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A la izquierda, gritó.

El ciego se quedó quieto. Se agachó con los brazos cruzados al frente.

A su izquierda, gritó el del puente.

El ciego palmeó el agua a su izquierda.

A tres metros, dijo el hombre. Pronto. Que se va.

Se abalanzó hacia delante. Tanteó alrededor. El del puente le gritaba coordenadas y finalmente su mano se cerró sobre el bastón y el ciego se aferró a él y se sentó en el agua por puro pudor.

¿Qué hace, ciego?, gritó el hombre.

Nada. No me moleste.

¿Yo? ¿Le molesto? Ay ciego.

Dijo que pensaba que el ciego se ahogaba, y estaba a punto de acudir en su ayuda cuando lo vio levantarse y espurrear de mala manera.

El ciego siguió de espaldas al puente y al camino. Percibió el humo de tabaco y al cabo de un rato le preguntó al hombre si podía darle un cigarrillo.

Por supuesto.

Se levantó y salió del agua. ¿Dónde está mi ropa?, preguntó.

El hombre lo ayudó a encontrarla. Cuando se hubo vestido el ciego subió hasta el camino y él y el hombre se sentaron a fumar en el puente. Le hizo bien sentir el sol en la espalda. El hombre dijo que el río no llevaba suficiente agua como para ahogarse. El ciego asintió y dijo que de todos modos tampoco había suficiente intimidad.

El ciego dijo que había una iglesia cerca, ¿no? Su amigo le explicó que no había tal iglesia. Que no había nada de nada. El ciego dijo que había oído una campana y el hombre le dijo que él tenía un tío que estaba ciego y que también oía cosas que no existían.

El ciego se encogió de hombros. Dijo que él hacía poco que se había quedado sin vista. El hombre le preguntó por qué creía que el sonido de una campana tenía que venir de una iglesia, pero el ciego se encogió de hombros otra vez y fumó. Dijo que qué otro sonido podía producir una iglesia.

El hombre le preguntó por qué quería matarse, pero el ciego dijo que eso carecía de importancia. El hombre preguntó si era porque no podía ver y él dijo que esa era una razón más. Siguieron fumando. Finalmente el ciego le habló de su suposición de que los ciegos ya habían abandonado el mundo en cierto modo. Dijo que se había convertido en una mera voz que hablaba con los motivos de la vida en una oscuridad inconmensurable. Que el mundo y todo lo que en él existía se habían convertido para él en poco más que un rumor. Una sospecha. Se encogió de hombros. Dijo que no deseaba ser ciego. Que había sobrevivido a su estado.

El hombre lo escuchó hasta el final, permanecieron en silencio. El ciego oyó el débil siseo del cigarrillo del otro en el agua. Finalmente el hombre dijo que era un pecado desanimarse y que a fin de cuentas el mundo seguiría siendo como siempre había sido. Que eso era innegable. Al ver que el ciego no decía nada le dijo que lo tocara, pero el ciego se mostró reacio a hacerlo.

Con permiso, dijo el hombre. Le cogió la mano y se la llevó a los labios. Allí se quedaron los dedos del ciego. En el gesto de alguien que ruega silencio a otro.

Toque, dijo el hombre. El ciego no se atrevía. Volvió a coger la mano del ciego y la deslizó por su cara. Toque, dijo. Si el mundo es ilusión, la pérdida del mundo es ilusión también.

El ciego se quedó con la mano en la cara del hombre. Entonces empezó a moverla. Un rostro de edad indeterminada. Rubio o moreno. Tocó la nariz estrecha. El pelo tupido y lacio. Tocó las esferas de los ojos bajo los párpados ligeramente cerrados. Ningún sonido en la mañana del páramo salvo sus respectivas respiraciones. Sintió los ojos moverse bajo sus dedos. Movimientos rápidos y breves, como dentro de un útero en miniatura. Retiró la mano. Dijo que no le servía de mucho. Es una cara, dijo. ¿Y qué?

El otro permaneció en silencio. Como si meditase la respuesta. Preguntó al ciego si podía llorar. El ciego dijo que cualquiera podía llorar pero lo que el hombre quería saber era si el ciego podía llorar lágrimas por el sitio donde había tenido los ojos y que cómo podían hacerlo. No lo sabía. Dio una última calada a su cigarrillo y lo dejó caer al río. Dijo una vez más que el mundo por el que se movía era muy diferente del que los hombres suponen y que, de hecho, apenas si se lo podía considerar mundo. Dijo que cerrar los ojos no era lo mismo. Como tampoco soñar con la muerte. Dijo que no se trataba de si era o no una ilusión. Habló de la tierra firme y del río y del camino y de las montañas y del cielo azul que los cubría como de entretenimientos para mantener a raya el mundo, el mundo real y eterno. Dijo que la luz del mundo solo estaba en los ojos de los hombres pues el propio mundo giraba en perpetua oscuridad y la oscuridad era su auténtica naturaleza y su verdadera condición y que en esa oscuridad giraba perfectamente cohesionado en todas sus partes, pero que allí no había nada que ver. Dijo que el mundo era sensible hasta la médula y más secreto y oscuro de lo que los hombres imaginaban y que su naturaleza no residía en lo que podía o no ser visto. Dijo que él podía mirar fijamente el sol pero de qué le servía.

Estas palabras parecieron acallar a su amigo. Siguieron sentados en el puente uno al lado del otro. El sol brillaba encima de ellos. Finalmente el hombre le preguntó cómo había llegado a esas conclusiones y él respondió que eran cosas que venía sospechando hacía tiempo y que los ciegos tenían mucho que meditar.

Se dispusieron a marchar. El ciego le preguntó a su amigo en qué dirección iba. El hombre dudó. Preguntó al ciego en qué dirección iba. El ciego señaló con el bastón.

Hacia el norte, dijo.

Hacia el sur, dijo el otro.

El ciego asintió. Tendió su mano a la oscuridad y se despidieron.

En el mundo hay luz, ciego, dijo el hombre. Como la había antes, la hay ahora. Pero el ciego se volvió y partió como antes camino de Parral.

Aquí la mujer interrumpió su narración y miró al chico. Al chico le pesaban mucho los párpados. Sacudió la cabeza.

¿Está despierto el joven?, preguntó el ciego.

El chico se sentó derecho.

, respondió la mujer. Está despierto.

¿Hay luz?

Sí. Hay luz.

El ciego estaba erguido en su asiento. Las manos al frente extendidas sobre la mesa con la palma hacia abajo. Como para equilibrar el mundo, o a sí mismo en el mundo. Continúa, dijo.

Bueno, dijo la mujer. Como en todo cuento hay tres viajeros con quienes topamos en el camino. Ya hemos encontrado a la mujer y al hombre. Miró al chico. ¿Adivina quién es el tercero?

¿Un niño?

Exactamente. Un niño.

Pero ¿esta historia es verídica?

El ciego intervino para decir que, efectivamente, la historia era verídica. Dijo que no tenía deseos de entretenerlo ni de instruirlo siquiera. Dijo que ellos únicamente estaban empeñados en contar la verdad y que no tenían ningún otro propósito aparte de ese.

Billy preguntó cómo era posible que en el largo trayecto hasta Parral solo hubiera encontrado a tres personas, pero el ciego dijo que sí había encontrado a otras personas, y que le trataron con mucha amabilidad, pero que los tres desconocidos en cuestión eran los únicos con quienes había hablado de su ceguera y que por tanto debían ser los personajes principales de un cuento cuyo héroe era un ciego, cuyo asunto era la visión. ¿Verdad?