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Vamos. Di lo que piensas, dijo.

No tengo nada que decir.

Bien.

¿Listo?

Sí.

Boyd retiró su bota del estribo y Billy metió el pie y montó detrás de él.

Mucha ignorancia suelta, si quieres saber mi opinión, dijo Boyd.

Creí que no tenías nada que decir.

Boyd no replicó. El perro mudo, que se había escondido entre la maleza de la cuneta, volvió a salir y se quedó esperando. Boyd no hacía nada.

¿Y ahora qué esperas?, dijo Billy.

Espero que me digas hacia dónde quieres ir.

¿Adónde mierda te parece que hemos de ir?

Se supone que hemos de estar en Santa Ana de Babícora dentro de tres días.

Pues puede que lleguemos tarde.

¿Y los papeles?

¿De qué demonios sirven los papeles sin el caballo? Además, ya has visto qué valor tienen los papeles en este país.

Uno de los chicos que partieron con los caballos llevaba un rifle en una funda.

Lo he visto. No soy ciego.

Boyd hizo doblar al caballo y partieron hacia el oeste por la carretera. El perro se puso a trotar a la izquierda del caballo, al amparo de su sombra.

¿Quieres dejarlo estar?, preguntó Billy.

Yo no he dicho nada de dejarlo.

Esto no es como en casa.

Nunca he dicho que lo fuera.

No quieres utilizar el sentido común. Hemos viajado demasiado como para volver muertos a nuestro país.

Boyd presionó los flancos del caballo con los tacones de sus botas y el caballo avivó el paso. ¿Crees que existe algún lugar tan lejos? dijo.

Vieron las huellas de los dos jinetes y los tres caballos allí donde se habían incorporado a la carretera y una hora después se encontraban nuevamente en el sitio donde habían visto por primera vez a los caballos, junto al lago. Boyd cabalgó lentamente por el borde del camino escrutando el suelo hasta que vio huellas de caballos herrados y sin herrar que habían dejado la carretera para dirigirse hacia el norte por los ondulados pastos.

¿Adónde crees que se dirigen?, preguntó.

No lo sé, respondió Billy. Tampoco sé de dónde han venido.

Cabalgaron hacia el norte durante toda la tarde. Empezaba a oscurecer cuando desde una cuesta divisaron a los jinetes conduciendo los caballos, que ahora eran aproximadamente una docena, a ocho kilómetros de distancia por la azul y refrescante pradera.

¿Crees que serán ellos?

Es lo más probable, dijo Billy.

Siguieron cabalgando. Se adentraron en la oscuridad y cuando ya era de noche y no se veía se detuvieron y escucharon sin desmontar. No se oía otro sonido que el del viento en la hierba. El lucero de la tarde estaba bajo en el horizonte de poniente, redondo y rojo como un sol encogido. Billy se apeó, cogió las riendas que le tendía su hermano y guió el caballo del diestro.

Está oscuro como boca de lobo.

Ya. El cielo está muy tapado.

Así es muy fácil que te pique una serpiente.

Yo llevo botas. El caballo no.

Coronaron una loma y Boyd se puso de pie en los estribos.

¿Los ves?, preguntó Billy.

No.

¿Qué se ve?

Nada. No hay nada que ver. Oscuridad y más oscuridad.

Quizá no han tenido tiempo de encender fuego.

Quizá piensan cabalgar toda la noche.

Avanzaron por la cresta de la loma.

Allá están, dijo Boyd.

Ya los veo.

Descendieron por la ladera opuesta hasta un terreno pantanoso y buscaron un lugar donde guarecerse del viento. Boyd echó pie a tierra y Billy le pasó las riendas.

Busca algo donde atarlo. No lo manees y no se te ocurra estacarlo. En cuanto vea la remuda va a ponerse muy nervioso.

Bajó la silla, las mantas y la alforja.

¿Quieres que encendamos un fuego?, preguntó Boyd.

¿Con qué?

Boyd se adentró en la noche con el caballo. Regresó al cabo de un rato.

No encuentro nada donde atar el caballo.

Déjamelo a mí.

Hizo un lazo con la cuerda, se lo pasó al caballo por la cabeza y enrolló el otro cabo a la perilla de la silla.

Dormiré con la silla por almohada, dijo. Si se aleja más de diez o doce metros me despertará.

Qué oscuro está todo, dijo Boyd.

Sí. Creo que va a llover.

Por la mañana, al mirar hacia el norte desde la cresta de la loma no vieron fuego ni humo de lumbre. Los nubarrones habían pasado de largo y era un día sereno y despejado. En los sinuosos prados no se veía absolutamente nada.

Qué país, dijo Billy.

¿Tú crees que han salido pitando?

Ya los encontraremos.

Siguieron adelante y un kilómetro y medio al norte empezaron a atajar en busca del rastro. Encontraron los restos de una hoguera; Billy se agachó, sopló en las cenizas y escupió en las brasas, pero estas no sisearon.

Esta mañana no han encendido fuego.

¿Crees que nos habrán visto?

No.

Imagínate lo temprano que se habrán marchado.

Ya lo sé.

¿Y si están escondidos para tendernos una zalagarda?

¿Una zalagarda?

Sí.

¿Dónde has oído esa palabra?

No lo sé.

No se han escondido. Simplemente han madrugado mucho.

Montaron y reemprendieron la marcha. Pudieron ver el rastro de los caballos donde habían pasado entre la hierba.

Hemos de estar alerta para no subir una de esas lomas y topar con ellos, dijo Boyd.

Ya he pensado en eso.

Podríamos perder sus huellas.

No las perderemos.

¿Y si el terreno se vuelve duro y pedregoso? ¿Has pensado en eso?

¿Y si se acaba el mundo?, dijo Billy. ¿Has pensado en eso?

Sí. Yo sí lo he pensado.

A media mañana vieron desfilar a los jinetes conduciendo los caballos por un cerro que se elevaba tres kilómetros al este. Una hora después llegaron a una carretera que iba de este a oeste; se detuvieron sin desmontar y estudiaron el terreno. En el polvo se apreciaban las huellas de una numerosa remuda de caballos. Miraron hacia el este, por donde los caballos se habían ido. Siguieron la carretera hacia el este y pasado el mediodía vieron delante de ellos la intermitente neblina de polvo elevándose allá por donde habían pasado los caballos. Transcurrida una hora llegaron a un cruce de caminos. Llegaron a un lugar donde una arroyada salía de las montañas del norte y cruzaba y continuaba hacia el sur por la ondulada región. Parado en la carretera a lomos de un buen caballo americano de silla vieron a un hombre menudo y moreno de edad indeterminada con un sombrero Stetson y un par de botas caras provistas de tacones muy sesgados. Se había echado el sombrero hacia atrás y mientras fumaba tranquilamente un cigarrillo miraba cómo se acercaban por la carretera.

Billy aflojó el paso, escudriñó el terreno por-si había otros caballos, otros jinetes. Detuvo el caballo a poca distancia del hombre y se echó el sombrero hacia atrás. Buenos días, dijo.

El hombre los estudió brevemente con sus ojos negros. Tenía las manos dobladas sobre la perilla de su silla y el cigarrillo ardía flojo entre sus dedos. Cambió ligeramente de postura en la silla y desvió la mirada hacia la arroyada que tenía a su espalda, donde la tenue polvareda de la remuda flotaba aún levemente en el aire como una neblina de polen estival.

¿Qué planes tenéis?, dijo.

¿Cómo dice?, preguntó Billy.

Qué planes tenéis. Los planes.

Levantó el cigarrillo, dio una lenta calada y exhaló el humo hacia delante. Parecía no tener ninguna prisa.

¿Quién es usted?, dijo Billy.

Me llamo Quijada. Trabajo para el señor Simmons. Soy el gerente del Nahuerichic.

Dio otra lenta calada a su cigarrillo.

Dile que estamos buscando nuestros caballos, dijo Boyd.