Buenas noches, dijo Billy de viva voz.
Buenas noches, dijeron ellos.
Aguardaron al lado de los caballos. No los habían invitado a acercarse. Al entrar en el círculo de luz el perro se detuvo allí mismo y luego retrocedió unos pasos y se quedó esperando. Los hombres no les quitaban ojo de encima. Uno de ellos se llevó el cigarrillo a la boca, dio una calada con labios apretados y exhaló una fina bocanada de humo hacia el fuego. Luego hizo un movimiento circular con el brazo, el índice apuntando hacia abajo. Les dijo que cogieran los caballos y los dejaran detrás de ellos, entre los árboles. Nuestros caballos están allá, dijo.
Así está bien, dijo Billy. Permaneció quieto.
El hombre dijo que así no estaba bien. Que no quería que sus caballos ensuciaran donde ellos iban a dormir.
Billy lo miró. Se volvió ligeramente y miró su caballo. Podía ver, dobladas como un sombrío tríptico en un pisapapeles de cristal, las figuras de los dos hombres y la chica ardiendo en la fugitiva luz de la lumbre que se reflejaba en el negro del ojo del animal. Le entregó las riendas a Boyd por detrás de la espalda. Llévalos allá, dijo. No desensilles a Bird ni le aflojes el látigo y no los pongas con sus caballos.
Boyd pasó por delante de él llevando los caballos y se adentró en la oscuridad más allá de la lumbre. Billy avanzó, los saludó con una breve inclinación de la cabeza y se echó el sombrero ligeramente hacia atrás. Se plantó delante del fuego y miró las llamas. Luego miró a la muchacha.
Cómo está, dijo.
Ella no respondió. El hombre que fumaba junto al fuego se había puesto en cuclillas y estaba observando a Billy entre la urdimbre del calor; sus ojos tenían el color del carbón mojado. En el suelo, al lado de él, había una botella tapada con un elote.
¿De dónde viene?, preguntó.
De América.
Texas.
Nuevo México.
Nuevo México, dijo el hombre. ¿Y adónde va?
Billy lo miró. Tenía el brazo derecho doblado sobre el pecho y apoyado en el codo del izquierdo, de modo que el antebrazo de este quedaba en vertical delante de él sosteniendo el cigarrillo en una pose extrañamente formal, extrañamente delicada. Billy miró otra vez a la muchacha y luego al hombre que estaba al otro lado del fuego. No tenía respuesta a su pregunta.
Hemos perdido un caballo, dijo. Estamos buscándolo.
El hombre no dijo nada. Sostuvo el cigarrillo entre los dedos, a continuación inclinó la muñeca en un movimiento similar al de un pájaro, dio una calada y luego volvió a dirigir el cigarrillo hacia arriba. Boyd salió de entre los árboles y rodeó la lumbre, pero el hombre no lo miró. Lanzó la colilla a las brasas, se envolvió las rodillas con los brazos y empezó a mecerse en un movimiento apenas perceptible. Apuntó con el mentón a Billy y le preguntó si los había seguido para ver sus caballos.
No, respondió Billy. Nuestro caballo es muy característico. Lo conoceríamos de lejos.
Tan pronto hubo terminado de decirlo supo que había renunciado a la única respuesta plausible a la siguiente pregunta que el otro le haría. Miró a Boyd. Boyd también lo sabía. El hombre se meció, los miró detenidamente. ¿Qué quieren pues?, preguntó.
Nada, respondió Billy. No queremos nada.
Nada, dijo el hombre. Pronunció la palabra como saboreándola. Imprimió a su mentón un leve giro lateral como haría uno que considerase las probabilidades. Dos jinetes que se encuentran a otros dos de noche en una carretera y al cabo de un rato topan con un viajero a pie saben que esos caballeros han adelantado al viajero a pie y han seguido su camino. Eso es lo que se sabía. Los dientes del hombre brillaron a la luz del fuego. Se sacó algo de entre ellos, lo examinó y luego se lo comió. ¿Cuántos años tiene?, dijo.
¿Yo?
¿Quién si no?
Diecisiete.
El hombre asintió. ¿Cuántos años tiene la muchacha?
No lo sé.
Qué opina.
Billy miró a la muchacha. Ella siguió contemplándose el regazo. Podía tener unos catorce.
Es muy joven, dijo.
Bastante.
Doce, quizá.
El hombre se encogió de hombros. Alargó la mano, levantó la botella del suelo, retiró el tapón, echó un trago y la sostuvo por el cuello. Dijo que si tenían edad para sangrar también la tenían para matar. Luego sostuvo la botella a la altura del hombro. El hombre que estaba detrás dio un paso al frente, cogió la botella y bebió un trago. Por la carretera pasaba un caballo. El perro se había erguido para escuchar. El jinete no se detuvo y el lento atabaleo de los cascos sobre el barro seco de la calzada fue desvaneciéndose; el perro volvió a echarse. El que estaba de pie echó un segundo trago y luego devolvió la botella. El otro la cogió y presionó de nuevo el elote hacia el cuello con el pulpejo de la mano y sopesó la botella.
¿Quiere tomar?, dijo.
No. Gracias.
Sopesó nuevamente la botella y luego la arrojó sin apenas levantar las manos al otro lado de la lumbre. Billy la cogió al vuelo y lo miró. Puso la botella a la luz. El mescal amarillo ahumado rodaba dentro viscosamente y la ovillada forma del gusano muerto giraba en el fondo, evolucionando lentamente como un pequeño feto errante.
No quiero beber, dijo.
Tome, dijo el hombre.
Billy miró otra vez la botella. Las huellas de grasa en el vidrio brillaron a la luz de la lumbre. Miró al hombre y luego extrajo el elote del cuello.
Ve por los caballos, dijo.
Boyd se puso detrás de él. El hombre lo observó. ¿Adónde vas?, dijo.
Venga, dijo Billy.
¿Adónde va el muchacho?
Está enfermo.
Boyd se metió entre los árboles. El perro se levantó y fue tras él. El hombre se volvió y miró otra vez a Billy. Billy levantó la botella y empezó a beber. Bebió y bajó la botella. Le lloraron los ojos; se los secó con el antebrazo, miró al hombre, levantó la botella y volvió a beber.
Cuando volvió a bajar la botella, estaba prácticamente vacía. Tragó aire y miró al hombre, pero este estaba observando a la muchacha. Se había incorporado y miraba hacia los árboles. Notaron que el suelo temblaba. El hombre se puso de pie y se volvió. Detrás de él el segundo hombre se había apartado de la lumbre y había echado a correr con los brazos levantados en silenciosa exhortación. Intentaba desviar a los caballos que venían de los árboles sacudiendo la cabeza y trotando lateralmente para no pisotear los cabos de cuerda que colgaban de sus cuellos.
Demonios, dijo el hombre. Billy dejó caer la botella, arrojó el tapón al fuego y cogió a la muchacha de la mano.
Vámonos, dijo.
Ella se agachó y recogió su fardo. Boyd salió de entre los árboles al galope. Iba inclinado sobre el pescuezo de Keno, sujetaba las riendas del caballo de Billy con una mano y con la otra la escopeta, y llevaba las riendas del suyo entre los dientes, como un jinete de circo.
Vámonos, dijo Billy en voz baja, pero la muchacha ya lo había cogido del brazo.
Boyd llevó los caballos casi hasta el fuego y sofrenó a Keno, que piafó y puso los ojos en blanco. Volvió a morder las riendas y le lanzó la escopeta a Billy. Billy la cogió al vuelo y empujó a la muchacha en dirección a Bird. Los otros dos caballos se habían esfumado por el llano en tinieblas que se extendía al sur del campamento y el hombre que le había arrojado la botella de mescal volvía de la oscuridad con un largo y delgado cuchillo en la mano izquierda. Aparte del bufar y piafar de los caballos todo estaba en silencio. Nadie dijo nada. El perro daba vueltas nerviosamente en torno a los caballos. Vámonos, dijo Billy. Cuando miró, la muchacha ya estaba sobre la grupa del caballo detrás de la silla y de la manta arrollada. Cogió las riendas que Boyd le sostenía, las pasó por encima de la cabeza de Bird y amartilló la escopeta con una sola mano, como si fuera una pistola. No sabía si estaba cargada o no. El mescal se le había asentado en el estómago como un íncubo malvado. Puso el pie en el estribo, la muchacha se pegó con pericia al flanco del animal y él le pasó la pierna por encima e hizo girar rápidamente al caballo. El hombre se echaba ya encima. Billy le apuntó al pecho con la escopeta. El hombre hizo ademán de coger la brida, pero el caballo se espantó y Billy sacó su bota del estribo y le dio una patada al hombre y el hombre hurtó el cuerpo y pasó la hoja del cuchillo por la pierna de Billy cortándole a la vez la bota y el pantalón. Billy tiró de las riendas y clavó los talones en los flancos del caballo. Entretanto, el hombre trató de alcanzar a la chica y le agarró una punta del vestido, pero la tela se rasgó y al momento salieron disparados por la ciénaga en dirección a la carretera, donde Boyd los esperaba a lomos de su caballo bajo la noche estrellada. Sofrenó el caballo, que se acodilló y cabeceó, y hubo de volver la cabeza para hablarle a la muchacha. ¿Se encuentra bien?, preguntó.