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Hace veintiocho años, dijo la mujer. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Y a pesar de ello todo es igual.

El chico cogió el último huevo del cuenco, lo partió y empezó a pelarlo. Mientras lo hacía, el ciego se puso a hablar. Dijo que, por el contrario, nada había cambiado y todo era diferente. El mundo era nuevo cada día, porque así lo hacía Dios diariamente. Pero seguía conteniendo en sí mismo todos los males.

El chico mordió el huevo. Miró a la mujer. Parecía esperar a que el ciego agregara algo, pero como no lo hacía continuó como antes.

Los rebeldes volvieron y tomaron Durango el 18 de junio y a él lo sacaron de la cárcel y desde la calle escuchó el eco del cañoneo en las afueras de la ciudad donde las tropas federales en fuga eran perseguidas hasta la muerte. Se quedó allí de pie escuchando, por si conocía alguna voz.

¿Quién es usted, ciego?, preguntaban. Y él les decía su nombre pero nadie lo conocía. Alguien cortó una rama y, le confeccionó un bastón, y con esto como única posesión partió solo a pie por el camino de Parral.

Calculaba la hora del día volviendo la cara al sol invisible, como un adorador. Prestando atención a los sonidos del campo. Al frescor de la noche, a la humedad. Al canto de los pájaros y al primer contacto tibio de la luz rumoreada sobre su piel. La gente de las casas por delante de las que pasaba le llevaba agua y comida y provisiones para el camino. Los perros que se le acercaban con malas intenciones se volvían otra vez con el rabo entre las patas. Al ciego le sorprendía la autoridad que le confería su ceguera. No parecía faltarle de nada.

Había estado lloviendo y las flores silvestres poblaban los costados del camino. Avanzaba despacio, tanteando las roderas con el bastón. No llevaba botas porque se las habían robado hacía tiempo, y aquellos primeros días anduvo descalzo y lleno de desesperanza. Más que lleno. La desesperanza era en él como un inquilino. Un parásito que lo hubiera expulsado de su morada y tomado en su interior la forma de ese espacio donde había estado antiguamente. Lo notaba alojado en su garganta. No le dejaba comer. Sorbía agua de un vaso ofrecido por una mano anónima salida de la oscuridad del mundo y devolvía el vaso a la oscuridad. El haber sido liberado de la cárcel no significaba gran cosa, y había días en que su libertad le parecía poco más que una nueva maldición, y en ese estado fue avanzando a tientas rumbo al norte, por el camino de Parral.

En el campo había llovido y en el frescor y la oscuridad de su primera noche solo se detuvo a escuchar y oyó cómo la lluvia se acercaba por el páramo. El viento traía el olor a humedad de los chipotes amarillos. Levantó la cara y se salió del camino y lo que pensó fue que aparte del viento y la lluvia ninguna otra cosa salida de ese extrañamiento que era el mundo vendría ya a tocarlo. No en el amor, ni en la enemistad. Las cadenas que lo aseguraban al mundo se habían vuelto rígidas. A donde él iba el mundo también iba, y no tenía forma de acercársele ni forma de huir de él. Se sentó bajo la lluvia entre la maleza y se echó a llorar.

La mañana de su tercer día de viaje el ciego entró en el pueblo de Juan Ceballos y se quedó en mitad de la calle con el bastón en alto y se volvió, escuchando, bizqueando su terrible mirada. Pero los perros ya se habían escabullido y una mujer le habló por su lado derecho y le preguntó si le podía coger la mano y él se la dio.

¿Adónde va?, preguntó ella.

Él dijo que no lo sabía. Que iba a donde fuese el camino. El viento. La voluntad de Dios.

La voluntad de Dios, dijo ella. Como si escogiera.

Lo llevó a su casa. El ciego se sentó a una tosca mesa de tablas y la mujer le sirvió pozole con frutas, pero a pesar de lo mucho que ella insistió él no pudo comer. La mujer le pidió que le contara de dónde venía pero él tenía vergüenza de su estado y se negaba a decir cómo le había ocurrido aquella calamidad. Ella le preguntó si siempre había estado ciego y él sopesó la pregunta y al cabo de un rato dijo que sí.

Cuando partió llevaba en los pies un par de viejos huaraches remendados, al hombro un delgado sarape y en el bolsillo de sus andrajosos pantalones unas cuantas monedas. Los hombres que charlaban en la calle guardaron silencio al verlo venir y siguieron hablando cuando hubo pasado. Como si él fuese un delegado de las tinieblas enviado para espiarles. Como si las palabras arrebatadas por un ciego pudiesen, solo por eso, llegar a tener una vida con la que no se había contado y suscitar en otras partes del mundo un significado totalmente distinto del que pretendían quienes las habían pronunciado. El ciego se volvió y sostuvo el bastón en alto. Ustedes no saben nada de mí, gritó. Los hombres se callaron y él giró sobre sus talones y siguió andando y poco después les oyó hablar otra vez.

Aquella noche oyó el fragor de la batalla allá en el llano y se quedó escuchando en medio de su oscuridad. Paladeó el viento esperando oler a cordita y escuchó esperando oír ruido de hombres y caballos, pero solo pudo oír el tenue tableteo de los fusiles o el pesado y sordo estampido de un obús disparando botes de metralla y al cabo de un rato, nada.

Por la mañana temprano su bastón chocó con las tablas de un puente. Se detuvo. Alargó el brazo y tanteó al frente. Pisaba con cuidado las tablas y se paraba y escuchaba. Muy amortiguado debajo de él oyó el sonido del agua.

Avanzó como pudo siguiendo la orilla del pequeño río y se metió entre los juncos hasta que llegó al agua. Alargó el brazo y la tocó con el bastón. Golpeó el agua y entonces se detuvo. Levantó la cabeza para escuchar.

¿Quién hay ahí?, dijo.

Nadie respondió.

Dejó el sarape a un lado, se despojó de sus andrajos, cogió de nuevo el bastón y delgado y desnudo y asqueroso se adentró en el río.

Metido en el agua se preguntó si habría profundidad suficiente para que el río se lo llevara. Imaginaba que en su estado de noche perpetua debía de haber recorrido más o menos la mitad de la distancia que lo separaba de la muerte. Que la transición no sería tan grande, puesto que para él el mundo ya estaba a cierta distancia y, además, de qué si no de la muerte era el territorio que invadía en su oscuridad.

El agua solo le llegó a las rodillas. Permaneció en la corriente manteniendo el equilibrio con su bastón. Luego se sentó. El agua, fría, se movía lentamente alrededor de él. Bajó la cara para absorber su aroma, para saborearla. Estuvo un buen rato sentado. Oyó una campana a lo lejos repicar tres veces, y luego el silencio. Se puso de rodillas y luego se inclinó y se tumbó boca abajo en el agua. Puso el bastón a modo de yugo sobre su nuca y lo cogió con ambas manos. Aguantó la respiración. Agarró el bastón y lo sostuvo así un buen rato. Cuando ya no pudo más sacó el aire e intentó aspirar el agua, pero no pudo y al momento se vio de rodillas resollando y tosiendo. El bastón se le había escapado y era arrastrado por el agua. El ciego se levantó y caminó torpemente tosiendo y tragando aire con la boca abierta y azotando la superficie del agua con la palma de la mano. Al hombre que estaba en el puente debió de parecerle un perturbado. Debió de parecerle que quería calmar al río o a algo que había en él. Hasta que vio aquellos estériles lavaojos.