Este ciego, ¿es un héroe?
El ciego no respondió. Al cabo de un rato dijo que era mejor esperar y ver. Que era mejor juzgar por uno mismo. Luego movió una mano y la mujer prosiguió su relato.
El ciego, tal como se había dicho, siguió su camino hacia el norte y nueve días después llegó al pueblo de Rodeo, a orillas del río Oro. De todas partes le llovían regalos. Las mujeres acudían a él. Lo paraban por la calle. Lo abrumaban con sus pertenencias y se ofrecían a cuidar de él en una parte de su trayecto. Caminaban a su lado describiéndole el pueblo y los campos y el estado de las cosechas y le nombraban las personas que vivían en las casas por delante de las que pasaban y le confiaban detalles de sus asuntos domésticos o le hablaban de las enfermedades de los más viejos. Le contaban sus penas. La muerte de un amigo, la inconstancia de un amante. Le hablaban de la infidelidad de los maridos de una manera que a él le resultaba molesta, y agarrándolo del brazo le susurraban los nombres de las prostitutas. Nadie le pidió que guardase el secreto, nadie le preguntó cuál era su nombre. El mundo se desplegaba ante él como nunca antes lo había hecho.
El 26 de junio de aquel año una compañía de huertistas había pasado por el pueblo de Rodeo camino de Torreón, más al este. Llegaron a altas horas de la noche, muchos de ellos ebrios y todos a pie, y pernoctaron en la alameda y quemaron los bancos para encender lumbre y al alba reunieron a todos los que se decían simpatizantes de los rebeldes y los pusieron contra la pared de barro de la granja y les dieron a fumar cigarrillos y luego los fusilaron mientras sus hijos miraban y sus esposas y madres sollozaban y se mesaban los cabellos. Cuando el ciego llegó a la mañana siguiente tropezó inadvertidamente con un funeral dispuesto en ringlera a lo largo de la calle gris, y antes de que pudiera juzgar adecuadamente qué ocurría alrededor una muchacha lo tomó de la mano y se lo llevó al polvoriento cementerio de las afueras. Allí, entre las pobres cruces de madera y los jarros de loza y las fuentes de cristal barato dispuestos para la colecta, el primero de los tres féretros de guacal imperfectamente teñidos de negro con hollín y aceite de carbón estaba colocado en el suelo; el trompetista tocaba una tonada melancólicamente marcial y uno de los ancianos del lugar hablaba en lugar del clérigo, pues no había ninguno. La chica le agarró la mano, se inclinó hacia él.
Era mi hermano, susurró.
Lo siento, dijo el ciego.
Levantaron al muerto del ataúd y lo dejaron en brazos de dos hombres que habían bajado a la tumba. Lo depositaron sobre la tierra y le cruzaron los brazos sobre el pecho, de donde se habían deslizado, y le pusieron un paño sobre la cara. Luego aquellos rudos sacristanes provisionales levantaron el brazo y cogieron las manos de sus amigos, que los ayudaron a subir. Los hombres echaron por turnos una palada de tierra sobre las míseras ropas del muerto. El caliche golpeteaba monótonamente al caer y las mujeres sollozaban y los hombres se echaron la caja vacía y la tapa al hombro para llevarla de nuevo al pueblo a fin de que otro cuerpo pudiera ser transportado. El ciego oyó que llegaban más personas al cementerio y fue llevado enseguida a un aparte entre la gente del duelo para oír otra sencilla oración campestre.
¿Quién es?, susurró.
La muchacha le agarró la mano. Otro hermano, dijo en voz baja.
Mientras asistían al tercer sepelio el ciego se inclinó y le preguntó cuántas personas de su familia iban a ser enterradas, pero ella dijo que aquel era el último.
¿Otro hermano?
Mi padre.
Las mujeres gimieron otra vez. El ciego se puso el sombrero.
Al volver se cruzaron por el camino con otro cortejo fúnebre que se dirigía al cementerio y el ciego escuchó nuevos lamentos y otros pies que se arrastraban bajo el horrendo peso de los muertos que llevaban a cuestas. Nadie hablaba. Cuando hubieron pasado la muchacha lo condujo de nuevo al camino y siguieron adelante.
El ciego le preguntó si quedaba alguien vivo de su familia y la chica dijo que, aparte de ella, no, porque su madre había muerto hacía años.
La noche anterior había llovido y el ciego olió las cenizas húmedas del fuego que habían hecho los asesinos. Pasaron por delante de la granja; algunas mujeres del pueblo habían lavado la pared, que lucía como si nunca hubiera estado manchada de sangre. La muchacha le habló de las ejecuciones y le nombró todos los hombres que habían muerto y le explicó quiénes eran y cómo habían caído. Las mujeres fueron mantenidas a cierta distancia hasta que el último hombre fue fusilado, y luego el capitán se hizo a un lado y ellas se arrojaron sobre sus hombres y los sostuvieron entre sus brazos mientras morían.
¿Y tú?, dijo el ciego.
Ella había ido adonde su padre pero él ya estaba muerto. Luego adonde sus hermanos, por turnos, el mayor primero. Pero también habían muerto. Caminó entre las mujeres, que estaban acuclilladas en el suelo, y se abrazó a los cadáveres y se meció y lloró. Los soldados se marcharon. En la calle se inició una batalla de perros. Al rato llegaron unos hombres con carretas. Ella fue de un lado para otro con el sombrero de su padre en la mano. No sabía qué hacer con él.
A medianoche, estaba sentada en la iglesia con el sombrero aún en el regazo cuando el sepulturero se detuvo para hablar con ella. Le dijo que se fuera a su casa, pero la chica dijo que su padre y sus hermanos estaban muertos en su casa sobre sus esterillas y una vela ardía en el suelo y que ella no tenía dónde dormir. Dijo que toda su casa estaba tomada por los muertos y que por eso había ido a la iglesia. El sepulturero escuchó. Luego se sentó a su lado en el banco de madera basta. Era tarde, la iglesia estaba desierta. Permanecieron sentados con los sombreros en la mano, ella el de paja, él el de fieltro negro y ala ancha. Ella lloraba. Él suspiró y dio la impresión de estar también agotado y deprimido. Dijo que si bien uno quisiera pensar que Dios castiga a quienes hacen cosas semejantes y que la gente así suele decirlo, según su experiencia nadie podía hablar por Dios, y los hombres con un historial de iniquidades suelen disfrutar de una vida acomodada y morir en paz y recibir un entierro con todos los honores. Dijo que era un error esperar demasiado de la justicia en este mundo. Dijo que la teoría de que el mal raramente es recompensado era exagerada, puesto que si el mal no tuviera alguna ventaja los hombres lo evitarían y entonces, ¿cómo podría la virtud ser inherente a su rechazo? Dada su profesión, era lógico que su experiencia con la muerte fuera mayor que para el resto de la gente, y dijo que si bien era cierto que el tiempo cura el desconsuelo, esto solo es así a costa de la lenta extinción de los seres queridos de la memoria, que es el único lugar donde estos moran entonces y ahora. Se difuminan las caras, se apagan las voces. No dejes que se escapen, susurró el sepulturero. Pronuncia sus nombres. Hazlo y no dejes que la pena muera, porque ella es la que dulcifica toda ofrenda.
La muchacha repitió estas palabras al ciego mientras estaban frente a la pared de la granja. Dijo que las niñas habían ido a empapar sus pañuelos en el charco de sangre de los asesinados o a arrancarse jirones de los dobladillos de sus enaguas. Este comercio originó muchas idas y venidas como si se tratara de un grupo de enfermeras necias despojadas de todo recuerdo de su verdadera función. La sangre pronto saturó la tierra y al caer la noche antes de que empezara a llover llegaron jaurías de perros a arrancar bocados de aquel barro empapado de sangre y se lo comieron y pelearon y se alejaron abyectos otra vez; al día siguiente no quedaba señal de muerte ni de sangre ni de asesinato.