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¿Tú sabes de qué estaba hablando?, preguntó Billy.

Boyd se volvió ligeramente en el caballo que montaba a pelo y miró a su hermano.

Claro que sé de qué estaba hablando. ¿Y tú?

Atravesaron la última de las pequeñas colonias ubicadas al sur del pueblo. En los sembrados por los que pasaron había hombres y mujeres que recogían algodón entre las grises y quebradizas plantas. Abrevaron los caballos en una acequia y les aflojaron los látigos para dejarlos bufar. Más allá de los campos vieron a un hombre remover la tierra con un buey uncido por sus cuernos a un arado que se manejaba con una sola mano. El arado era como los que usaban en el antiguo Egipto y consistía en una raíz de árbol. Montaron y siguieron adelante. Se volvió a mirar a Boyd, flaco a lomos del caballo desguarnecido. Más flaco aún entre las sombras. Alto y oscuro el caballo que trotaba por la carretera moviendo las angulosas articulaciones y sesgando en el polvo, más real como caballo que el que él montaba. Al atardecer se detuvieron en lo alto de una elevación del camino y contemplaron a sus pies los accidentados solares de terreno oscuro donde habían abierto las compuertas a los campos recién arados y el agua estancada en los carriles brillaba bajo el sol vespertino cual si fuesen una cuadrícula de bruñidos lingotes que se perdían en lontananza. Como si los mojones que señalaban la frontera de una antiquísima aventura hubieran caído del otro lado de los álamos de la cuneta, de las aves canoras de la tarde.

En la carretera cada vez más oscura, poco a poco dieron alcance a una muchacha que caminaba descalza portando sobre la cabeza un fardo de tela que le colgaba a ambos lados, semejando un enorme sombrero flexible. Cuando ellos pasaron por su lado tuvo que girar todo el cuerpo para verlos. Saludaron con una leve inclinación de la cabeza; Billy le dio las buenas tardes, ella hizo otro tanto y cada cual siguió su camino. Al cabo de un rato llegaron a un sitio en que las acequias, al rebosar, habían dejado agua estancada en la cuneta. Se apearon y guiaron los caballos del diestro a lo largo del terraplén y se sentaron en la hierba, desde donde vieron a unos gansos pasearse ceremoniosamente por los campos oscurecidos. La chica pasó por la carretera. Primero pensaron que iba silbando, pero en realidad lloraba. Al ver los caballos, se detuvo. Los caballos alzaron la cabeza y miraron hacia la carretera. Ella siguió adelante y los animales bajaron la cabeza y continuaron bebiendo. Cuando llevaron otra vez los caballos a la carretera la muchacha era ya un punto pequeño que apenas se movía a lo lejos. Montaron, se pusieron en camino y al rato le dieron nuevamente alcance.

Billy condujo su caballo al otro lado de la calzada. De ese modo, si él le decía algo al pasar ella tendría que volver la cara hacia el oeste para responder. Pero cuando oyó los caballos a su espalda la muchacha también cruzó la carretera, y cuando Billy le dirigió la palabra ella no se volvió; si dijo algo, él no pudo oírlo. Siguieron cabalgando. Unos cien metros más adelante Billy sofrenó su caballo y echó pie a tierra.

¿Qué haces?, preguntó Boyd.

Miró a la chica. Se había detenido. No podía ir a ninguna parte. Billy se volvió, levantó el estribo que tenía más cerca e inspeccionó el látigo.

Está anocheciendo, dijo Boyd.

Es de noche.

Pues vamos.

Estamos yendo.

La muchacha había echado a andar otra vez. Se aproximó lentamente, siempre del lado más alejado de la carretera. Al llegar a la altura de ellos Billy le preguntó si quería montar a caballo. Ella no respondió. Sacudió la cabeza bajo el fardo y luego apresuró el paso. Billy la siguió con la mirada. Acarició al caballo, cogió las riendas y echó a andar por la carretera llevando el caballo de las riendas. Boyd dejó descansar a Keno y observó a su hermano.

Pero ¿qué te pasa?

¿Cómo?

Preguntarle si quiere montar.

¿Qué tiene de malo?

Boyd picó a su caballo y se puso a la altura de su hermano. ¿Qué haces?, preguntó.

Tirar del caballo.

¿Qué demonios te pasa?

A mí no me pasa nada.

Entonces ¿qué estás haciendo?

Tiro de mi caballo. Como tú montas en el tuyo.

Y una mierda.

¿Te dan miedo las chicas?

¿Miedo las chicas?

Sí.

Miró a Boyd. Pero Boyd sacudió la cabeza y siguió cabalgando.

La pequeña figura de la muchacha fue desvaneciéndose en la noche. Las palomas seguían acudiendo a los campos que se extendían al oeste de la carretera. Las oyeron volar sobre ellos, incluso después de que la oscuridad impidiese ver nada. Boyd continuó, luego esperó en la carretera. Al rato Billy le dio alcance. Iba de nuevo a caballo y siguieron viaje juntos.

Salieron de la tierra de regadío y en una arboleda a la vera del camino vieron un jacal de barro y varas donde ardía la tenue luz anaranjada de una lámpara de burdel. Pensaron que la muchacha viviría allí, y se sorprendieron al encontrarla de nuevo delante de ellos en la carretera.

Esta vez, cuando la adelantaron era noche cerrada, y Billy aminoró la marcha, se puso a su lado y le preguntó si iba muy lejos; ella dudó unos instantes y luego dijo que no. Billy se ofreció a llevar el fardo detrás, en la silla, y que ella caminara a su lado, pero la muchacha rechazó cortésmente el ofrecimiento. Lo llamó señor. Luego miró a Boyd. A Billy se le ocurrió que la muchacha muy bien podía haberse escondido en el chaparral del camino, pero que no lo había hecho. Le desearon buenas noches y siguieron cabalgando. Más adelante se cruzaron con dos jinetes que les dirigieron unas palabras desde las tinieblas y luego siguieron su camino. Billy frenó su caballo y se volvió a mirar cómo se alejaban. Boyd se detuvo a su lado.

¿Estás pensando lo mismo que yo?, preguntó Billy.

Boyd tenía los antebrazos cruzados delante, sobre el borrén. ¿Quieres que la esperemos?

Sí.

De acuerdo. ¿Crees que la molestarán?

Billy no respondió. Los caballos cambiaron de postura. Al cabo de un rato dijo: esperemos solo un minuto. En un minuto estará aquí. Y luego nos vamos.

Pero pasó un minuto y la muchacha no apareció; tampoco lo hizo al cabo de diez, ni de treinta.

Volvamos, dijo Billy.

Boyd se inclinó, escupió e hizo girar el caballo sobre sí mismo. No habían recorrido más que un kilómetro y medio cuando delante de ellos vieron un fuego entre las férreas formas de los matorrales. La carretera torcía y el fuego basculó ligeramente hacia la derecha. Luego recuperó su posición. Un kilómetro más adelante, se detuvieron. El fuego ardía en un pequeño robledal que había algo más al este. El resplandor quedaba amparado por la oscura bóveda de las hojas y las sombras iban y venían; desde la oscuridad relinchó un caballo.

¿Qué quieres que hagamos?, preguntó Boyd.

No lo sé. Déjame pensar.

Permanecieron a oscuras sin desmontar.

¿Has pensado ya?

Supongo que no podemos hacer otra cosa que acercarnos.

Sabrán que hemos dado marcha atrás.

Ya lo sé. Es inevitable.

Boyd contempló el fuego que ardía entre los árboles.

¿Tú qué quieres hacer?, preguntó Billy.

Si vamos a meternos ahí, hagámoslo de una vez.

Se apearon y llevaron los caballos de las riendas. El perro se quedó en la carretera mirándolos. Luego se levantó y los siguió.

Cuando Billy y Boyd penetraron en el claro al amparo de los árboles, los dos hombres se hallaban de pie al otro lado de la fogata, mirándolos acercarse. Sus caballos no estaban a la vista. La muchacha estaba sentada en el suelo con las piernas remetidas bajo su cuerpo y agarrada al fardo que tenía sobre la falda. Al ver que se trataba de ellos apartó la vista y se quedó contemplando el fuego.