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Vio la obra con interés pero no entendió gran cosa. La compañía parecía querer representar alguna aventura que ellos mismos habían pasado en uno de sus viajes, y cantaban y lloraban y al final el hombre de la botarga de bufón asesinaba a la mujer y asesinaba a otro hombre, su rival quizá, con una daga y unos muchachos vinieron, corrieron con los bajos del telón para cerrarlo y los mulos con sus guarniciones de gala alzaron la cabeza de sus respectivos sueños y empezaron a agitarse y a patear.

No hubo aplausos. La multitud permaneció sentada en silencio. Algunas mujeres lloraban. Al cabo de un rato el mayordomo que les había hablado antes de la representación salió de detrás del telón, les agradeció su asistencia, se hizo a un lado e hizo una reverencia mientras los chicos volvían a abrir el telón. Los actores avanzaron cogidos de la mano, saludaron e hicieron reverencias. Hubo un leve conato de ovación y luego el telón se cerró definitivamente.

De madrugada, antes de que apuntara el día, salió andando del recinto y bajó hasta el río. Caminó hasta el puente de tablas sostenido por pilares de piedra y desde allí contempló el agua fría y transparente del Casas Grandes bajar de las montañas hacia el sur. Se volvió y miró río abajo. A unos treinta metros de allí estaba la primadona desnuda con el agua hasta los muslos. Tenía el cabello suelto, mojado y pegado a la espalda, y tan largo que rozaba la superficie del agua. Se quedó de piedra. Ella se volvió, echó la cabeza hacia delante, se agachó y sumergió la melena en el río. Sus pechos se mecieron en la corriente. Él se quitó el sombrero y permaneció allí de pie con el corazón rebotándole en la camisa. La mujer se incorporó, recogió su melena y la estrujó para sacarle el agua. Tenía la piel blanquísima. El vello negro de su bajo vientre era casi indecoroso.

La mujer se inclinó una vez más, arrastró su cabello por el agua con un movimiento de vaivén; luego se irguió, se lo echó atrás salpicando un círculo de agua alrededor y se quedó así, con los ojos cerrados. El sol que salía sobre las grises montañas del este iluminó la atmósfera superior. Ella levantó una mano. Movió el cuerpo, puso las manos delante, se inclinó y recogió en sus brazos el pelo que le caía recto y pasó una mano por la superficie del agua, como para bendecirla. Él observó, y mientras observaba vio que el mundo que hasta entonces había conocido, se había esfumado. La mujer se volvió y él pensó que se pondría a cantarle al sol. Entonces abrió los ojos y vio a Billy en el puente; le dio la espalda, salió despacio del agua y se perdió de vista tras los erectos y pálidos troncos de los álamos. Y el sol salió y el río corrió como antes, pero nada fue ya lo mismo, y él no creyó que volviera a serlo jamás.

Regresó al recinto andando despacio. Con el nuevo sol las sombras de los trabajadores que se dirigían a los campos con sus azadas al hombro pasaban de una en una por la pared oriental del granero como figuras en un drama agrario. La señora Muñoz le dio el desayuno y él salió con la silla de montar al hombro y fue por su caballo y lo ensilló y montó y fue a echar un vistazo a los alrededores.

Era mediodía cuando los carromatos que transportaban a la compañía de ópera hicieron su salida por el portón y descendieron por la colina y cruzaron el puente para dirigirse hacia el sur por la carretera de Mata Ortiz hasta Las Varas y Babícora. Bajo la dura luz del mediodía el desvaído dorado de los rótulos y la pintura roja y la tapicería blanqueadas por el sol y la intemperie parecían un quiero y no puedo después del espectáculo de la noche anterior. Era como si aquellos carromatos, en su traquetear y en su lento balancearse hacia el sur se dirigiesen, mientras menguaban el calor y la desolación del paisaje, hacia una nueva y más austera aventura. Como si la luz del día de Dios hubiera serenado sus esperanzas. Como si la luz y la región que revelaba fuesen ajenas a sus verdaderos propósitos. Miró desde un alto en las ondulantes tierras que se extendían al sur de la hacienda, donde el viento arremolinaba la hierba. Los carromatos avanzaban lentamente entre los álamos de la orilla opuesta del río, los pequeños mulos se afanaban. Billy se inclinó, escupió y picó al caballo.

Por la tarde recorrió las habitaciones vacías de la vieja residencia. Habían sido despojadas de sus apliques y candelabros y la mayor parte del entarimado había desaparecido. Unos pavos pasaron por delante de él y se alejaron. La casa olía a moho y a paja rancia y sobre el hundido enyesado las manchas de humedad habían formado grandes mapas abstractos color sepia como correspondientes a reinos de la antigüedad, a mundos antiguos. En un rincón de la sala había un animal muerto, huesos y pellejo seco. Tal vez un perro. Salió al patio. Los ladrillos de barro sin cocer asomaban por el enlucido de las tapias. En mitad del espacio, al aire libre, había un pozo de sillería. A lo lejos sonó una campana.

Al anochecer los hombres fumaban, hablaban e iban de fuego en fuego en pequeños grupos. La señora Muñoz le trajo la bota y él la examinó a la lumbre. Con lezna y cordel había remendado el largo tajo abierto por el cuchillo. Billy le dio las gracias a la mujer y se puso la bota. La mujer se arrodilló en la tierra apisonada, se inclinó sobre las brasas y dio vuelta las tortillas, sacándolas con las manos desnudas de los humeantes comales de hierro laminado y dejando en los bordes sin levadura unas huellas dactilares negras de haber cebado la lumbre con carbón. Un interminable ritual repetido interminablemente, la propagación de la gran hostia secular de los mexicanos. La muchacha ayudó a la mujer con la cena y una vez que los hombres hubieron comido vino a sentarse al lado de Boyd y comió en silencio. Boyd no parecía hacerle mucho caso. Billy le había dicho a su hermano que se irían al cabo de dos días, y por el modo en que ella levantó la vista para mirarlo supo que Boyd se lo había dicho.

La muchacha trabajó todo el día siguiente en los campos, y por la tarde volvió y fue a lavarse con jofaina y trapo detrás de la cortina; después se sentó a ver a los más pequeños jugar a pelota en el patio de tierra que había entre las casas. Cuando Billy entró a caballo, ella se puso de pie, se acercó a cogerle las riendas y le preguntó si podía ir con ellos.

Él se apeó, se quitó el sombrero, se pasó la mano por el pelo sudoroso, volvió a ponerse el sombrero y la miró. No, dijo.

Ella siguió con las riendas en la mano. Desvió la mirada. Los ojos llenos de lágrimas. Billy le preguntó por qué quería ir con ellos, pero la muchacha solo sacudió la cabeza. Le preguntó si tenía miedo, si había algo en aquel sitio que le diera miedo. No respondió. Le preguntó cuántos años tenía, y ella dijo que catorce. Él asintió con la cabeza. Dibujó una media luna en el suelo con el tacón de su bota. La miró.

Alguien te busca, dijo.

Ella no respondió.