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No lo sé. A veces pienso que siempre tendrá algo que decir.

Al mediodía siguiente entraron en Boquilla y Anexas llevando los caballos sueltos delante de ellos. Boyd se quedó con los caballos mientras Billy entraba en una tienda y compraba doce metros de cuerda de poco más de un centímetro para hacer unos ronzales. La mujer que atendía el mostrador estaba midiendo tela de un rollo. Sosteniendo la tela con el mentón midió el largo de un brazo, cortó la tela con una regla recta y un cuchillo, la dobló y se la pasó por el mostrador a una chica. La chica sacó con parsimonia unos tlacos viejos y unos pesos y billetes arrugados y la mujer lo contó todo y le dio las gracias y la chica partió con la tela doblada bajo el brazo. Cuando la chica se hubo marchado la mujer se acercó a la ventana y la miró. Dijo que la tela era para el padre de la chica. Billy dijo que con eso le haría una bonita camisa, pero la mujer dijo que no era para una camisa sino para forrar su ataúd por dentro. Billy miró por la ventana. La mujer dijo que la familia de la chica no era rica. Que había aprendido aquellas extravagancias trabajando para la esposa del hacendado y que se había gastado el dinero que guardaba para su boda. La chica estaba cruzando la polvorienta calle con la tela bajo el brazo. Tres hombres que había en una esquina apartaron la vista cuando ella se aproximó, y dos de ellos la siguieron con la mirada cuando hubo pasado.

Se sentaron a la sombra de una pared encalada y de una bolsa vacía sacaron unos tacos grasientos que le habían comprado a un vendedor ambulante y se los comieron. El perro observaba. Billy hizo una bola con la bolsa vacía y se limpió las manos en sus tejanos; luego sacó su navaja y midió un largo de cuerda con los brazos estirados.

¿Vamos a quedarnos aquí?, preguntó Boyd.

Sí. ¿Por qué? ¿Tienes una cita en alguna otra parte?

¿Y si fuésemos allá abajo y nos quedáramos en la alameda?

Está bien.

¿Por qué crees que no han marcado los caballos?

No lo sé. Probablemente habrán estado viajando por toda la región.

Tal vez deberíamos marcarlos nosotros.

¿Y con qué, si puede saberse?

No lo sé.

Billy cortó la cuerda, dejó la navaja a un lado y anudó el bozo. Boyd se llevó a la boca el último pedazo de taco y se sentó a masticar.

¿Tú qué crees que hay en estos tacos?, preguntó.

Gato.

¿Gato?

Pues claro. ¿No ves cómo te mira el perro?

No son capaces, dijo Boyd.

¿Has visto algún gato por la calle?

Hace demasiado calor para los gatos.

¿Has visto alguno a la sombra?

Seguro que alguno habrá escondido por ahí tomando el fresco.

¿Cuántos gatos has visto sea donde sea?

Tú no te comerías un gato, dijo Boyd. Ni para verme comer a mí uno.

Puede que sí.

No lo creo.

Si tuviera mucha hambre sí.

Tanta hambre no tienes.

Yo estaba muerto de hambre. ¿Tú no?

Claro. Ahora no. No hemos comido gato, ¿verdad?

No hombre.

¿Te habrías dado cuenta?

Claro. Y tú también. Pensaba que querías llegar a la alameda.

Te estoy esperando.

Ahora las lagartijas, dijo Billy. Apenas se las diferencia del pollo.

Maldita sea, dijo Boyd.

Arrearon los caballos calle arriba bajo la sombra de unos árboles pintados y Billy ató unos cabestros con cabos colgantes para que los animales pudieran andar si les apetecía apartarse de ellos. Boyd permaneció tumbado en la hierba reseca con el perro por almohada y el sombrero sobre los ojos hasta que se durmió. La calle estuvo desierta toda la tarde. Billy les puso los cabestros a los caballos, los ató, se estiró en la hierba y al cabo de un rato también se durmió.

Al caer la tarde un solitario jinete a lomos de un caballo poco acorde con su condición humilde se detuvo en la calle frente a la alameda, miró detenidamente a los chicos dormidos en la hierba y luego dirigió su atención a los caballos. Se inclinó a escupir. Por fin, hizo girar el caballo en redondo y se fue por donde había venido.

Cuando Billy despertó se puso de pie y miró a su hermano. Boyd se había puesto de lado y tenía al perro cogido con un brazo. Alargó la mano y levantó del polvo el sombrero de su hermano. El perro abrió un ojo y lo miró. Por la calle se acercaban cinco jinetes.

Boyd, dijo.

Boyd se incorporó y buscó su sombrero.

Por allá vienen, dijo Billy. Se incorporó, se dirigió a donde estaba Bird, le ajustó el látigo, desató las riendas y montó. Boyd se puso el sombrero y se encaminó hacia los caballos. Desató a Niño, lo llevó hasta uno de los pequeños bancos de hierro y se subió al banco y pasó una pierna por encima del lomo del animal, todo ello con un único movimiento y sin parar siquiera el caballo; luego volvió y dejando atrás los árboles salió a la calle. Llegaron los jinetes. Billy miró a Boyd. Boyd estaba montado con el cuerpo ligeramente inclinado y las palmas boca abajo sobre la cruz del caballo. Escupió a un costado y se secó la boca con el dorso de la muñeca.

Se acercaron lentamente. Ni siquiera miraron los caballos que estaban bajo los árboles. A excepción del jinete manco, todos eran jóvenes y no parecían llevar armas.

Allá está nuestro amigo, dijo Billy.

El jefe.

Yo no creo que tenga mucho de jefe.

¿Ah no?

No estaría aquí. Habría mandado a alguien. ¿Reconoces a alguno de los otros?

No. ¿Por qué lo dices?

Solo me preguntaba si habremos de vérnoslas con una cuadrilla muy numerosa.

El mismo hombre de idénticas botas labradas e idéntico sombrero chato ladeó ligeramente su caballo, como si tuviera intención de pasar de largo. Luego enderezó el caballo otra vez. Finalmente sofrenó el caballo delante de los dos hermanos y asintió. Bueno, dijo.

Quiero mis papeles, dijo Billy.

Los jóvenes que esperaban detrás se miraron. El manco estudió detenidamente a los dos chicos. Les preguntó si se habían vuelto locos. Billy no respondió. Extrajo el papel del bolsillo y lo desdobló. Dijo que tenía factura de los caballos.

¿Factura de dónde?, dijo el manco.

De La Babícora.

El manco volvió la cabeza y escupió en el polvo de la calle sin dejar de mirar a Billy. La Babícora, dijo.

Sí .

¿Firmada por quién?

Firmada por el señor Quijada.

No se alteró en absoluto. Quijada no es alguacil, dijo.

Es gerente, dijo Billy.

El manco se encogió de hombros. Pasó el lazo de las riendas por encima del borrén delantero y alargó su única mano. Permítame, dijo.

Billy dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Dijo que habían vuelto por los otros dos caballos. El hombre volvió a encogerse de hombros. Dijo que no podía ayudarlos. Dijo que no podía ayudar a los jóvenes americanos.

No necesitamos su ayuda, dijo Billy.

¿Cómo?

Pero Billy ya había tirado de las riendas hacia la derecha y llevado el caballo al centro de la calle. Quédate ahí, Boyd, dijo. El jefe se volvió hacia el jinete que estaba a su derecha. Le dijo que se encargara de los caballos.

No toque esos caballos, dijo Billy.

¿Cómo?, dijo el jefe. ¿Qué?