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Es mi hermano, dijo Billy.

El viejo asintió. Iba vestido con la mugrienta manta blanca, típica de la región, con que los trabajadores cuidaban los campos semejando sucios reclusos extraviados de algún manicomio remoto que acababan acuchillando con rabia insensata la tierra misma. Los bueyes levantaron la cabeza del agua, primero uno, después el otro. El viejo los apuntó con la fusta como si fuese a bendecirlos.

¿Le gustan?, preguntó.

Claro, respondió Billy.

Miró cómo bebían. Le preguntó al viejo si los bueyes trabajaban de buena gana y el viejo consideró la pregunta y luego dijo que no lo sabía. Dijo que los bueyes no tenían otra opción. Miró a los caballos. ¿Y los caballos?, preguntó.

El chico dijo que le parecía que sí. Dijo que a algunos caballos les gustaba su trabajo. Que les gustaba conducir ganado. Luego dijo que los caballos eran distintos de los bueyes.

Un martín pescador pasó río arriba, cambió de rumbo, parloteó y luego sobrevoló nuevamente el río y siguió aguas arriba. Nadie lo miró. El viejo dijo que el buey era un animal próximo a Dios, como todo el mundo sabía, y que el silencio y el rumiar del buey eran, tal vez, como la sombra de un silencio más grande, de un pensamiento más profundo.

Alzó la vista. Sonrió. Dijo que en cualquier caso el buey era bastante listo como para trabajar y así evitar que lo mataran y se lo comieran, y que saber eso era una cosa útil.

Avanzó un poco y arreó a los animales para que salieran del agua. Los bueyes treparon por el guijarral, bufaron y estiraron el cuello. El viejo se volvió, con la fusta apoyada en un hombro.

¿Está lejos de su casa?, dijo.

El chico respondió que no tenía casa.

El viejo puso cara de preocupación. Dijo que alguna casa debía de tener, pero el chico le dijo que no. El viejo dijo que todos teníamos un lugar en este mundo y que rezaría por el chico. Luego condujo los bueyes entre los sauces y sicomoros a la luz del crepúsculo y rápidamente se perdió de vista.

Cuando Billy volvió al campamento era casi de noche. El perro se irguió y la muchacha vino a ocuparse de los lustrosos y chorreantes caballos. Rodeó la lumbre, y dio vuelta a la silla de montar que se estaba secando.

Quiere ir a Namiquipa a ver a su madre, dijo Boyd.

Se quedó mirando a su hermano. Por mí puede ir a donde guste, dijo.

Quiere que yo vaya con ella.

¿Que tú vayas con ella?

Sí.

¿Para qué?

No lo sé. Porque tiene miedo.

Billy clavó la mirada en las brasas. ¿Y tú quieres ir?, dijo.

No.

¿Entonces?

Le he dicho que puede llevarse el caballo.

Billy se acuclilló lentamente con los codos apoyados en las rodillas. Sacudió la cabeza. No, dijo.

No tiene otra manera de ir.

¿Qué mierda crees que va a pasar si alguien la ve montando en un caballo robado? Demonios. Cualquier caballo.

No es robado.

Una mierda que no. ¿Y cómo piensas recuperarlo?

Lo traerá ella.

Sí. Al caballo y al alguacil. ¿Para qué se escapó si ahora quiere volver?

No lo sé.

Yo tampoco. Hemos hecho un largo viaje por ese caballo.

Ya lo sé.

Billy escupió en el fuego. No me gustaría nada ser mujer en este país. ¿Qué se propone hacer cuando haya regresado?

Boyd no respondió.

¿Sabe ella en qué estamos metidos?

Sí.

¿Por qué no quiere hablar conmigo?

Tiene miedo de que la abandones.

Y por eso quiere llevarse el caballo.

Supongo que sí.

Y si no dejo que se lo lleve, ¿qué?

Supongo que se irá de todas formas.

Pues que se vaya.

La muchacha regresó. Dejaron de hablar, aun cuando ella no habría comprendido nada de lo que decían. Dispuso los cacharros sobre las brasas y fue al río por agua. Billy miró a Boyd. No estarás pensando en largarte con ella, ¿verdad?

Yo no voy a ninguna parte.

¿Y si no hubiese más remedio?

No sé de qué me hablas.

Si pensaras que iba a quedarse sola o que nadie podría cuidar de ella o que alguien podría molestarla. De eso. Serías capaz de irte con ella, ¿verdad?

Boyd se inclinó y con los dedos empujó hacia el fuego los extremos ennegrecidos de dos leños; luego se limpió los dedos en la pernera de los tejanos. No, dijo sin mirar a su hermano. Supongo que no.

Por la mañana cabalgaron hasta el cruce y allí se despidieron de la muchacha.

¿Cuánto dinero tenemos?, dijo Boyd.

Estamos casi sin blanca.

¿Por qué no le das lo que queda?

Sabía que lo dirías. ¿Con qué vas a comer?

Pues dale la mitad.

Está bien.

Ella esperó montada a pelo y miró a Boyd con sus negros ojos rebosantes y luego se apeó del caballo y lo rodeó con sus brazos. Billy los miró. Al levantar la vista y mirar hacia el sur vio que el cielo estaba poblándose de nubarrones. Se inclinó y escupió secamente a la carretera. Vámonos, dijo.

Boyd la subió al caballo y ella se volvió, lo miró con una mano en la boca, tiró de la rienda del caballo y se dirigió hacia el este por la estrecha carretera de tierra.

Cabalgaron rumbo al sur por la polvorienta calzada, de nuevo los dos a lomos del caballo de Billy. Ante ellos se elevaba el polvo del centro del camino y las acacias de la cuneta se retorcían y gemían al viento. Por la tarde se nubló y la lluvia empezó a salpicar la tierra y a repiquetear en el ala de sus sombreros. Se cruzaron con tres hombres a caballo. Caballos mal escogidos, peor enjaezados. Billy se volvió hacia ellos y vio que lo miraban.

¿Reconocerías a los mexicanos a los que les quitamos la chica?, preguntó.

No lo sé. Creo que no. ¿Y tú?

No lo sé. Probablemente no.

Siguieron cabalgando bajo la lluvia. Al rato Boyd dijo: ellos sí nos reconocerían.

Sí, dijo Billy. Ellos sí.

La carretera se estrechaba al adentrarse en los montes. El paisaje era una monótona sucesión de pinares y la hierba rala y larguirucha de los prados no parecía apropiada para el sustento de un caballo. Se turnaron caminando en las pendientes de vaivén, llevando el caballo de las riendas o caminando al lado de él. Al anochecer acamparon en un pinar. Las noches volvían a ser frías y cuando entraron en el pueblo de Las Varas llevaban dos días sin comer. Cruzaron la vía del tren y pasaron por delante de unos grandes almacenes de adobe con sus contrafuertes de barro y sus rótulos que rezaban Puro maíz y Compro maíz. A lo largo de los apartaderos había montones de costeros amarillos de pino aserrado y el aire olía a rancio por el humo de los piñones. Pasaron junto a la pequeña estación estucada con su techumbre de cinc y bajaron hasta el pueblo. Las casas eran de adobe con tejados muy inclinados de ripia, y había montones de leña en los patios y cercados hechos con tablas de pino. Un perro de aspecto temerario al que le faltaba una pata se acercó a ellos cojeando por la calle y luego se apartó.

Atácalo, Trooper, dijo Boyd.

Mierda, dijo Billy.

Comieron en lo que en aquel tosco país pasaba por ser un café. Tres mesas en una estancia vacía y oscura.

Yo creo que hace más calor fuera que aquí dentro, dijo Billy.

Boyd miró por la ventana al caballo que aguardaba en la calle. Luego volvió la vista hacia la parte de atrás del local.

¿Tú crees que estará abierto este sitio?

Al cabo de un rato entró una mujer por la puerta de atrás y se plantó delante de ellos.

¿Qué tiene de comer?, preguntó Billy.

Tenemos cabrito.

¿Qué más?

Enchiladas de pollo.

¿Qué más?

Cabrito.

Yo no pienso comer cabrito, dijo Billy.

Ni yo.