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No me dejarás aquí solo, ¿eh, Billy?

No.

¿Lo prometes?

Sí. Lo prometo.

¿Pase lo que pase?

Sí. Pase lo que pase.

Billy.

Duérmete.

Billy.

Calla. Vas a despertarlos.

Pero en el sueño Boyd solo decía que no despertarían.

El alba tardó en llegar. Se levantó y caminó por la desierta pradera y escrutó la luz que surgía hacia el este. En el gris del día que comenzaba las palomas se llamaban desde las acacias. Un viento soplaba del norte. Arrolló la manta y comió la última tortilla que quedaba y los huevos duros que le había dado la mujer y ensilló el caballo y se puso en camino mientras el sol se elevaba por el este.

Antes de que transcurriese una hora empezó a llover. Desató la manta que llevaba detrás y se la echó por los hombros. Vio la cortina gris acercarse a él por el campo y la lluvia no tardó en golpear con fuerza la arcilla gris mate de la bajada por la que estaba pasando. El caballo avanzaba pesadamente. El perro iba detrás. Parecían lo que eran, parias en una tierra extranjera. Sin techo, perseguidos, cansados.

Cabalgó todo el día por el extenso barrizal, entre los remansos del río y el largo e ininterrumpido recodo de la calzada, en dirección al oeste. La lluvia amainó, pero no cesó del todo. Llovió todo el día. En dos ocasiones vio jinetes en el llano y se detuvo, pero los jinetes siguieron adelante. Al anochecer cruzó la vía del tren y entró en el pueblo de Mata Ortiz.

Sofrenó el caballo delante de la puerta de una pequeña tienda azul, se apeó, anudó las riendas a un poste, entró y permaneció en la semipenumbra. Una voz de mujer se dirigió a él. El chico preguntó si en aquel sitio había un médico.

¿Un médico?, dijo ella.

Estaba sentada en una silla al fondo del mostrador acunando lo que parecía un matamoscas.

Sí. En este pueblo, dijo él.

Ella lo miró con detenimiento. Como tratando de dilucidar la naturaleza de su enfermedad. De sus heridas. Dijo que el médico más cercano estaba en Casas Grandes. Luego medio se levantó de la silla y empezó a agitar el matamoscas como si pretendiese espantarlo.

¿Perdón?, dijo él.

Ella se retrepó riendo. Sacudió la cabeza y se llevó una mano a la boca. No, dijo. No. El perro. El perro. Dispénseme.

Billy se volvió y vio al perro detrás de él, en la entrada. La mujer se levantó pesadamente sin dejar de reír y se aproximó trayendo unas gafas viejas de montura metálica. Se las colocó sobre el puente de la nariz, lo cogió del brazo y lo volvió hacia la luz.

Güero, dijo. Busca al herido, ¿no?

Es mi hermano.

Se quedaron callados. Ella no le soltaba el brazo. Él intentó ver en sus ojos pero la luz jugueteaba con los cristales de las gafas, y uno de los cuales era casi opaco de sucio que estaba, como si la mujer apenas tuviera visión en aquel ojo y no creyese necesario limpiarlo.

¿Estaba vivo?, preguntó él.

La mujer dijo que vivía cuando pasó por delante de su puerta y que la gente había seguido al camión hasta el final del pueblo y que al menos dentro de los límites de Mata Ortiz estaba vivo, pero que más allá no podía asegurarlo.

Él le dio las gracias y se dispuso a marchar.

¿El perro es suyo?, preguntó ella.

Billy respondió que el perro era de su hermano. Ella dijo que lo había adivinado porque el animal tenía cara de preocupación. Miró al caballo, que aguardaba en la calle.

Es su caballo, dijo.

Sí .

Asintió. Bueno, dijo. Monte, caballero. Monte y vaya con Dios.

Le dio las gracias y fue hasta el caballo, lo desató y montó. Se volvió y se llevó el índice al ala del sombrero saludando a la mujer, que seguía en la puerta.

Momento, dijo ella.

Esperó. Enseguida apareció una muchacha en la puerta y pasó junto a la mujer y se acercó a él y lo miró. Era muy bonita y muy tímida. Levantó una mano con el puño cerrado.

¿Qué hay ahí?, preguntó él.

Tómelo.

Él alargó la mano y ella dejó caer en su palma un pequeño corazón de plata. Él lo puso a la luz y lo examinó. Le preguntó qué era.

Un milagro, dijo.

¿Un milagro?

Sí. Para el güero. El güero herido.

El chico sopesó el corazón en la mano y miró a la chica.

No estaba herido en el corazón, dijo. Pero ella se limitó a apartar la vista sin contestar; él le dio las gracias y se metió el corazón en el bolsillo de la camisa. Gracias, dijo. Muchas gracias.

Ella retrocedió. Qué joven tan valiente, dijo y él reconoció que, en efecto, su hermano era valiente, y volvió a tocarse el ala del sombrero y saludó con la mano a la mujer, que permanecía en el portal con el matamoscas en la mano, y echó a andar por la única calle de Mata Ortiz rumbo al norte y a San Diego.

Cruzó el puente y empezó a subir por la colina en dirección a las viviendas; era una noche oscura y sin estrellas debido a las nubes de lluvia. Los mismos perros salieron disparados aullando y rodearon al caballo. Pasó por delante de los portales débilmente iluminados y de los restos de los fuegos vespertinos; la broma del humo flotaba en el aire húmedo que invadía el recinto. No vio a nadie correr para anunciar su llegada, pero cuando llegó a la casa de los Muñoz la mujer estaba allí de pie, esperándolo. La gente venía de sus casas. Se detuvo sin desmontar y la miró.

¿Está él?, preguntó.

Sí. Está.

¿Vive?

Vive.

Desmontó, le pasó las riendas al muchacho más próximo de los muchos que había congregados y se quitó el sombrero y entró agachando la cabeza. La mujer lo siguió. Boyd yacía en un jergón, al fondo de la estancia. El perro se había ovillado ya a su lado en el jergón. En el suelo había presentes de comida y de flores e imágenes santas de madera o arcilla o paño y cajitas de madera hechas a mano que contenían milagros y ollas y cestos y botellas de cristal y estatuillas. En la hornacina que había en la pared ardía una vela a los pies de la humilde Virgen de madera; esa era toda la luz de la estancia.

Regalos de los obreros, susurró la mujer.

¿Del ejido?

Ella dijo que algunos presentes eran del ejido pero que la mayor parte eran de los trabajadores que lo habían llevado hasta allí. Dijo que el camión había regresado y que los hombres habían hecho fila con el sombrero en la mano y que habían dejado sus presentes a su lado.

Billy se acuclilló y miró a Boyd. Retiró la manta y le subió la camisa que tenía puesta. Boyd estaba envuelto en vendajes de muselina, como si fuera un muerto recién vestido, y la sangre le había empapado la tela y se veía seca y negra. Puso la mano en la frente de Boyd y este abrió los ojos.

¿Cómo estás, socio?, dijo.

Pensaba que te habían cogido, susurró Boyd. Pensaba que estabas muerto.

Pues ya me ves.

El bueno de Niño.

Sí. El bueno de Niño.

Estaba pálido y caliente. ¿Sabes qué es hoy?, dijo.

No. ¿Qué?

Mi cumpleaños. Si consigo llegar a mañana.

Por eso no te preocupes.

Se volvió a la mujer. ¿Qué dice el médico?

La mujer sacudió la cabeza. No había ningún médico. Habían mandado llamar a una anciana que era una simple bruja, quien le había untado las heridas con un emplasto de hierbas y después le había dado de beber una infusión.