En una esquina del recinto vieron el esqueleto de un viejo automóvil Dodge despojado tiempo atrás de sus ruedas, ejes, lunas y asientos. En el suelo, al fondo del perímetro, ardía una lumbre cuyo resplandor les permitió ver dos llamativas caravanas. Entre ambas había ropa lavada tendida, y en torno al fuego un grupo de hombres y mujeres ataviados con túnicas y quimonos que parecían integrantes de un circo.
¿Qué clase de lugar es este?, preguntó Billy.
Es un ejido, respondió la muchacha.
¿Y esa gente?
No lo sé.
Billy se apeó y la muchacha se bajó de la grupa del caballo de Boyd y le cogió las riendas.
¿Qué son?, preguntó Boyd.
No lo sé, respondió Billy.
Entraron en el recinto, Billy y la muchacha a pie, la muchacha llevando a Bird de las riendas. Boyd iba detrás, a caballo. Las figuras que había al fondo no les hicieron el menor caso. Junto a la lumbre había dos chicos encendiendo lámparas con una astilla; después de encenderlas se valían de una vara ahorquillada para pasárselas a un chico, cuya silueta se recortaba en la azotea contra el cielo cada vez más oscuro, que las colgaba en el parapeto. A medida que el chico se movía el suelo del recinto se iluminaba, y pronto un gallo empezó a cantar. Otros muchachos apilaban balas de heno junto a una pared, y bajo el portal más alejado unos hombres desenrollaban un telón de lona muy agrietado y desgastado de tantos viajes.
Dos de las figuras disfrazadas parecían enzarzadas en alguna discusión, y una de ellas dio un paso atrás y extendió los brazos, como si pretendiera ilustrar la magnitud de algo enorme. Luego empezó a cantar en una lengua extranjera. Todos permanecieron quietos hasta que hubo terminado. Luego se reanudó la actividad.
¿Dónde están las viviendas?, preguntó Billy.
Ella señaló con la cabeza hacia la oscuridad. Fuera, dijo.
Vamos.
Me gustaría verlo, dijo Boyd.
Ni siquiera sabes de qué va.
De algo.
Billy cogió las riendas que la muchacha le entregaba. Miró hacia el fuego, a las figuras que allí estaban. Ya vendremos después, dijo. Solo están preparándose.
Cabalgaron hasta donde estaban los tres largos edificios de adobe que alojaban a los trabajadores y enfilaron el pasadizo entre los dos primeros, seguidos todo el tiempo por perros de mala raza que les gruñían erizando los pelos del lomo. La tarde era calurosa y se veían lumbres ardiendo en las casas y a la suave luz se oía el repiqueteo amortiguado de los utensilios de cocina y el delicado batir de manos dando forma a las tortillas. La gente iba de fogata en fogata y sus voces se propagaban en la oscuridad; de más lejos aún les llegó el sonido de una guitarra en la apacible noche estival.
Les dieron unas habitaciones al fondo de la hilera, y la muchacha desensilló el caballo de Billy y se llevó a los dos animales para abrevarlos. Billy sacó de su bolsillo un fósforo de madera y lo encendió con la uña del pulgar. Los dos cuartos tenían una sola puerta y una sola ventana y techos altos con vigas y armadura de palos. Una puerta baja unía los dos cuartos, y en un rincón del segundo había una chimenea y un pequeño altar con una Virgen de madera pintada. Había una jarra con hierbas secas y un vaso con un medallón de cera renegrida en el fondo. Contra la pared vieron una especie de bastidor hecho con varas entrelazadas unidas con tiras de cuero de vaca sin curtir. Tenía el aspecto de una tosca herramienta de labranza, pero se trataba de una cama. Billy apagó el fósforo, salió y se quedó junto a la puerta. Boyd estaba sentado en la galería contemplando a la muchacha, que se hallaba en el abrevadero que había al fondo del recinto sujetando los caballos mientras bebían. Ella, los dos caballos y el perro estaban rodeados por un semicírculo de perros de todas las calañas y colores, pero no les hacía el menor caso. Esperó a que los caballos terminan de beber. Mientras levantaban los hocicos goteantes, miraban en torno y volvían a beber. La muchacha no tocó a los caballos ni les habló. Solo esperó mientras bebían, y bebieron largo rato.
Comieron con una familia que se llamaba Muñoz. Debían de tener aspecto de haber viajado mucho pues la mujer no dejaba de traerles comida y el hombre hacía ligeros movimientos con las manos extendidas para que se sirvieran más. Le preguntó a Billy de dónde venían y recibió la noticia con cierto pesar o resignación. Como si fuera algo que no podía evitarse. Comieron acuclillados en el suelo con cucharas y platos de arcilla. La muchacha no dijo nada respecto a su origen o procedencia, y nadie le preguntó. Mientras comían, desde los tejados de las viviendas les llegó una poderosa voz de tenor. Entonó unas escalas de grave a agudo y de agudo a grave. El silencio invadió el campamento. Un perro empezó a aullar. Solo después de que pareció que había dejado de cantar, los ejiditarios empezaron a hablar de nuevo. Poco después repicó una campana en algún punto del recinto y en el tiempo que siguió al tañido la gente empezó a levantarse y a llamarse entre sí a voces.
La mujer había llevado su Comal y sus cacharros a la casa y ahora estaba en el iluminado portal con un niño pequeño en un brazo. Vio a Billy sentado todavía en el suelo y le indicó que se levantara. Vámonos, dijo. Él la miró. Dijo que no tenía dinero, pero ella lo miró como si no comprendiera. Luego le dijo que todos se iban y que los que tenían dinero pagarían lo de los que no tenían. Dijo que todo el mundo debía irse. Nadie podía quedarse allí. ¿Quién iba a permitir semejante cosa?
Billy se puso de pie. Buscó a Boyd con la mirada pero no lo vio; tampoco a la muchacha. Entre el humo de las lumbres a punto de apagarse corrían los rezagados. La mujer se cambió el niño de cadera, se acercó a Billy y lo cogió de la mano como si también fuera un niño. Vámonos, dijo. Está bien.
Siguieron a los demás colina arriba. La muchedumbre avanzaba despacio debido a los más viejos, que los instaban a pasar y seguir a su ritmo. Nadie quería hacerlo. La casa vacía situada en lo alto del promontorio que tenían enfrente estaba a oscuras, pero llegaba música del largo recinto amurallado, allá donde en tiempos habían estado los comercios y los establos, las viviendas de los mayorales. La luz caía desde las altas puertas de los henites y unos fanales de petróleo o brea hechos con cubos ardían a ambos lados de la arcada de piedra de la entrada. En ese punto los ejiditarios hicieron cola y avanzaron arrastrando los pies con sus centavos y sus pesos en la mano para ofrecérselos al portero, que estaba allí de pie luciendo un elegante traje negro. Dos hombres jóvenes pasaron entre la gente portando una camilla. La camilla estaba hecha de varas y trozos de sábana, y el anciano que yacía en ella vestía americana y corbata y apretaba entre las manos un rosario de madera y miraba lúgubremente la bóveda del cielo. Billy miró al niño que la mujer tenía en brazos, pero el niño se había dormido. Cuando llegaron a la entrada la mujer pagó y el portero le dio las gracias y echó las monedas a un cubo que tenía en el suelo, a su lado, y penetraron en el patio.
Los chillones carromatos habían sido retirados al fondo del perímetro. Había lámparas formando semicírculo sobre el suelo de arcilla apisonada y habían colgado otras lámparas de una soga tendida sobre sus cabezas; su luz hacía que los rostros de unos muchachos que miraban desde el parapeto pareciesen hileras de máscaras teatrales expuestas allá arriba. Los mulos que estaban entre las limoneras iban enjaezados con trencillas, lentejuelas y adornos de terciopelo, y tanto los mulos como los carromatos eran los mismos que conducían a la pequeña compañía por los caminos vecinales de la república para presentarse de noche con aquellas mismas ropas a la vez que se encendían las lámparas y la multitud se apiñaba en alguna plaza o alameda de un pueblo perdido donde un hombre pasaba arriba y abajo balanceando delante de él, como si de un incensario se tratase, un balde agujereado lleno de agua con la que asentar el polvo y la primadona evolucionaba en lasciva silueta detrás de una sábana mientras se ponía el traje o se volvía para contemplarse en un espejo que nadie podía ver pero cuya presencia todos imaginaban.