¿Qué dice la bruja? ¿Es grave?
La mujer apartó la cara. A la luz de la hornacina pudo ver las lágrimas que surcaban su rostro moreno. La mujer se mordió el labio inferior. No respondió. Maldita sea, dijo él.
Eran las tres de la noche cuando entró a caballo en Casas Grandes. Cruzó el alto terraplén de la vía férrea y tomó por la calle Alameda hasta que vio luz en una cantina. Echó pie a tierra y entró. En una mesa próxima a la barra había un hombre dormido sobre sus brazos cruzados, y a excepción de él el lugar estaba desierto.
Oiga, dijo Billy.
El hombre se irguió de golpe. El chico que estaba delante de él tenía todo el aspecto de traer malas noticias. Permaneció con las manos sobre la mesa en actitud cautelosa.
El médico, dijo Billy. ¿Dónde vive el médico?
El mozo del doctor levantó la tranca y el picaporte de la puerta practicada en el portón de madera y se quedó dentro del zaguán en penumbra. No dijo nada, solo esperó a oír la historia del suplicante. Cuando Billy terminó, el mozo asintió con la cabeza. Bueno, dijo. Pásale.
Se hizo a un lado, Billy entró y el mozo volvió a asegurar la puerta. Espere aquí, dijo. Luego se alejó sin ruido por el adoquinado y desapareció en la oscuridad.
Esperó un largo rato. Del zaguán le llegó un olor a plantas verdes y tierra y humus. El murmullo del viento. Cosas cuyo sueño se había visto alterado. Fuera, Niño dejó escapar un débil gañido. Por fin una luz se acercó por el patio yel mozo apareció otra vez. Detrás de él iba el doctor.
No estaba vestido sino que venía en bata, con una mano en el bolsillo. Era un hombre menudo y desaseado.
¿Dónde está tu hermano?, preguntó.
En el ejido de San Diego.
¿Y cuándo ocurrió ese accidente?
Hace dos días.
El doctor escrutó el rostro del chico a la pálida luz amarillenta.
¿Tiene mucha fiebre?
No lo sé. Sí. Un poco.
El médico asintió. Bueno, dijo. Le ordenó al mozo que pusiera el coche en marcha y luego se volvió hacia Billy. Dame unos minutos, dijo. Cinco minutos.
Levantó una mano y extendió los cinco dedos.
Sí, señor.
No tienes con qué pagar, claro.
Fuera tengo un buen caballo. Le daré el caballo.
Yo no quiero tu caballo.
Tengo los papeles.
El médico ya había girado sobre sus talones. Trae el caballo, dijo. Puedes dejarlo aquí dentro.
¿Tiene sitio para poder llevar la silla con nosotros?
¿La silla?
Me gustaría conservarla. Me la regaló mi padre. No tengo modo de llevármela de vuelta.
Puedes llevártela en tu caballo.
¿No piensa quedarse con él?
No. No hace falta.
Esperó fuera en la calle sujetando a Niño mientras el mozo retiraba la tranca y abría el alto portón de madera. Billy empezó a andar con el caballo, pero el mozo lo previno, le dijo que esperara y luego se volvió y se marchó. Al cabo de un rato oyó arrancar el coche y el mozo pasó por el zaguán conduciendo un viejo Dodge cupé. Dejó el coche en la calle con el motor en marcha, cogió las riendas, hizo pasar el caballo por el portón y lo llevó a la parte de atrás.
A los pocos minutos apareció el doctor. Vestía un traje oscuro; el mozo iba detrás con su maletín de médico.
¿Listo?, dijo el doctor.
Listo.
El doctor rodeó el coche y se puso al volante. El mozo le tendió el maletín y cerró la portezuela. Billy ocupó el asiento del acompañante, el doctor encendió los faros y el motor se apagó.
Se quedó esperando. El mozo abrió la portezuela, rebuscó debajo del asiento, cogió la manivela, fue a la parte frontal del coche y el doctor apagó los faros. El mozo se agachó, introdujo la manivela en la ranura, se incorporó y la hizo girar; el motor se encendió otra vez. El doctor pisó el acelerador a fondo, encendió nuevamente los faros, bajó la ventanilla y cogió la manivela que le tendía el mozo. Luego puso la palanca de cambio en primera y arrancaron.
La calle era estrecha y estaba mal iluminada y los haces amarillos de los faros dieron sobre un muro que había al fondo. En ese momento entraba en la calle un grupo familiar, el hombre delante y la mujer detrás con dos niñas no muy crecidas que traían cestos y fardos burdamente atados. Se quedaron inmóviles como ciervos a la luz de los faros y sus posturas parodiaron las sombras de extraordinario tamaño proyectadas en la pared que tenían detrás, el hombre muy tieso y erguido y la mujer y la mayor de las niñas con un brazo estirado como para protegerse de algo. El doctor hizo girar el enorme volante de madera hacia la izquierda y los faros barrieron la pared y las figuras volvieron a desvanecerse en la innombrada oscuridad de la noche mexicana.
Háblame del accidente, dijo el doctor.
A mi hermano lo hirieron en el pecho con un rifle.
¿Y cuándo fue eso?
Hace dos días.
¿Habla tu hermano?
¿Cómo?
Que si habla. ¿Está consciente?
Sí, señor. Es que nunca ha sido muy hablador.
Ya, dijo el doctor. Por supuesto. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio mientras conducía hacia el sur. Dijo que el coche tenía radio y que Billy podía ponerla si le apetecía, pero Billy pensó que ya la encendería el doctor si quería escucharla. Al rato el doctor encendió la radio. Escucharon música hillbilly de una emisora de Acuña, en la frontera con Texas, y el doctor condujo y fumó en silencio y los ojos ardientes de las reses que pacían en las cunetas fluctuaban a la luz de los faros y por todas partes el desierto se extendía adentrándose en la oscuridad.
Doblaron por la carretera del ejido cruzando la greda del río y las formas pálidas de los álamos que pasaban de largo a la luz de los faros; luego cruzaron ruidosamente el puente de madera y subieron por la colina hacia el recinto. Los perros del ejido iban y venían frente a las luces sin dejar de aullar. Billy le indicó el camino, dejaron atrás las puertas a oscuras de las casas comunitarias y pararon frente a la mortecina luz amarilla, allí donde su hermano yacía entre ofrendas como un icono en día de fiesta. El doctor apagó el motor y las luces y tendió el brazo para coger el maletín, pero Billy se le había adelantado. El doctor se apeó del coche, se ajustó el sombrero y entró en la casa con Billy detrás.
La señora Muñoz había venido ya del otro cuarto y estaba iluminada por la débil luz de la vela votiva con el único vestido que Billy le había visto hasta entonces. Le dio las buenas tardes al doctor. El doctor le tendió el sombrero, luego se desabrochó la americana, se la quitó y la sostuvo en alto mientras del bolsillo interior extraía el estuche de las gafas. Después le pasó la americana a la mujer y se quitó los gemelos, primero el izquierdo, luego el derecho, se los guardó en el bolsillo del pantalón, se subió dos vueltas cada una las almidonadas mangas de su camisa blanca, se sentó en el jergón, sacó las gafas del estuche, se las ajustó y miró a Boyd. Puso una mano en la frente de Boyd. ¿Cómo estás?, preguntó. ¿Cómo te sientes?
Mejor que nunca, resolló Boyd.
El doctor sonrió. Se volvió hacia la mujer. Hiérvame un poco de agua, le dijo. Luego sacó del bolsillo una pequeña linterna niquelada y se inclinó sobre Boyd. Boyd cerró los ojos, pero el doctor le bajó alternativamente los párpados inferiores y le examinó los ojos. Pasó lentamente el haz de luz a un lado y a otro de las pupilas y miró dentro. Boyd intentó apartar la cabeza, pero el doctor le había puesto la mano plana en la mejilla. Mírame, dijo.