especie de guiso de habas y maíz en el que reconocieron las pepitas de chayote, las habas de mezquite y los trocitos de apio caballar. Comieron con los platos apoyados en la parte interior de las botas, que ya se habían sacado, tacón contra tacón. Mientras comían se acercó a ellos una mujer y les sirvió de una calabaza un mucílago de color ladrillo hecho de Dios sabe qué. Miraron el contenido del plato. No había nada para beber. Nadie decía nada. Los indios tenían la piel casi negra y su reticencia y su silencio indicaban una visión provisional, contingente, sumamente recelosa del mundo. Tenían un aura de cauto ensimismamiento, como si estuvieran observando una tregua arriesgada. El suyo parecía un estado de impróvida y desesperanzada vigilia. De hombres enviados a hielos inciertos.

Cuando terminaron de comer dieron las gracias y se retiraron. Nadie respondió. No hubo palabras. Mientras salían de entre los árboles Billy se volvió a mirar, pero ni siquiera los niños habían contemplado su partida.

Los tarahumaras levantaron el campamento por la tarde. Un gran silencio inundó el claro. Billy cogió la escopeta y anduvo por la hierba con el perro a su lado, estudiando la región a la roja luz del crepúsculo. Las flacas reses color sebo lo miraban desde los álamos y la acacia y se alejaron trotando y bufando. No había nada que cazar salvo las pequeñas torcazas que venían a beber, y no pensaba desperdiciar un cartucho con ellas. Desde una pequeña elevación de terreno que dominaba la pradera vio ponerse el sol tras las montañas del oeste y volvió andando en la oscuridad. A la mañana siguiente fueron por los caballos, ensillaron a Bird y se pusieron de nuevo en camino.

A media tarde llegaron al poblado mormón de Colonia Juárez, donde pasaron a caballo entre huertos y viñedos, cogiendo manzanas de los árboles y guardándoselas entre la ropa. Cruzaron el río Casas Grandes por el estrecho puente de tablas y dejaron atrás las pulcras y encaladas casas de chilla. Había árboles a ambos lados de la callecita y las casas tenían jardín y césped y cercas de piquetes pintados de blanco.

¿Qué clase de lugar es este?, preguntó Boyd.

Ni idea.

Siguieron cabalgando hasta el final de la calle y al doblar la primera esquina hacia el angosto y polvoriento camino se encontraron otra vez en el desierto, como si el pueblecito no hubiera sido más que un sueño. Al anochecer, camino de Casas Grandes, pasaron junto a las ruinas amuralladas de una vieja ciudad de adobe de los chichimecas. Entre aquellas conejeras y laberintos ardían aquí y allá los fuegos de unos intrusos, y donde estos iban de un lado a otro arrojaban sombras que se bamboleaban en las desmoronadas paredes como si fuesen camareros ebrios. La luna salió sobre la ciudad muerta iluminando las almenas terraplenadas y brilló sobre las criptas destechadas y los hornos y los corrales de fango y la plazoleta del juego de pelota donde estaban cazando los chotacabras y las resecas acequias en cuyos agrietados lechos de arcilla se entremezclaban fragmentos de alfarería y herramientas de piedra con los huesos de sus creadores.

Entraron en Casas Grandes después de cruzar las vías muy peraltadas del Ferrocarril Mexicano del Noreste. Dejaron atrás la estación, enfilaron la calle, ataron sus caballos delante de un café y entraron. En el techo, enroscadas a sus receptáculos y arrojando una desapacible luz amarilla sobre las mesas, vieron las primeras bombillas eléctricas desde que dejaran la frontera norteamericana en Agua Prieta. Se sentaron a una mesa y Boyd se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo. En el café no había un alma. Al rato la cortina de la puerta de atrás se corrió y apareció una mujer que se acercó a la mesa y los miró. No traía libreta en que anotar y no parecía haber menú. Billy le preguntó si le quedaba algún filete y ella asintió. Pidieron y se quedaron mirando por la pequeña ventana la calle en penumbra y los caballos esperando fuera.