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Boyd se apartó de los árboles.

Quédate ahí, dijo Billy. Haz lo que te digo.

Dos de los jinetes habían avanzado hacia los caballos atados. El tercero quiso ponerse delante del caballo de Boyd, pero este picó a su caballo y lo situó en mitad de la calle.

Ponte detrás, dijo Billy.

El jinete se volvió hacia su jefe. Niño puso los ojos blancos y comenzó a piafar. El manco había cogido las riendas de su caballo con los dientes y se disponía a desabotonar la solapa de su pistolera. La actitud de Niño debió de comunicar alguna información desagradable a los otros caballos que estaban en la calle, pues el del jefe empezó a agitarse y sacudir la cabeza. Billy se quitó el sombrero de golpe y metió piernas a su caballo y pasó el sombrero por delante de los ojos del caballo del jefe, que se empinó de repente, se acodilló y dio dos pasos hacia atrás. El jefe asió la gran perilla plana de su silla y en el momento de hacerlo el caballo retrocedió otra vez, se volvió y pateó el sombrero del jefe, que voló a ras de suelo. Al volverse Billy vio arbolarse a Niño y a Boyd apretar con los talones los flancos del caballo. El del jefe había doblado las rodillas y después de piafar y forcejear se lanzó calle abajo arrastrando las riendas anudadas y zarandeando los estribos. El jefe yacía en el suelo. Sus ojos iban de un lado a otro captando los rencorosos movimientos de los caballos que había alrededor de él. Miró su sombrero aplastado en la calle.

La pistola estaba en el suelo. De los jinetes que iban con el jefe dos estaban tratando de contener a sus caballos bajo los árboles, donde embestían y tiraban de los ronzales, y uno había desmontado y se acercaba a ayudar al que estaba en tierra. El cuarto jinete se volvió y miró la pistola. Boyd se deslizó del caballo, al tiempo que bajaba las riendas por encima de su cabeza y de un puntapié mandó la pistola al centro de la calle. Niño intentó empinarse otra vez y casi lo levantó del suelo, pero Boyd lo hizo bajar, se plantó delante del jinete montado, le cortó el paso cuando el otro había dado ya la vuelta y metió dos dedos por los ollares del caballo del otro, que retrocedió debatiéndose. Luego trajo a Niño trotando detrás de él y se agachó para coger la pistola del suelo y se la metió en el cinto y agarró un manojo de crin, montó e hizo girar al caballo sobre sí mismo.

Billy estaba de pie en la calle. De los otros vaqueros, uno también había desmontado y ahora había dos arrodillados en el polvo intentando incorporar a su jefe. Pero el jefe no podía sentarse. Lo pusieron de pie, pero él se derrumbó en brazos de sus hombres como un pelele. Debían de pensar que solo estaba aturdido, porque siguieron hablándole y palmeándole las mejillas. En la calle había empezado a reunirse un grupo de espectadores. Los otros dos jinetes descabalgaron, dejaron las riendas sueltas y se acercaron a la carrera.

No vale la pena, dijo Billy.

Uno de los vaqueros se volvió y lo miró. ¿Cómo?, dijo.

Es inútil, dijo Billy. Se ha roto el espinazo.

¿Mande?

Se ha roto la espalda, dijo.

A un kilómetro y medio al norte del pueblo abandonaron la carretera y siguieron hacia el oeste hasta llegar al río. Boyd había ahuyentado a los otros caballos mientras los jinetes estaban en la calle al lado de su jefe, y ahora tenían a todos los caballos. Era casi de noche. Se sentaron en un guijarral y observaron a los caballos en el agua recortados contra el cielo que se enfriaba. El perro se metió en la corriente, bebió, levantó la cabeza y los miró.

¿Se te ocurre alguna idea?, preguntó Boyd.

No. Ninguna.

Se quedaron mirando los caballos, nueve en total.

Seguramente tendrán a alguien capaz de seguirle las huellas a una lagartija por una pendiente de roca.

Es probable.

¿Qué vamos a hacer con sus caballos?

No lo sé.

Boyd escupió.

Si recuperan sus caballos tal vez nos dejen en paz.

Y una mierda.

No van a esperar a que se haga de día.

Lo sé.

¿Sabes qué harán con nosotros?

Me lo imagino.

Boyd arrojó una piedra al agua. El perro se volvió y miró hacia donde había desaparecido.

No podemos conducir estos caballos a oscuras sin conocer la región, dijo.

No pensaba hacerlo.

Bueno, pues ¿por qué no dices qué piensas hacer?

Billy se puso de pie y miró beber a los caballos. Creo que deberíamos separar sus caballos, llevarlos a ese promontorio de allá y hacerlos volver a Boquilla. Antes o después llegarán.

De acuerdo.

Déjame la pistola.

¿Qué vas a hacer con ella?

Meterla en la mochila del hombre, que es donde debe estar.

¿Tú crees que está muerto?

Si no está, lo estará.

Entonces da lo mismo.

Billy miró los caballos en el río. Luego miró a Boyd. Bueno, dijo, pues si da lo mismo, dame la pistola.

Boyd se sacó la pistola del cinto y se la entregó. Billy se la metió en el cinturón, entró en el agua, montó en Bird, separó a los cinco caballos de Boquilla y los arreó para sacarlos del río.

Procura que nuestros caballos no vengan detrás, dijo.

No lo harán.

Y no hables con nadie mientras estoy fuera.

Vete.

No enciendas fuego ni nada.

Vete ya. Que no soy idiota.

Billy partió al galope y desapareció detrás de la loma. El sol estaba bajo y había empezado el largo anochecer de las zonas de montaña. Los otros tres caballos subieron a la orilla uno detrás de otro y empezaron a pacer en la buena hierba de la ribera. Cuando Billy volvió, había oscurecido. Cabalgó directamente desde el llano hasta el campamento.

Boyd se levantó. Tienes que darle rienda suelta.

Eso he hecho. ¿Estás listo?

Cuando tú digas.

Pues vamos.

Reunieron los caballos, los condujeron al otro lado del río y partieron tierra adentro. Alrededor de ellos los llanos aparecían azulados y desprovistos de vida. El delgado cuerno de luna yacía boca arriba en el oeste semejante a un grial, y la brillante silueta de Venus flotaba justo encima de la luna como una estrella precipitándose sobre una barca. Siguieron a campo abierto apartándose del río y cabalgaron toda la noche. De madrugada acamparon en una quemada de árboles calcinados, negros y mellados sobre un alto, aproximadamente a un kilómetro y medio al oeste del río. Desmontaron y buscaron señales de agua, pero no encontraron ninguna.

Aquí debió de haber agua en otro tiempo, dijo Billy.

Quizá la secó el fuego.

Un manantial. Algo.

No hay hierba. Ni nada.

Es una quemada vieja. De años.

¿Qué quieres que hagamos?

Dejarlo correr. Dentro de un momento amanecerá.

De acuerdo.

Ve por tu petate. Yo vigilaré un rato.

Ojalá tuviera uno.

Los forajidos van ligeros de equipaje.

Estacaron los caballos y Billy cogió la escopeta y se sentó entre los restos de árboles quemados. La luna estaba baja. No soplaba ni pizca de viento.

¿Qué hacía él con los papeles de Niño y sin el caballo?, dijo Boyd.

No lo sé. Buscar un caballo que encajara. Duérmete.

Hoy en día los papeles no valen nada.

Ya lo sé.

Tengo un hambre de cojones.

¿Desde cuándo sueltas tacos?

Desde que dejé de comer.

Bebe un poco de agua.

Ya lo he hecho.

Duérmete ya.

Por el este empezaba a clarear. Billy se incorporó y escuchó.

¿Qué oyes?, preguntó Boyd.

Nada.

Este sitio es horripilante.

Lo sé. Duérmete.

Se sentó con el arma acunada en el regazo. Se oía a los caballos comer hierba en el prado.

¿Duermes?, preguntó.