Y las palabras del sepulturero acerca de la justicia?, dijo el chico. ¿Qué opina usted?
En ese momento la mujer cosió el cuenco con las cáscaras de huevo y dijo que era tarde y que su marido no debía fatigarse. El chico dijo que lo entendía, pero el ciego dijo que no debían preocuparse por él. Dijo que había tenido ocasión de meditar un poco sobre la pregunta que el chico le hacía. Como habían hecho muchos antes que él y como harían otros cuando él muriera. Dijo que hasta el sepulturero podía comprender que todo cuento era un cuento de oscuridad y de luz y que ya le estaba bien así. Pero la narración tenía aún otra lectura, algo de lo que los hombres no hablaban normalmente. Dijo que los malvados saben que si el mal que cometen es bastante horrendo los hombres no alzarán la voz contra él. Que los hombres solo tienen aguante para los males pequeños y que solo combatirán a estos. Dijo que la verdadera maldad es capaz de bajarle los humos al delincuente a la luz de sus propios actos y que en la contemplación de esa maldad aquel podrá incluso encontrar el camino de la virtud que sus pies no han conocido hasta ese momento y que tal vez no tendrá fuerzas para resistirse a seguirlo. Hasta un individuo así puede sentirse abrumado por lo que descubre y buscar un orden en que apoyarse. No obstante, en todo esto hay dos cosas que tal vez no sabe. No sabe que así como el orden que busca el justo no es la virtud misma sino orden tan solo, el desorden del mal es, de hecho, el verdadero intríngulis. Y tampoco sabe que así como el justo se ve entorpecido a cada momento por su ignorancia del mal, para el mal todo es sencillo, luz y oscuridad por igual. Este hombre del que hablamos tratará de imponer orden y estirpe a cosas que en puridad no los tienen. Llamará al mundo mismo para que testifique sobre la verdad de lo que en el fondo no son sino deseos suyos. En su última encarnación este hombre buscará indemnizar sus palabras con sangre, pues a estas alturas sabrá que las palabras palidecen y pierden su sabor, mientras que el dolor siempre es nuevo.
Quizá haya poca justicia en este mundo, dijo el ciego. Pero no por las razones que el sepulturero supone. Se trata más bien de que la imagen del mundo es todo lo que el hombre conoce del mundo, y esta imagen del mundo es peligrosa. Lo que le fue dado para ayudarlo a abrirse paso en el mundo tiene también la facultad de impedirle ver dónde está su verdadero camino. La llave del cielo puede abrirnos también las puertas del infierno. El mundo que él supone sagrario de todo lo divino se convertirá ante sus ojos en nada más que polvo. Pues para que el mundo sobreviva debe ser renovado día a día. A este hombre se le exigirá que empiece de nuevo, le guste o no. Somos dolientes en la oscuridad. Todos nosotros. ¿Entiende, joven? Los que pueden ver y los que no.
El chico estudió la máscara a la luz de la lámpara. Lo que debemos entender, dijo el ciego, es que a la larga todo es polvo. Todo cuanto puede tocarse. Todo cuanto podemos ver. En ello tenemos la prueba más profunda de la justicia, de la misericordia. En ello vemos la mayor bendición de Dios.
La mujer se levantó. Dijo que era muy tarde. El ciego no hizo ademán de moverse. Siguió sentado. El chico lo miró. Por último le preguntó dónde estaba tanta bienaventuranza. El ciego permaneció un rato en silencio y por fin dijo que si lo que puede tocarse acaba convertido en polvo ya no es posible confundir esas cosas con lo real. Como mucho solo son vestigios, calcos de lo real. Puede que ni siquiera eso. Puede que solo sean obstáculos que hay que sortear en la ceguedad esencial del mundo.
Por la mañana, cuando el chico fue a ensillar su caballo, la mujer estaba repartiendo grano a las aves del corral. Mirlos silvestres descendían de los árboles y se acercaban con cautela y comían entre gansos y gallinas, pero ella les daba de comer a todos sin discriminar. El chico la miró. Pensó que era muy guapa. Ensilló el caballo y lo dejó esperando, dijo adiós y luego montó y se fue. Al mirar hacia atrás ella levantó una mano. Estaba rodeada de aves. Vaya con Dios, le dijo en voz alta.
Billy dirigió el caballo hacia la carretera. No se había alejado mucho cuando el perro salió del chaparral y se puso al lado del caballo. Venía de una pelea y tenía cortes y arañazos y llevaba una pata encogida hasta el pecho. Billy detuvo el caballo y lo miró. El perro avanzó un par de pasos cojeando y esperó.
¿Dónde está Boyd?, preguntó Billy.
El perro aguzó las orejas y miró alrededor.
Qué tonto eres.
El perro miró hacia la casa.
No está aquí. Estaba en el camión.
Picó el caballo y partió hacia el norte seguido por el perro.
Antes del mediodía llegaron a la carretera principal que iba a Casas Grandes; Billy se detuvo en aquella encrucijada desértica y miró tierra adentro y luego hacia el sur, pero no había nada que ver salvo cielo, carretera y desierto. El sol casi había alcanzado el cenit. Sacó la escopeta de la polvorienta funda de piel, abrió la recámara, extrajo el cartucho y examinó el taco para ver de qué número era la bala que contenía. Era un número cinco y pensó en meter la posta, pero finalmente decidió poner otra vez el cartucho del cinco. Cerró la escopeta, la devolvió al portacarabina y partió rumbo al norte por la carretera de San Diego con el perro cojeando detrás. ¿Dónde está Boyd?, dijo. ¿Dónde está Boyd?
Aquella noche durmió al raso envuelto en la manta que le había dado la mujer. A un kilómetro y medio de distancia aproximadamente se veían en el llano los remansos de un río, y ese era el camino que el caballo habría tomado. Tumbado en la tierra que empezaba a refrescar contempló las estrellas. La forma oscura del caballo a su izquierda, donde lo había dejado estacado. El caballo levantó la cabeza sobre la línea del horizonte para escuchar entre las constelaciones y luego la agachó para seguir pastando. El chico estudió aquellos mundos desparramados e inflamados de luz en la noche anónima y trató de hablar con Dios de su hermano y al cabo de un rato se quedó dormido. Durmió y despertó de un sueño inquietante y ya no pudo dormir.
En su sueño había marchado sobre una profunda capa de nieve en plena sierra hacia una casa a oscuras y los lobos lo habían seguido hasta la cerca. Se lamían unos a otros los flancos con sus magras lenguas y se acercaban mucho a él y hozaban la tierra con sus hocicos y agitaban la cabeza y en el frío su aliento combinado formaba una especie de caldera alrededor de él y al claro de luna la nieve era muy azul y aquellos ojos eran del más claro topacio. Agazapados y gañendo, con la cola entre las patas, los lobos hacían fiestas y temblaban a medida que se aproximaban a la casa y sus dientes brillaban de tan blancos y las rojas lenguas les colgaban. Cuando llegaron a la verja se negaron a seguir. Miraban la oscura silueta de las montañas detrás de ellos. Él se arrodillaba en la nieve y les tendía los brazos y los lobos le rozaban la cara con sus fieros hocicos y se retiraban de nuevo y su aliento era cálido y olía a tierra y al corazón de la tierra. Cuando el último de ellos se hubo acercado permanecieron en semicírculo ante él y sus ojos eran como reflectores y luego se volvieron y regresaron sobre sus pasos, alejándose por la nieve a paso largo hasta perderse, humeando, en la noche invernal. En la casa, sus padres dormían, y cuando él se subía a su cama Boyd se volvía y le decía en voz baja que había tenido un sueño y en el sueño Billy se había escapado de casa y al despertar del sueño y ver la cama vacía había pensado que era verdad.
Duérmete, decía Billy.