¿Qué piensas?, preguntó Billy.
¿Sobre qué?
Sobre lo que sea.
Boyd sacudió la cabeza. Tenía las flacas piernas estiradas. Al otro lado de la calle pasaba una familia de menonitas por delante de los mal iluminados escaparates de los comercios. Los hombres vestían monos de faena y las mujeres iban detrás envueltas en sus amplias batas descoloridas por el sol portando cestas del mercado.
No estás enfadado conmigo, ¿verdad?
No.
¿Qué estás pensando?
Nada.
Bien.
Boyd contempló la calle. Al cabo de un rato volvió la cabeza y miró a Billy. Pensaba que fue demasiado fácil, dijo.
¿El qué?
Encontrar a Keno de esa manera. Recuperarlo.
Sí. Es posible.
Sabía que el caballo no volvería a pertenecerles hasta que cruzaran la frontera con él, y que la cosa no sería fácil, pero no lo dijo.
No te fías de nada, dijo.
Pues no.
Las cosas cambian.
Lo sé. Algunas.
Siempre te preocupas por todo. Pero eso no cambia nada. ¿O sí?
Boyd siguió estudiando la calle. Pasaron dos jinetes vestidos aparentemente de uniforme de banda. Ambos miraron a los caballos atados delante del café.
O sí, dijo Billy.
Boyd sacudió la cabeza. No lo sé, dijo. No sé cómo habrían ido las cosas si no me hubiera preocupado.
Esa noche durmieron en un campo cubierto de maleza polvorienta junto a la vía del tren. Por la mañana se lavaron en una acequia de riego y montaron en sus caballos, regresaron a la ciudad y comieron en el mismo local. Billy le preguntó a la mujer si conocía el paradero del despacho de un ganadero apellidado Soto, pero la mujer no lo sabía. Desayunaron a lo grande, huevos, chorizo y tortillas de harina de trigo como no habían visto aún en aquel país, y pagaron con lo que casi resultó ser el último dinero que les quedaba; luego salieron, montaron y cruzaron el pueblo a caballo. Las oficinas de Soto estaban en un edificio de ladrillo tres manzanas más al sur del café. Billy estaba mirando los reflejos de dos jinetes en la ventana del edificio de enfrente, donde los demacrados caballos pasaban cansinamente por segmentos a través de los temblorosos cristales, cuando vio aparecer también al descoyuntado perro y comprendió que el jinete que iba a la cabeza de aquel poco impresionante desfile era él mismo. Luego vio que el rótulo que había sobre la cabeza del jinete rezaba Ganaderos, y que encima de eso ponía Soto y Gillian.
Mira eso, dijo Billy.
Ya lo he visto, dijo Boyd.
¿Por qué no decías algo entonces?
Te lo digo ahora.
Se detuvieron en mitad de la calle. El perro se había sentado en el polvo esperando que ocurriese algo. Billy se inclinó, escupió y se volvió a mirar a Boyd.
¿Te importa que te pregunte una cosa?
Adelante.
¿Cuánto tiempo piensas seguir con este malhumor?
Hasta que se me pase.
Billy asintió. Se quedó mirando sus reflejos en el cristal. No parecía estar a gusto con la imagen que la ventana les devolvía. Imaginaba que dirías eso, dijo. Pero Boyd lo había visto examinar el cuadro de harapientos peregrinos emparejados a sus respectivos caballos e inclinados en el crucigrama del cristal del ganadero con el perro mudo a sus pies, y señaló la ventana con la cabeza. Estoy mirando lo mismo que tú, dijo.
Volvieron por dos veces al despacho del ganadero, hasta que dieron con él. Billy dejó a Boyd al cuidado de los caballos. Que no vean a Keno, dijo.
No soy tonto, dijo Boyd.
Cruzó la calle y levantó una mano al llegar a la puerta para que no le deslumbrara el cristal y miró dentro. Vio un despacho a la antigua usanza, con paneles de madera oscura y muebles oscuros de roble. Abrió la puerta y entró. El cristal de la puerta traqueteó al cerrar y el hombre del escritorio levantó los ojos. Tenía en la mano el auricular de un anticuado teléfono de pedestal. Bueno, dijo. Bueno. Le guiñó el ojo a Billy. Le indicó por señas que se acercara. Billy se quitó el sombrero.
Sí, sí. Bueno, dijo el ganadero. Gracias. Muy amable. Devolvió el auricular a la horquilla y apartó el aparato. Bueno, dijo. Pendejo. Un completo sinvergüenza. Miró al chico a los ojos. Pásale, pásale.
Billy se quedó de pie sujetando el sombrero. Busco al señor Soto, dijo.
No está.
¿Cuándo volverá?
Todos quieren saber lo mismo. ¿Usted quién es?, preguntó.
Me llamo Billy Parham.
¿Y quién es ese?
Soy de Cloverdale, Nuevo México.
¿De veras?
Sí, señor.
¿Y qué es lo que quería del señor Soto?
Billy dio un cuarto de vuelta a su sombrero. Miró hacia la ventana. El hombre miró con él.
Soy el señor Gillian, dijo. Tal vez pueda ayudarlo.
Pronunció la elle como una i griega. Esperó.
Verá, dijo Billy. Ustedes vendieron un caballo a un médico alemán de nombre Haas.
El hombre asintió. Parecía ansioso por conocer toda la historia.
Y yo estaba persiguiendo al hombre al que ustedes le compraron ese caballo. Podría tratarse de un indio.
Gillian se retrepó en su silla. Se dio unos golpecitos con el índice en los dientes de abajo.
Era un caballo roano oscuro, castrado, de unos quince palmos menores de altura.
Conozco las características de ese caballo. Está de más decirlo.
Sí, señor. Podría haberle vendido usted más de un caballo.
Sí. Podría pero no lo hice. ¿Por qué le interesa tanto ese caballo?
De hecho, el caballo no me preocupa. Solo quería al hombre que se lo vendió.
¿Quién es el chico que está en la calle?
¿Perdón?
El chico que está en la calle.
Es mi hermano.
¿Por qué está fuera?
Le gusta estar fuera.
¿Por qué no le dice que entre?
Está bien ahí.
¿Por qué no le dice que entre?
Billy miró por la ventana. Se puso el sombrero y salió.
Creí que estabas vigilando los caballos, dijo.
Están allá abajo, dijo Boyd.
Los caballos estaban en la callejuela atados por las riendas a un clavo de un poste de telégrafos.
Vaya manera de dejar a un caballo.
No los he dejado. Estoy aquí.
Te ha visto venir. Dice que entres.
¿Para qué?
No se lo he preguntado.
¿Y no sería mejor que siguiéramos nuestro camino?
No pasa nada. Vamos.
Boyd miró hacia la ventana de la oficina del ganadero, pero el sol daba en el cristal y no pudo ver dentro.
Venga, dijo Billy. Si no entramos sospechará algo.
Ya está haciéndolo.
No, señor.
Miró a Boyd. Dirigió la mirada hacia los caballos. Esos caballos tienen muy mal aspecto, dijo.
Lo sé.
Cruzó las manos a la espalda y clavó el tacón de su bota en la tierra de la calle. Miró a Boyd. Hemos cabalgado mucho para ver a este hombre, dijo.
Boyd se inclinó y escupió entre sus botas. Está bien, dijo.
Gillian levantó la vista cuando entraron. Billy abrió la puerta para que entrase su hermano y Boyd avanzó. No se quitó el sombrero. El ganadero se apoyó en el respaldo de la silla y los miró detenidamente por turnos. Como si le hubieran pedido que verificase su consanguinidad.