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Le levantó la cabeza del polvo. La camisa hecha jirones y empapada de sangre. Boyd, dijo. Boyd.

Me duele, Billy.

Lo sé.

Me duele.

El rifle volvió a crujir al otro lado del río. Todos los caballos habían salido corriendo de los árboles excepto Niño, que estaba pisoteando las riendas caídas. Billy se volvió hacia el ruido y levantó la mano. No tire, exclamó. No tire. Nos rendimos. Nos rendimos.

El rifle crujió de nuevo. Billy dejó a Boyd en el suelo, corrió por el caballo, cogió las riendas justo cuando el animal se volvía para irse de allí. Lo hizo girar, corrió junto a él hasta donde su hermano estaba tendido y puso el pie encima de las riendas mientras recogía a su hermano del suelo y luego lo empujaba sobre la silla y lanzaba las riendas por encima de la cabeza de Niño y se agarraba a la perilla y montaba detrás de él y lo cogía de la cintura para que no se tambalease y se inclinaba y clavaba los talones en el vientre de Niño.

Sonaron otros tres disparos mientras salían de los árboles a campo abierto, pero ya iban a galope tendido. Su hermano se bamboleaba contra él totalmente flácido y ensangrentado, y pensó que estaba muerto. Vio a los demás caballos correr delante por el llano. Uno de ellos se había rezagado y parecía estar herido. No había señales del perro.

El caballo al que adelantó era Bailey; le habían dado justo encima del corvejón trasero y al pasar junto a él se paró del todo. Cuando Billy se volvió a mirar seguía allí quieto. Como si el alma lo hubiese abandonado.

Después de recorrer un kilómetro alcanzó a los otros caballos y los dejó atrás. Cuando se volvió a mirar los cinco jinetes le pisaban los talones levantando en el llano una delgada raya de polvo, algunos fustigando por arriba y por abajo sus monturas, todos con los rifles a un costado, todo bien claro y austero a la luz del sol matinal. Cuando dirigió la mirada al frente no vio nada aparte de hierba y alguna que otra palmilla salpicando la llanura que se extendía hasta las sierras azuladas. No había dónde ir ni dónde pararse. Aguijó a Niño con los tacones de sus botas. Bird y Tom empezaban a quedarse rezagados y él se volvió y los llamó. Al mirar de nuevo al frente divisó a lo lejos una pequeña silueta oscura que cruzaba el paisaje de izquierda a derecha en una estela de polvo, y supo que allí había un camino.

Se inclinó aferrándose a su hermano, le habló a Niño, hincó los talones en los flancos del caballo y galoparon por la desierta llanura con los estribos repartiendo golpes a diestro y siniestro. Cuando miró hacia atrás, Bird y Tom todavía estaban con él y supo que Niño estaba cansándose bajo el peso de los dos jinetes que llevaba. Pensó que los perseguidores se habían quedado un poco atrás, pero entonces advirtió que uno de ellos se detenía y vio la pequeña humareda blanca del rifle y oyó el tenue estampido en el espacio abierto, pero eso fue todo. El jinete que había anunciado el camino se había perdido en la distancia dejando como única prueba de su tránsito un pálido revolotear de polvo.

Era un camino de tierra y como no había borde ni zanja que lo delimitara estuvo en él antes de darse cuenta. Tiró de las riendas e hizo girar el caballo, que patinó y resolló. Bird pugnaba por seguirlo y Billy intentó desviarlo, pero luego, al mirar hacia el sur, vio acercarse penosamente hacia él desde el vacío una vieja camioneta de plataforma que transportaba a unos agricultores. Se olvidó de Bird, giró en redondo y puso rumbo al sur por la carretera en dirección a la camioneta, agitando el sombrero.

El vehículo no tenía frenos y cuando el conductor lo vio empezó a reducir marchas con un rechinar mecánico. Los trabajadores se agruparon al frente de la plataforma mirando al chico herido.

Tómenlo, exclamó. Tómenlo. El caballo se encabritó y puso los ojos en blanco y uno de los hombres alargó el brazo, cogió las riendas y las anudó rápidamente en torno a un telero de la caja del camión mientras otras manos agarraban al muchacho y algunos bajaban a la carretera para ayudar a subirlo. La sangre era una condición de sus vidas y nadie preguntó qué le había pasado ni por qué. Lo llamaron el güerito y lo hicieron subir a la camioneta y se secaron la sangre de las manos en la pechera de la camisa. Un vigía estaba de pie con una mano en el techo de la cabina observando a los jinetes en el llano.

Rápido, exclamó. Rápido.

Vámonos, le gritó Billy al conductor. Se inclinó y dejó las riendas sueltas y aporreó la portezuela del camión con el canto del puño. Los que iban subidos a la camioneta alargaron el brazo para ayudar a subir a los que estaban en la calzada y el conductor arrancó y la camioneta dio una sacudida. Uno de los hombres tendió su mano manchada de sangre y Billy se la estrechó. Habían hecho sitio sobre las bastas tablas de la plataforma y tendieron a Boyd sobre camisas y sarapes. Billy no estaba seguro de si estaba vivo o muerto. El hombre le apretó la mano. No te preocupes, dijo.

Gracias, hombre, dijo Billy. Es mi hermano.

Vámonos, gritó el hombre. La camioneta empezó a avanzar con un grave rechinar de engranajes. En la pradera los jinetes se habían dividido, dos de ellos atajando hacia el norte para seguir la camioneta. Los trabajadores lo saludaron con silbidos y agitar de brazos mientras él seguía allá en la carretera y describiendo círculos con la mano sobre sus cabezas le hicieron señas de que siguiera adelante. Él había montado de un salto y metido los pies en los estribos y notó los pantalones empapados de sangre. Picó a Niño. Bird estaba un kilómetro y medio más lejos, en la pradera. Cuando se volvió a mirar los jinetes se encontraban a menos de cien metros y se inclinó sobre el cuello de Niño, apremiando al caballo para que se esforzara al máximo.

Persiguió a Bird por la pradera pero cuando le dio alcance advirtió que su mirada reflejaba lo mismo que había visto en la de Bailey, y supo que lo había perdido. Entonces se volvió hacia los jinetes y dio ánimos por última vez a su viejo caballo y luego siguió adelante. Volvió a oír ese lejano estampido mate que hace un rifle al ser disparado en campo abierto y cuando se volvió a mirar uno de los jinetes había desmontado y estaba rodilla en tierra junto a su caballo, disparando. Se inclinó cuanto pudo en la silla y siguió cabalgando. Cuando miró de nuevo los dos jinetes se habían empequeñecido en la pradera, y cuando miró por última vez eran todavía más pequeños y no se veía a Bird por ninguna parte. A Tom no volvió a verlo más.

Solo en aquella región, a media mañana, guió a pie al derrengado y sudoroso caballo por un arroyo de guijarros. Le habló al caballo y procuró ir siempre sobre la roca y si el caballo ponía una pata en la arena del lecho del arroyo, él bajaba las riendas e iba a borrar la huella con un manojo de hierbas. Tenía las perneras del pantalón rígidas a causa de la sangre seca y sabía que tanto él como el caballo iban a tener que encontrar agua muy pronto.

Dejó al caballo con el látigo flojo, trepó y se estiró en los remansos del arroyo para examinar la región al este y al sur. No vio nada. Volvió a bajar y recogió las riendas del caballo. Al agarrar el borrén de la silla contempló la forma oscura de la sangre en el cuero y se quedó un momento con las riendas dobladas en el puño y el antebrazo sobre la cruz húmeda y salobre del caballo de su padre. ¿Por qué no me habrán disparado a mí esos cabrones?, dijo.

En el crepúsculo azul de aquel día vio a lo lejos, hacia el norte, una luz que al principio tomó por la estrella Polar. Esperó a ver si se levantaba en el horizonte, pero no lo hizo, y él se desvió un poco de la ruta y guiando a pie a su exhausto caballo emprendió camino hacia la luz a través de la desierta pradera. Niño desfallecía detrás de él, y Billy retrocedió para cogerlo de la quijera y caminó al lado de él hablándole. Tan encostrado estaba el caballo de escarcha blanca y salada que resplandecía como un portento que se aventurara en la llanura que se oscurecía por momentos. Cuando le hubo dicho al caballo todo lo que se le ocurrió, comenzó a contarle historias. Le contó historias en español que su abuela le había contado a él, y cuando le hubo contado todas las que recordaba, se puso a cantar.