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El hombre asintió. Adiós, dijo.

Billy se volvió en su caballo. Miró hacia atrás y se llevó el índice al sombrero. La primadona abrió su abanico con garboso gesto decadente. El arriero se inclinó con las manos apoyadas en las rótulas e intentó una última vez escupir al perro; luego los tres cruzaron los campos hacia la carretera. Cuando Billy se volvió a mirar la primadona estaba observándolos con los gemelos. Como si así pudiera apreciarlos mejor allá a lo lejos, en la franja de sombra de la carretera, sobre la que caía el crepúsculo. Poblando únicamente aquel territorio ocular en el que la región surgía de la nada y se desvanecía de nuevo en la nada, árbol y roca y las oscuras montañas detrás, todo ello contenido y en sí mismo, conteniendo únicamente lo que era necesario, y nada más.

Acamparon en un robledal próximo al río. Encendieron un fuego y se sentaron mientras la muchacha preparaba la cena con parte de las provisiones que traían del ejido, Cuando terminaron, ella le dio las sobras al perro, lavó los platos y la cacerola y fue a ocuparse de los caballos. Partieron de nuevo a media mañana del día siguiente, y cerca del mediodía desviaron los caballos de la calzada de tierra, tomaron un sendero paralelo al margen de un campo de pimientos y continuaron hasta los árboles y el río que resplandecía mansamente bajo el sol. Los caballos apresuraron el paso. El sendero torcía y corría junto a una acequia de riego para descender hacia los árboles y volver a salir y bordear una extensión de sauces ribereños y atravesar después un cañaveral. Del agua les llegó un viento frío. Las blancas espigas de la caña silbaban ligeramente inclinadas al viento. Oyeron el sonido del agua que caía más allá de los helechos.

Salieron del matorral de cañas a la altura de un vado en el aflujo del canal de riego. Encima de donde se hallaban había una charca y una alcantarilla corrugada de la que salía agua. El agua se derramaba ruidosamente en la charca y chapoteando en esta había media docena de chicos totalmente desnudos. Vieron a los jinetes en el vado, y también a la muchacha, pero no les hicieron el menor caso.

Maldita sea, dijo Boyd.

Presionó los talones contra las costillas del caballo y lo hizo avanzar por los bancos arenosos. No se volvió a mirar a la muchacha, que observaba a los chicos con afable interés. Ella dirigió una mirada a Billy y pasó el otro brazo por la cintura de Boyd y se alejaron.

Cuando llegaron al río la muchacha se apeó del caballo, cogió las riendas, condujo a los dos animales hasta el agua y una vez allí le aflojó el látigo a Bird y se quedó con ellos mientras bebían. Boyd se sentó en la orilla con una de sus botas en la mano.

¿Qué pasa?, dijo Billy.

Nada.

Boyd recorrió el guijarral a la pata coja con la bota en la mano y cogió una piedra redonda, se sentó, metió el brazo en la bota y empezó a dar golpes con la piedra.

¿Te ha salido un clavo?

Sí.

Dile que traiga la escopeta.

Díselo tú.

La muchacha estaba en el río con los caballos.

Tráeme la escopeta, gritó Billy.

Ella lo miró. Se metió en la corriente por el lado izquierdo de Bird, sacó la escopeta del portacarabinas y se la llevó. Billy abrió la recámara del arma y sacó el cartucho, desmontó el cañón y se agachó delante de su hermano.

Trae, dijo. Dame la bota.

Boyd se la pasó y Billy la puso en el suelo, metió la mano y tanteó buscando el clavo; luego introdujo el cañón en la bota, aporreó el clavo, metió la mano, palpó otra vez y luego le devolvió la bota a Boyd.

Huelen que apestan, dijo.

Boyd se calzó la bota, se puso de pie y anduvo unos pasos. Billy montó la escopeta otra vez, empujó el cartucho en la recámara con el pulgar, cerró el arma, la dejó derecha sobre las guijas y se quedó sentado aguantándola. La muchacha había vuelto al río con los caballos.

¿Crees que los habrá visto?, preguntó Boyd.

¿A quién?

A esos chicos desnudos.

Billy miró pestañeando a Boyd, que estaba de espaldas al sol. Yo diría que sí, dijo. Que yo sepa no se ha quedado ciega de golpe, ¿verdad?

Boyd miró hacia donde estaba la muchacha.

No ha visto nada que no haya visto ya, dijo Billy.

¿Y eso qué se supone que significa?

Nada.

Y una mierda que no.

No significa nada. Una persona ve a otra desnuda y eso es todo. No empieces con las mismas. Demonios. Yo vi a la cantante de ópera en cueros allá en el río.

Sí hombre.

¿No me crees? Estaba dándose un baño, lavándose el pelo.

¿Cuándo fue eso?

Se lavó el pelo y se lo estrujó como si fuese una camisa mojada.

¿En pelota viva dices?

Ni las bragas.

¿Y por qué no me habías dicho nada?

No tienes por qué saberlo todo.

Boyd se mordió el labio inferior. Fuiste para allá y hablaste con ella, dijo.

¿Qué?

Fuiste para allá y hablaste con ella. Como si no hubieras visto nada, ¿verdad?

Bueno, ¿qué querías que hiciese? ¿Decirle que la había visto en cueros y luego ponerme a charlar?

Boyd se había acuclillado en la lengua de grava y se quitó el sombrero y lo sostuvo al frente con ambas manos. Contempló el río. ¿Tú crees que habría sido mejor quedarnos allá?

¿En el ejido?

Sí.

Ya. ¿Y esperar a que los caballos nos encuentren a nosotros?

No respondió. Billy se puso en pie y echó a andar por el guijarral. La muchacha trajo los caballos y él volvió a guardar la escopeta en su funda y miró a Boyd.

¿Estás listo para partir?, preguntó en voz alta.

Sí.

Ajustó las cinchas a su caballo y cogió las riendas que le tendía la muchacha. Cuando miró a Boyd, este seguía allí sentado.

¿Y ahora qué pasa?, preguntó.

Boyd se levantó muy despacio. No pasa nada, dijo. Nada que no pasara antes.

Miró a Billy. ¿Me has entendido?

Claro que te he entendido, dijo Billy.

A los tres días de viaje llegaron al cruce donde el viejo camino carretero bajaba de La Norteña en las sierras occidentales y cruzaba los llanos del Babícora y seguía a través del valle del Santa María hasta Namiquipa. Los días eran cálidos y secos y al término de cada jornada los jinetes y sus caballos tenían el color del camino. Habían cabalgado cruzando los campos hasta el río; Billy bajó la silla al suelo junto con los petates y mientras la chica organizaba el campamento él se llevó los caballos aguas abajo, se quitó las botas y la ropa y se metió en el río tirando de las riendas del caballo de Boyd, y allí se quedó, a la grupa de Bird y desnudo a excepción del sombrero, y vio cómo el polvo del camino se desprendía en la fría corriente formando una mancha pálida en el agua clara.

Los animales bebieron. Levantaron la cabeza y miraron corriente abajo. Al rato apareció de entre los árboles del otro lado un viejo que conducía una pareja de bueyes con una fusta de yóquey. Los bueyes iban uncidos a un yugo casero hecho de madera de tulipero tan blanqueada por el sol que más parecía un hueso viejo y magullado que tuvieran sobre el pescuezo. Vadearon el río con su despacioso movimiento ondulante y antes de ponerse a beber miraron río arriba y río abajo y finalmente a los caballos. El viejo permaneció al borde del agua y miró al chico desnudo montado en su caballo.

¿Cómo le va?, preguntó Billy.

Bien, gracias a Dios, respondió el anciano. ¿Y a usted?

Bien.

Hablaron del tiempo. Hablaron de las cosechas, asunto del que el viejo sabía mucho y el chico nada. El viejo le preguntó al chico si era vaquero y él dijo que sí y el viejo asintió. Dijo que aquellos caballos eran buenos. No había más que verlos. Su mirada vagó aguas arriba hacia donde la delgada columna de humo del campamento se levantaba en el aire sin viento.