Permanecieron en silencio y luego el ciego tocó a la muchacha. La cara, las mejillas y los labios. No le pidió permiso. Se quedó muy quieta. Él le tocó los ojos, primero uno, después el otro. Ella le preguntó si había sido soldado y él respondió que sí y ella preguntó si había matado a muchos y él respondió que a ninguno. Ella le pidió que se inclinara para que pudiese cerrar los ojos y tocarle la cara y así ver qué se sentía, y él lo hizo. No le dijo que para ella no sería lo mismo. Cuando la muchacha llegó a los ojos, dudó.
Ándale, dijo él. Está bien.
Tocó los marchitos párpados hundidos en las cuencas. Los tocó suavemente con las yemas de los dedos y le preguntó si le dolía, pero él dijo que solo existía el dolor del recuerdo y que algunas noches soñaba que su oscuridad era también un sueño y despertaba y se tocaba aquellos ojos que ya no estaban donde habían estado. Dijo que esos sueños eran una tortura, pero que pese a todo no los desdeñaba. Dijo que así como el recuerdo del mundo había de desvanecerse, así también debía ocurrir en sus sueños, y que tarde o temprano para él llegaría el momento temible en que la oscuridad sería absoluta y no le quedaría ni la sombra del mundo que una vez había sido. Dijo que temía lo que esa oscuridad pudiese traer pues creía que el mundo ocultaba más de lo que dejaba entrever.
La gente pasaba por la calle arrastrando los pies. Persígnese, susurró la muchacha. El ciego no quiso soltarle la mano. Se apoyó el bastón en la cintura y se santiguó torpemente con la mano izquierda. Pasó el cortejo. La chica le apretó de nuevo la mano y siguieron andando.
Entre la ropa de su padre la muchacha encontró para él una chaqueta, una camisa y un pantalón. Metió las pocas prendas que había en la casa en una bolsa de muselina, cogió de la cocina el cuchillo, el molcajete y unas cucharas, además de toda la comida que encontró, y lo envolvió todo en un viejo sarape de Saltillo. La casa estaba fresca y olía a tierra. Fuera, entre las callejuelas y los muros delimitados por claustros, el ciego oyó aves de corral, una cabra, un niño. Ella le trajo agua en un cubo para que se lavara y eso hizo él con un trapo y luego se vistió. Permaneció en la solitaria habitación pequeña que constituía toda la casa y esperó que regresase. La puerta de la calle había quedado abierta y la gente que pasaba por delante camino del cementerio podía verlo allí de pie. Cuando la chica volvió lo tomó otra vez de la mano, le dijo que estaba guapo con la ropa nueva, le dio una manzana de las que había comprado y se quedaron allí, comiendo manzanas; luego cargaron los paquetes al hombro y partieron juntos.
La mujer se echó hacia atrás. El chico pensó que iba a continuar, pero no lo hizo. Permanecieron en silencio.
Usted era la muchacha, dijo él.
Sí .
Miró al ciego. Estaba sentado con el rostro ojeroso medio en penumbra a la luz de la lámpara. Debió de notar que el chico lo observaba. Es una carantoña, ¿no?, dijo.
No, dijo Billy. Además, ¿no me ha dicho que la apariencia de las cosas es engañosa?
Como la cara del ciego carecía de toda expresión era imposible saber cuándo iba a hablar o si iba a hablar siquiera. Al cabo de un rato levantó una mano de la mesa con aquel extraño gesto de bendecir o de desesperación. Para mí, sí, dijo.
Billy miró a la mujer. Seguía sentada igual que antes. Las manos enlazadas sobre la mesa. Le preguntó al ciego si sabía de otros que hubieran padecido la misma desgracia a manos de aquel hombre y el ciego solo dijo que sí, en efecto, pero que no los conocía ni los había visto. Que los ciegos no buscan la compañía de otros ciegos. Explicó que en una ocasión, en la alameda de Chihuahua, había oído acercarse un bastón tanteando la calle y que él había manifestado a viva voz su condición de ciego y preguntado si otro ciego estaba compartiendo allí su oscuridad. Dejó de oír el bastón. Nadie habló. Luego volvió a oír los golpes que se alejaban por el paseo y se perdían entre los ruidos del tráfico.
Se inclinó un poco. Quede claro que el ogro sí existe. El chupador de ojos. Él y otros como él. No han desaparecido del mundo. Y nunca lo harán.
Billy le preguntó si hombres como el que le había robado los ojos eran solamente producto de la guerra, pero el ciego dijo que como la guerra misma era cosa de ellos no podía ser ese el caso. Dijo que a su entender nadie podía dar razón de sus orígenes ni del lugar donde podían aparecer en un momento dado sino tan solo de su existencia. Dijo que quien roba los ojos a alguien roba un mundo y por tanto él mismo queda para siempre oculto. ¿Cómo hablar pues de su ubicación?
Y sus sueños, dijo el chico. ¿Se han hecho más pálidos?
El ciego permaneció un rato callado. Igual podía haber estado durmiendo. O quizá esperando que le llegara la inspiración. Finalmente dijo que en su primer año de oscuridad había tenido sueños mucho más vivos de lo que habría cabido esperar y que había llegado al extremo de anhelarlos, pero que tanto los sueños como los recuerdos se habían desvanecido poco a poco hasta extinguirse. No quedó rastro alguno de lo que antaño había existido. El aspecto del mundo. Las caras de los seres queridos. Acabó perdiendo hasta su propia persona. Dijo que como a todo hombre que llega al final de una etapa no le quedaba otra cosa que hacer más que empezar de nuevo. No puedo recordar el mundo de la luz, dijo. Hace tantos años. Ese es un mundo frágil. Lo que vi últimamente era más duradero. Más verdadero.
Habló de sus primeros años de ceguera en los cuales el mundo esperaba ver sus movimientos. Dijo que los que tienen ojos pueden seleccionar lo que desean ver, pero que para el ciego el mundo se presenta dotado de voluntad propia. Dijo que para el ciego todo estaba bruscamente a mano, nada anunciaba jamás su proximidad. Orígenes y destinos se convertían en poco más que un rumor. Moverse es lindar con el mundo. Si uno se queda quieto el mundo se esfuma. En mis primeros años de oscuridad pensaba que la ceguera era una forma de muerte. Estaba equivocado. Perder la vista es como soñar que se cae. Uno piensa que hay un abismo sin fondo. Uno cae y cae. La luz va perdiéndose. El recuerdo de la luz. La memoria del mundo. De tu propia cara. De la carantoña.
Levantó despacio una mano y la sostuvo ante él. Como midiendo alguna cosa. Dijo que si ese caer era una caída hacia la muerte, entonces la muerte era muy distinta de lo que los hombres suponen. ¿Dónde está el mundo en esta caída? ¿Acaso se desvanece a un tiempo con la luz y el recuerdo de la luz? ¿O el mundo no cae? Dijo que en su ceguera se había perdido a sí mismo y perdido toda memoria de sí, pero que en la más honda oscuridad de esa pérdida había descubierto que también había tierra firme y que por ahí debía uno recomenzar.
En este viaje el mundo visible no es más que un entretenimiento. Para los ciegos y para los que ven. En el fondo, sabemos que no podemos ver al buen Dios. Vamos escuchando. ¿Me entiende, joven? Debemos escuchar.
Al ver que callaba, el chico le preguntó si entonces el consejo que el sepulturero había dado a la muchacha en la iglesia había sido engañoso, pero el ciego dijo que la había aconsejado según su propio entendimiento y que no tenía culpa. Hombres así llegaban a asumir la tarea de aconsejar a los muertos. O de encomendarlos a Dios una vez que el cura, los amigos y los hijos se habían ido a sus casas. Dijo que el sepulturero podía tomarse la libertad de hablar de una oscuridad que desconocía, pues si la conociese no podría ser sepulturero. Cuando el chico le preguntó si ese conocimiento era una clase especial de conocimiento exclusivo de los ciegos, el ciego le dijo que no. Dijo que el hombre en general era como el carpintero aquel que trabajaba tan lento por tener las herramientas embotadas que no le quedaba tiempo para afilarlas.