La última fina mondadura de luna vieja colgaba sobre las distantes montañas que se elevaban hacia el poniente. Venus se había movido. Y con la oscuridad un nebuloso enjambre de estrellas. No acertaba a decir para qué había tantas. Caminó durante una hora más y luego hizo un alto y palpó el caballo para ver si estaba seco y montó en él y cabalgó. Cuando buscó la luz con la mirada ya no estaba, de modo que se orientó por las estrellas, y al rato la luz reapareció tras la oscura capa del promontorio desierto que la había oscurecido. Dejó de cantar y trató de recordar cómo se rezaba. Al final le rezó a Boyd. No te mueras, rogó. Eres todo lo que tengo.
Era casi medianoche cuando llegaron al cercado y torció al este y siguió adelante hasta llegar a una verja. Desmontó y pasó a pie llevando el caballo por las riendas y cerró otra vez la verja y volvió a montar y enfiló la pálida senda de tierra hacia la luz, donde unos perros se habían alzado ya y venían aullando.
La mujer que abrió la puerta no era joven. Vivía en aquel sitio remoto con su marido, del cual dijo que había dado los ojos por la revolución. Echó a grito pelado a los perros, que se escabulleron, y al apartarse para dejar pasar a Billy el marido en cuestión aguardaba en el pequeño cuarto de techo bajo como si se hubiera levantado para recibir a un alto dignatario. ¿Quién es?, preguntó.
La mujer dijo que era un americano que se había perdido y el hombre asintió. Se volvió y la cara arrugada por la intemperie captó por un momento la luz de la lámpara de aceite. No había ojos en sus cuencas y los párpados estaban totalmente cerrados, de modo que el suyo era un aspecto de constante y doloroso ensimismamiento. Como si le preocuparan antiguos errores.
Se sentaron a una mesa de pino pintada de verde y la mujer trajo leche en una taza. Él casi había olvidado que la gente tomaba leche. La mujer prendió con un fósforo la mecha redonda del hornillo de queroseno, ajustó la llama y puso encima una olla, y cuando levantó el hervor puso huevos de uno en uno en la olla y volvió a taparla. El ciego se sentó, tieso y erguido. Como si fuera el invitado en su propia casa. Cuando los huevos estuvieron listos la mujer los trajo humeando en un cuenco y se sentó a mirar cómo comía el chico. Billy cogió uno y lo soltó al instante. Ella sonrió.
¿Le gustan los blanquillos?, dijo el ciego.
Sí. Claro.
Los huevos humeaban en el cuenco. A la luz sin sombra de la lámpara de parafina sus rostros parecían máscaras.
Dígame, dijo el ciego. ¿Qué novedades tiene?
Les contó que había venido con la intención de recuperar unos caballos que le habían robado a su familia. Dijo que viajaba con su hermano, pero que habían tenido que separarse. El ciego inclinó la cabeza para escuchar. Pidió noticias de la revolución, pero el chico no tenía noticias que darle. Entonces el ciego dijo que aunque el campo estaba tranquilo eso no era en modo alguno una buena señal. El chico miró a la mujer. La mujer asintió solemnemente en señal de conformidad. Parecía estimar en mucho a su marido. Billy cogió un huevo, lo partió en el canto del cuenco y empezó a pelarlo. Mientras comía, la mujer empezó a hablarle de la vida de ellos dos.
Dijo que el ciego era de origen humilde. Dijo que había perdido la vista en el año del Señor 1913, en la ciudad de Durango. A finales del invierno de aquel año había cabalgado para unirse a Maclovio Herrera y el 3 de febrero habían combatido en Namiquipa y habían tomado la ciudad. En abril había luchado en Durango con los rebeldes al mando de Contreras y Pereyra. En el arsenal de los federales había una antigua culebrina de fabricación francesa que pusieron a cargo de él. No tomaron la ciudad. Él habría podido salvarse, dijo la mujer. Pero no quiso abandonar su puesto. Lo hicieron prisionero junto con muchos otros. A los prisioneros se les brindó la oportunidad de jurar lealtad al gobierno, y los que se negaron fueron puestos contra un muro y fusilados sin más ceremonias. Entre ellos había gente de muchos países. Americanos, ingleses y alemanes. Y hombres de tierras de las que nadie había oído hablar. Pero también ellos fueron al paredón y allí murieron, bajo las terribles descargas de la fusilería, el terrible humo. Cayeron sin decir palabra los unos sobre los otros. La sangre de sus corazones manchó el enlucido que tenían detrás. Él lo vio.
Entre los defensores de Durango no había muchos extranjeros, pero alguno sí. Un huertista alemán apellidado Wirtz, que era capitán del ejército federal. Los rebeldes capturados estaban en la calle encadenados entre sí con alambre de cerca como si fueran muñecos, y aquel hombre recorrió la doble hilera que formaban y se agachó a mirarlos uno por uno a los ojos y advirtió en sus miradas el inexorable avance de la muerte mientras los asesinatos proseguían a su espalda. El hombre hablaba bien el español, pese a que lo hablaba con acento alemán, y le dijo al artillero que solo el más patético de los tontos moriría por una causa que, además de errónea, estaba condenada al fracaso, y el cautivo le escupió a la cara. Entonces el alemán hizo una cosa muy extraña. Sonrió y con la lengua se quitó de en torno a la boca el salivazo del otro. Era un hombre muy corpulento, con unas manos enormes y en las que tomó la cabeza del joven cautivo y se agachó como para besarlo. Pero no hubo beso. Lo agarró de la cara y a los demás pudo parecerles que efectivamente se agachaba para darle un beso en cada mejilla, al estilo militar francés, pero lo que hizo en realidad ahuecando enormemente los carrillos fue succionarle los ojos de la cabeza, uno detrás del otro y luego escupir y dejarlos colgando de sus cordones húmedos y raros, bamboleando sobre las mejillas del cautivo.
Y así se quedó. Su dolor era grande, pero mayor era su agonía ante el descoyuntado mundo que ahora contemplaba y que nunca volvería a ponerse recto. Tampoco tuvo coraje suficiente como para tocarse los ojos. Gritó desesperado y agitó las manos al frente. No podía ver la cara de su enemigo. El arquitecto de sus tinieblas, el ladrón de su luz. Veía, sí, a sus pies, el polvo hollado de la calle. Un barullo de botas de hombre. Podía verse la boca. Cuando los prisioneros fueron trasladados sus amigos lo ayudaron a ponerse de pie cogiéndolo del brazo y lo acompañaron mientras el suelo se balanceaba terriblemente debajo de él. Nadie había visto nunca una cosa igual. Hablaban como atemorizados de asombro. Los huecos de su cráneo relucían, rojos como lámparas. Era como si allí dentro hubiese un fuego intensísimo que el demonio había sacado a la luz.
Trataron de ponerle los ojos en sus cuencas con una cuchara, pero nadie lo logró, y los ojos se marchitaron como uvas en sus mejillas y el mundo fue perdiendo formas y colores y luego se desvaneció para siempre.
Billy miró al ciego. Seguía sentado, erguido e imperturbable. La mujer esperó. Luego continuó.
Algunos, claro está, dijeron que el tal Wirtz le había salvado la vida, pues de no haber quedado ciego lo habrían fusilado. Otros, en cambio, decían que eso habría sido lo mejor. Nadie le pidió al ciego su opinión. Estuvo en la fría cárcel de piedra mientras la luz se extinguía en torno a él hasta que finalmente se sumió en la oscuridad. Los ojos se le secaron y arrugaron y los cordones de los que colgaban se secaron también, y por fin se durmió y soñó con el país que había recorrido a caballo en sus campañas por los montes y con los pájaros de vivos colores y las flores silvestres que allí había, y soñó con muchachas descalzas junto al camino en los pueblos de montaña, cuyos ojos eran yacimientos de promesas húmedos y oscuros como el propio mundo, y en lo alto el terso cielo azul de México donde el futuro del hombre estaba diariamente en ensayo general, y la silueta de la muerte con su cráneo de papel y su vestimenta de huesos pintados caminaba a zancadas de un lado a otro ante las bambalinas, declamando en voz alta.