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No.

Tengo los papeles.

¿Los papeles de Niño?

Sí.

Y una mierda.

No. En serio.

¿De dónde los has sacado?

Estaban en la mochila. Los vi cuando fui a guardar la pistola.

Que me aspen.

Siguió con la escopeta entre las manos, escuchando a los caballos y, más allá, el silencio del mundo. Al rato Boyd dijo: ¿Dejaste la pistola en su sitio?

No.

¿Por qué?

Porque no.

¿La tienes encima?

Sí. Duérmete.

Cuando se hizo de día, Billy se puso de pie y fue a ver en qué clase de región estaban. El perro se levantó y lo siguió. Caminó hasta lo alto del promontorio y se acuclilló apoyado en la escopeta. A un kilómetro y medio de distancia unas reses de color pálido pacían en el llano que se extendía hacia el norte. Aparte de eso, nada. Cuando volvió a los árboles se quedó mirando a su hermano, que seguía tumbado.

Boyd, dijo.

Qué.

¿Listo para montar?

Su hermano se incorporó y miró alrededor. Sí, dijo.

Podríamos volver a la hacienda. Aquella señora nos escondería.

¿Hasta cuándo?

No lo sé.

Deberíamos estar allí mañana.

Sí. Qué se le va a hacer.

¿Cuánto tardaríamos en llegar a la hacienda?

No lo sé. Vamos.

Partieron rumbo al norte y cabalgaron hasta que divisaron el río. Había reses pastando junto a los árboles, en los remansos. Descansaron sin desmontar y contemplaron la ondulada pradera que se extendía hacia el sur.

¿Se puede matar una vaca con una escopeta?, preguntó Boyd.

Desde cerca sí.

¿Y con una pistola?

Tendrías que acercarte mucho para poder darle.

¿Cómo de cerca?

No vamos a matar ninguna vaca. Venga.

Algo tendremos que comer.

Ya lo sé. Vamos.

Cruzaron el río por los bancos y cuando llegaron al otro lado buscaron un camino, pero allí no había ningún camino. Siguieron el río hacia el norte y a primera hora de la tarde entraron en San José, un puñado de chozas bajas de barro de lúgubre aspecto. Mientras iban por el sendero lleno de baches con su reata de caballos unas mujeres los miraron cautelosamente desde los portales bajos.

¿Qué crees que pasa?, preguntó Boyd.

No lo sé.

Quizá nos toman por gitanos.

Quizá nos toman por ladrones de caballos.

Una cabra los miró con sus ojos de ágata desde un tejado bajo.

Un cabrón, dijo Billy.

Menudo sitio este, dijo Boyd.

Encontraron una mujer que les dio de comer, y se sentaron en una esterilla de juncos sobre el piso de arcilla a comer atole frío de unos cuencos hechos de arcilla sin cocer. Al rebañar los cuencos las tortillas salieron sucias de barro y arenosas. Quisieron pagar, pero la mujer no aceptaba dinero. Billy insistió en darle algo para los niños, pero la mujer dijo que no había niños.

Esa noche acamparon en un bosquecillo de chopos que crecía junto al río. Dejaron los caballos atados en la hierba de la ribera, se quitaron la ropa y nadaron a oscuras en el río. El agua era sedosa y fría. El perro se sentó en la orilla y los miró. Por la mañana Billy se levantó antes de que amaneciera y fue a soltar a Niño; lo condujo de nuevo al campamento, lo ensilló y montó llevándose la escopeta.

¿Adónde vas?, dijo Boyd.

A ver si consigo algo de comer.

Está bien.

Tú quédate aquí. No tardaré mucho.

¿Adónde iba a ir?

No lo sé.

¿Qué tengo que hacer si viene alguien?

No vendrá nadie.

Y si viene alguien, ¿qué?

Billy lo miró. Boyd estaba agachado, con la manta sobre los hombros, y se lo veía muy flaco y andrajoso. Lo miró y luego dirigió la vista más allá de los pálidos troncos de chopos hacia la desierta y ondulada pradera que emergía bajo la luz grisácea del alba.

Me parece que lo que quieres es que deje la pistola.

Creo que sería muy buena idea.

¿Sabes cómo disparar?

Sí, caray.

Tiene dos seguros.

Ya lo sé.

Está bien.

Sacó la pistola de la alforja y se la entregó.

Hay una bala en la recámara.

Está bien.

No la dispares. Esa bala y la que hay en el cargador son todo lo que tenemos para la pistola.

No voy a disparar.

Muy bien.

¿Cuánto tardarás?

No tardaré mucho.

Está bien.

Billy partió río abajo con la escopeta puesta de través sobre el arzón delantero. Había sacado la posta de la recámara y rebuscando entre los cartuchos de la alforja había encontrado un par de números cinco; había cargado el arma con uno y guardado el otro en el bolsillo de su camisa. Cabalgaba despacio mirando el río por entre los árboles. Un kilómetro y medio más abajo vio unos patos en el agua. Desmontó, bajó las riendas, cogió la escopeta y empezó a acecharlos entre los sauces ribereños. Se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo. El caballo gimoteó a sus espaldas y él se volvió y lo maldijo en voz baja y luego se levantó y miró hacia el agua. Los patos seguían allí. Tres porrones bastardos inmóviles en la calma de peltre de la corriente. La bruma se elevaba como humo de la superficie del río. Se abrió paso con cautela entre los sauces, siempre agazapado. El caballo volvió a relinchar. Los patos alzaron el vuelo.

Se incorporó y miró hacia atrás. Maldita sea, dijo. Pero el caballo no estaba mirándolo. Miraba hacia la otra orilla. Billy se volvió y vio cinco jinetes.

Se puso a cuatro patas. Venían de aguas arriba en fila india entre los árboles de la otra orilla. No lo habían visto. Los patos viraron allá en lo alto a la luz del nuevo sol y se alejaron río abajo. Los jinetes levantaron la cabeza y siguieron su camino. Niño estaba a la vista entre los sauces, pero esta vez no relinchó. Los jinetes no lo vieron, pasaron de largo y desaparecieron río arriba entre los árboles.

Billy se levantó, agarró su sombrero, se lo encasquetó rápidamente, se acercó al caballo con cuidado de no asustarlo, cogió las riendas, montó y partió a medio galope.

Se desvió del río y luego atajó por la pradera. Las ramas altas de los álamos ya estaban bañadas de luz. Mientras cabalgaba hurgó en la mochila que llevaba detrás tratando de dar con la posta. No distinguió a los jinetes del otro lado del río y cuando vio sus propios caballos paciendo junto a los árboles y apersogados a sus estacas, se dirigió al campamento.

Boyd supo qué ocurría antes de que su hermano dijera una palabra, y salió a buscar a los caballos. Billy se apeó, cogió las mantas y las arrolló y las ató. Boyd llegó corriendo del río arreando los caballos delante de él.

Quítales las cuerdas, exclamó Billy. Habrá que salir pitando.

Boyd se volvió. Hizo ademán de agarrar al primero de los caballos que venían de la arboleda y entonces la camisa se le hinchó por detrás de color rojo y cayó al suelo.

Billy supo después que había llegado a ver la bala de rifle. Que la succión y la vaharada que había notado en la oreja había sido la bala al pasar y que la había visto durante una milésima de segundo ante sus ojos con el sol dando de costado en el pequeño núcleo metálico en rotación, el plomo intensamente brillante a causa del estriado del ánima, cuya velocidad se había visto aminorada al traspasar el cuerpo de su hermano, pero aun así más veloz que el sonido al pasar junto a su oído derecho succionando el aire como un susurro surgido del vacío y el leve estridor de la onda explosiva, para luego rebotar en una rama y salir silbando hacia el páramo, en un tris de arrebatarle la vida, y después el sonido del disparo que llegaba con retraso.

Resonó descarnado y chato en el río, y el páramo le devolvió el eco. Billy corría ya entre los caballos que se escoraban frenéticos y se arrodilló junto a su hermano y le dio la vuelta en el suelo manchado de sangre. Oh, Dios, dijo. Oh, Dios.