La loba se adentró por el oeste en el condado de Cochise, en el estado de Arizona, atravesó el horcajo meridional del arroyo Skeleton y siguió hacia el oeste hasta la punta del cañón Starvation, y luego al sur hasta el manantial Hog Canyon. Luego, de nuevo al este, hasta los altos situados entre los arroyos Foster y Clanton. De noche bajaba hasta el valle de las Ánimas y batía el terreno en busca de antílopes salvajes, a los que veía pasar y girar en el polvo que se elevaba como humo del lecho de la cuenca; observaba la precisa articulación de sus miembros y los oscilantes movimientos de sus cabezas, y el modo en que se agrupaban lentamente y lentamente echaban de nuevo a correr, buscando entre todos ellos algo que pudiese designar como su presa.
En esa época del año las hembras ya llevaban crías, y como a menudo abortaban al menos favorecido, la loba topó en dos ocasiones con aquellos pálidos nonatos calientes aún y boquiabiertos, de un azul lechoso y casi translúcidos al alba, semejantes a seres extraviados provenientes de otro mundo. Hasta los huesos comió de aquellos ciegos moribundos que yacían en la nieve. Antes de salir el sol la loba estaba de nuevo en el llano y levantaba el hocico desde su puesto de observación en un promontorio bajo o en una roca orientada al valle, y aullaba una y otra vez a aquel terrible silencio. Habría abandonado para siempre la región si no hubiese sido porque hasta ella llegó el olor de un lobo cuando pasaba por el desfiladero al oeste de Black Point. Se detuvo como si hubiera chocado contra una pared.
Estuvo casi una hora dando vueltas en torno a la trampa, clasificando e inventariando los diversos olores y ordenándolos por secuencias en un esfuerzo por reconstruir lo que allí había ocurrido. Cuando partió lo hizo en dirección al sur por el desfiladero, siguiendo las huellas que los caballos habían dejado hacía entonces treinta y seis horas.
Al anochecer había encontrado las ocho trampas y se hallaba de nuevo en la cañada donde empezó a gemir alrededor del cepo. Luego se puso a excavar. Cavó un hoyo paralelo a la trampa hasta que la tierra dejó al descubierto las mandíbulas. La miró fijamente. Volvió a cavar. Cuando abandonó el lugar el cepo estaba apenas cubierto por un puñado de tierra suelta sobre el papel encerado que cubría la cazoleta, y cuando por la mañana el muchacho y su padre llegaron a la cañada eso fue lo que encontraron.
El padre se apeó del caballo e inspeccionó la trampa mientras el chico lo observaba sentado. Volvió a montar el cepo, se incorporó y sacudió la cabeza con expresión de duda. Recorrieron a caballo el resto de las trampas, cuando a la mañana siguiente regresaron, el primer cepo y otros cuatro estaban descubiertos. Recogieron tres de las trampas y utilizaron los cepos para poner trampas sin cebar en la vereda.
¿Cómo podemos impedir que una vaca las pise?, preguntó el chico.
De ninguna manera, dijo su padre.
Tres días después encontraron otro ternero muerto. Al cabo de cinco días una de las trampas sin cebar apareció fuera de su sitio; los muelles del cepo habían saltado.
Por la tarde cabalgaron hasta el SK Bar y fueron a ver de nuevo a Sanders. Se sentaron en la cocina y le contaron al viejo todo lo que había ocurrido, y el viejo asintió con la cabeza.
Echols me dijo una vez que intentar ganarle la partida a un lobo es como intentarlo con un chaval. No es que sean más listos, sino que no tienen tantas cosas en que pensar, sencillamente. Yo lo acompañé un par de veces. Echols ponía una trampa en algún sitio y no se veía el menor rastro de que la hubieran tocado y yo le preguntaba por qué seguía poniéndola allí, pero la mitad de las veces no sabía qué responderme. No lo sabía.
Subieron a la cabaña, cogieron seis trampas más, se las llevaron a casa y las hirvieron. Por la mañana, la madre entró en la cocina para preparar el desayuno y encontró a Boyd sentado en el suelo encerando los cepos.
¿Crees que eso te servirá para que te levanten el castigo?, preguntó.
No.
¿Cuánto tiempo piensas seguir malhumorado?
Yo no soy el que está malhumorado. Él puede ser tan tozudo como tú.
Entonces supongo que nos la vamos a cargar.
Su madre se quedó junto al hornillo mirándolo trabajar. Luego se volvió, cogió del estante la sartén de hierro y la puso sobre el hornillo. Abrió la portezuela del fuego para meter leña, pero él ya lo había hecho.
Cuando hubieron terminado de desayunar su padre se limpió la boca, dejó la servilleta sobre la mesa y apartó la silla hacia atrás.
¿Dónde están los cepos?
Tendidos fuera, respondió Boyd.
Se levantó y salió de la habitación. Billy apuró su taza y la dejó en la mesa, delante de él.
¿Quieres que le diga algo de tu parte?
No.
Está bien. No diré nada. Seguramente tampoco serviría de mucho.
Cuando al cabo de diez minutos su padre volvió del establo, Boyd estaba en mangas de camisa junto a la pila de leña partiendo trozos para la cocina.
¿Quieres venir con nosotros?, preguntó su padre.
Bueno, respondió Boyd.
Su padre se metió en la casa. Al rato salió Billy.
Pero ¿qué demonios te pasa?, dijo.
A mí no me pasa nada. ¿Y a ti?
No seas burro. Coge la chaqueta y vámonos.
Por la noche había nevado en las montañas y había más de un palmo de nieve en el desfiladero al oeste de Black Point. Su padre llevó el caballo del diestro siguiendo el rastro de la loba por la nieve, y así estuvieron toda la mañana en los montes, hasta que ella se apartó de la nieve justo encima del camino del arroyo Cloverdale. Él se apeó y miró hacia campo abierto en dirección al lugar por el que la loba se había ido, volvió a montar y dieron media vuelta para comprobar las trampas que habían puesto al otro lado del desfiladero.
Lleva cachorros, dijo el padre.
Colocó otras cuatro trampas sin cebo en la vereda y luego regresaron. Boyd tiritaba y tenía los labios morados. Su padre retrocedió un poco, se quitó la chaqueta y se la dio.
No tengo frío, dijo Boyd.
No te pregunto si tienes frío. Póntela.
Dos días después Billy y su padre repitieron el trayecto y descubrieron que una de las trampas sin cebo que había en la vereda bajo el límite de las nieves perpetuas había sido sacada de sitio. Treinta metros sendero abajo, en un lugar donde el lodo se había mezclado con la nieve derretida, vieron pisadas de vaca. Un poco más allá encontraron la trampa. Los dientes del ancla estaban enganchados; el animal se había soltado dejando en la cara inferior de las mandíbulas del cepo un festón de pellejo sanguinolento semejante a un acordeón.
Pasaron el resto de la mañana buscando en la pradera la vaca coja, pero no pudieron dar con ella.
Tú y Boyd ya tenéis trabajo para mañana, dijo su padre.
Sí, señor.
No quiero que salga de casa medio desnudo como hizo el otro día.
Sí, señor.
A primera hora de la tarde siguiente, él y Boyd encontraron la vaca. Estaba cerca de los cedros y los miraba. El resto del ganado fluía lentamente junto a la linde inferior de la vega. Era una vaca vieja y seca, y probablemente iba sola cuando pisó la trampa, allá en la montaña. Se adentraron en el bosque para obligarla a salir a campo abierto, pero cuando la vaca vio qué se proponían dio media vuelta y se metió de nuevo entre los cedros. Boyd espoleó a su caballo, le cortó el paso a la vaca entre los árboles y le echó un lazo. Cuando la vaca tiró de la cuerda, la cincha de la montura se partió y la silla se deslizó debajo de él y desapareció cuesta abajo detrás de la vaca golpeando con estrépito los troncos de los árboles.