¿No puedes quedarte aquí?
Negó con la cabeza. Dijo que no podía quedarse. Dijo que no tenía adónde ir.
Billy miró hacia el otro lado del recinto bañado por la suave luz del crepúsculo. Dijo que él tampoco tenía adónde ir y que por tanto no podía servirle de mucho, pero ella sacudió la cabeza y dijo que iría a cualquier sitio con ellos, fueran a donde fuesen.
Al alba del día siguiente, mientras ensillaba a su caballo, los trabajadores se acercaron con presentes de comida. Les dieron tortillas, chiles, carne seca, pollos vivos y quesos enteros hasta que las provisiones excedieron sus posibilidades de transportarlas. La señora Muñoz entregó una cosa a Billy; cuando ella retrocedió él advirtió que era un trozo de tela anudada que contenía un puñado de monedas. Intentó devolvérselo, pero ella se apartó y volvió a su casa sin decir palabra. Cuando salieron a caballo del recinto la muchacha iba montada detrás de Boyd, con los brazos alrededor de su cintura.
Cabalgaron toda la mañana hacia el sur y descansaron en la ribera del río y comieron un gran almuerzo con parte de las provisiones que llevaban y durmieron bajo los árboles. Al caer la tarde, a pocos kilómetros al sur de Las Varas por la carretera de Madera, llegaron a un lugar donde los caballos se repropiaron y empezaron a resoplar.
Mira eso, dijo Boyd.
La compañía de ópera había acampado en un campo de flores silvestres al otro lado de la carretera. Los carromatos estaban estacionados uno al lado del otro, y entre ellos habían colocado, a modo de ramada, un toldo de lona a la sombra del cual la primadona descansaba en una gran hamaca de lona; al lado de ella, sobre una mesa, había una tetera y un abanico japonés. De la puerta del carromato salía música de una vitrola, y en el sembrado que se extendía más allá del campamento unos trabajadores estaban apoyados en sus herramientas con los sombreros en la mano, escuchando la música.
La mujer, que había oído los caballos en la carretera, se incorporó en su hamaca, y, aunque tenía el sol detrás y estaba a la sombra del toldo, se protegió los ojos con una mano y miró. Supongo que acampan como los gitanos, dijo Billy.
Es que son gitanos.
¿Quién lo ha dicho?
Todo el mundo.
Los caballos movieron las orejas buscando el origen de la música.
Estos han tenido una avería.
¿Qué te hace pensar eso?
Deberían haber llegado más lejos.
Puede que hayan decidido parar aquí.
¿Para qué? Aquí no hay nada.
Billy se inclinó para escupir. ¿Tú crees que estará sola?
No lo sé.
¿Qué crees que les pasa a los caballos?
No lo sé.
Ahora está mirándonos con el catalejo.
La primadona había cogido de la mesa unos gemelos de teatro y miraba a través de ellos hacia la carretera.
Bajemos.
De acuerdo.
Llevaron a los caballos de las riendas por la calzada y Billy le dijo a la muchacha que fuera a ver si la mujer quería algo. La música cesó. La mujer llamó hacia la caravana y al cabo de un rato la música volvió a sonar.
Se les ha muerto un mulo, dijo Boyd.
¿Cómo lo sabes?
Ya lo verás.
Billy echó un vistazo al campamento. No había ningún animal en los alrededores.
Es probable que los mulos estén maneados en aquellos robles de allá.
No lo creo.
Al volver, la muchacha dijo que uno de los mulos había muerto.
Mierda, dijo Billy.
Qué, dijo Boyd.
Lo habéis tramado entre los dos.
¿El qué?
Lo del mulo. Ella te ha hecho una señal o algo.
Una señal de mulo muerto.
Sí.
Boyd se inclinó, escupió y sacudió la cabeza. La muchacha esperaba haciéndose sombra con una mano. Billy la miró. Miró sus ropas ligeras. Sus piernas cubiertas de polvo. Los huaraches que calzaba, hechos de tiras de piel y cuero sin curtir. Le preguntó cuánto hacía que los hombres se habían marchado y ella respondió que dos días.
Es mejor que vayamos a ver si está bien.
Y si no lo está, ¿qué piensas hacer?, dijo Boyd.
Qué mierda sé.
Entonces ¿por qué no seguimos adelante?
Creía que eras tú el que iba por ahí rescatando gente.
Boyd no respondió. Montó y Billy se volvió a mirarlo. Retiró una bota del estribo, se inclinó y le dio la mano a la muchacha; ella puso el pie en el estribo, él la subió de un solo movimiento al caballo y echó a andar. Bueno, vamos, dijo. Si no hay otra manera de que estés contento.
Los siguió a través del campo. Cuando los trabajadores los vieron venir empezaron de nuevo a desmalezar el terreno con sus azadas cortas. Se puso a la altura del caballo de Boyd y se detuvieron sin desmontar, el uno al lado del otro, frente a la yacente primadona y le dieron las buenas tardes. Ella asintió con la cabeza. Los miró detenidamente por encima de su abanico desplegado. Estaba decorado con una escena oriental y los padrones eran de marfil incrustado de alambre de plata.
¿Los hombres han salido por Madero?, preguntó Billy.
Ella asintió. Dijo que estaban a punto de volver. Bajó ligeramente el abanico y miró hacia el lado sur de la carretera. Como si tuvieran que llegar en ese preciso instante.
Billy siguió montado. No parecía capaz de decir ninguna otra cosa. Al rato se quitó el sombrero.
Sois americanos, dijo la mujer.
Sí, señora. Imagino que se lo ha dicho la chica.
No tenéis por qué ocultarlo.
Nosotros no ocultamos nada. Solo he venido a ver si podíamos hacer algo por usted.
Ella enarcó las cejas pintadas en un gesto de sorpresa.
Pensaba que tal vez habían tenido ustedes una avería o algo así.
La mujer miró a Boyd. Boyd apartó la vista y la dirigió hacia las montañas que se elevaban más al sur.
Vamos para allá, dijo Billy. Si quiere que le llevemos algún mensaje.
Ella se incorporó ligeramente en su hamaca y dio una voz hacia el carromato. Basta, gritó. Basta de música.
Se quedó sentada escuchando con una mano apoyada en la mesa. Al instante cesó la música y ella volvió a hundirse en la hamaca y abrió el abanico y miró por encima del mismo al joven jinete que aguardaba delante a lomos de su caballo. Billy miró hacia el carromato pensando que alguien saldría de él, pero no apareció nadie.
¿Y de qué ha muerto el mulo?, dijo.
Ese mulo, dijo ella. Ese mulo murió porque se desangró en la carretera.
¿Cómo dice?
La mujer alzó una mano y agitó lánguidamente los dedos llenos de anillos. Como si quisiera describir la ascensión del alma del animal.
Ese mulo estaba en apuros, pero nadie podía hacerlo entrar en razón. No deberían haberle encargado a Gasparito que atendiera las necesidades de ese mulo. No tenía carácter para un mulo como ese. Y ya ves lo que ha pasado.
No, señora.
La bebida también. En estos casos la bebida siempre está presente. Y también el miedo. Los otros mulos se ponen a gritar. Tienen mucho miedo. Gritan. Resbalan y se caen en la sangre y gritan de miedo. ¿Qué decirles a esos animales? ¿Qué hacer para que se tranquilicen?
Hizo un ademán perentorio hacia un lado. Como lanzando algo al viento en el calor seco de la soledad, los cantos de los pájaros en el claro, el comienzo de la tarde. ¿Es posible devolver a su antiguo estado a unos animales así? No hay ninguna posibilidad. Sobre todo con mulos dramáticos como esos. Esos mulos ya no pueden tener paz. Ya no. ¿Comprendes?
¿Qué le hizo al mulo?
Intentó cortarle la cabeza con un machete. Naturalmente. ¿Qué te dijo la muchacha? ¿Ella no habla inglés?
No, señora. Solo nos dijo que había muerto.
La primadona miró a la muchacha con suspicacia. ¿Dónde habéis encontrado a esta chica?
Iba andando por la carretera. No sabía yo que se le pudiera cortar la cabeza a un mulo con un machete.
Claro que no. Solo un idiota borracho intentaría semejante hazaña. Al ver que no podía cortársela, empezó a serrar. Cuando Rogelio lo agarró, un poco más y lo acuchilla a él. Rogelio sintió asco. Asco. Cayeron los dos a la carretera. En medio de la sangre y el polvo. Pelearon bajo las patas de los mulos. Y el carromato a punto de volcar allí en medio. Horrible. ¿Y si venía alguien por la carretera? ¿Y si llegaba gente y presenciaba aquel espectáculo?