Retiró la manta. Una cosa pequeña se escabulló por la muselina. Boyd llevaba puesto un mono blanco de algodón como los que usaban los trabajadores en el campo, sin cuello ni botones. El doctor le subió el mono, le sacó el codo derecho de la manga y se lo colocó sobre la cabeza y luego, con sumo cuidado, retiró la prenda del brazo izquierdo de Boyd y se la pasó a Billy sin mirarlo siquiera. Boyd estaba envuelto en lienzos de algodón y la herida le había empapado el vendaje y la sangre estaba seca y negra. El doctor deslizó la mano por debajo del vendaje y puso su mano sobre el pecho de Boyd. Respira, dijo. Respira hondo. Boyd inspiró, pero su respiración fue muy forzada y superficial. El doctor deslizó la mano hacia el lado izquierdo del tórax junto a las manchas oscuras del vendaje y le dijo que respirara otra vez. Se agachó para abrir los cierres de su maletín y sacó su estetoscopio y se lo puso al cuello, extrajo unas tijeras terminadas en forma de cuchara, cortó los sucios vendajes y luego levantó los extremos totalmente rígidos a causa de la sangre seca. Puso los dedos sobre el pecho desnudo de Boyd, golpeó el dedo anular izquierdo con el derecho y escuchó. Movió la mano y golpeó una vez más. Movió la mano hacia el hundido y cetrino abdomen de Boyd y sondeó suavemente con los dedos. Observó la cara del muchacho.
Tienes muchos amigos, dijo. ¿No?
¿Cómo?, resolló Boyd.
Tantos regalos.
Se ajustó las boquillas del estetoscopio, apoyó el diafragma en el pecho de Boyd y escuchó. Lo movió de derecha a izquierda. Respira hondo, dijo. Por la boca. Otra vez. Bueno. Puso el diafragma sobre el corazón y escuchó. Escuchó con los ojos cerrados.
Billy, resolló Boyd.
Shhh, dijo el doctor. Se llevó un dedo a los labios. No hables. Se quitó las boquillas del estetoscopio, levantó por su cadena un reloj de oro que llevaba en el bolsillo del chaleco y lo abrió con el pulgar. Con dos dedos apretó un costado del cuello de Boyd debajo de la mandíbula, inclinó la esmaltada esfera blanca del reloj hacia la lámpara votiva y observó en silencio mientras el delgadísimo segundero recorría por sectores la muestra con sus pequeños números romanos negros.
¿Cuándo puedo hablar?, susurró Boyd.
El doctor sonrió. Ahora si quieres, dijo.
Billy.
Qué.
No tienes por qué quedarte.
No te preocupes por mí.
Si no quieres no tienes por qué quedarte.
No voy a ningún lado.
El doctor deslizó el reloj en el bolsillo del chaleco. Saca la lengua, dijo.
Examinó la lengua de Boyd, le metió el dedo en la boca y palpó la cara interna de su mejilla. Luego se inclinó, cogió el maletín, lo puso sobre el jergón a su lado, lo abrió y lo ladeó hacia la luz. El maletín era de cuero abollonado teñido de negro, tenía las esquinas gastadas y el cuero de esa zona y de los cantos se había vuelto otra vez marrón. Las lengüetas de latón revelaban los ochenta años de uso, pues ya su padre había llevado ese mismo maletín antes que él. Cogió una abrazadera para medir la presión sanguínea, envolvió con ella el delgado brazo de Boyd y con la pera bombeó el aparato. Colocó el diafragma del estetoscopio en el pliegue del codo de Boyd y escuchó. Observó cómo la aguja caía y luego saltaba. En los cristales de sus anticuadas gafas apareció centrada la delgada llama erecta de la lámpara votiva. Muy menuda, muy estable. Como si en sus ojos envejecidos ardiese la luz de una sagrada indagación. Retiró la abrazadera y se volvió hacia Billy.
¿Hay una mesa pequeña en la casa? ¿O una silla?
Hay una silla.
Bueno. Tráemela. Y trae también un recipiente para agua. Una bota o lo que haya.
Sí, señor.
Y un vaso de agua potable.
Sí, señor.
Tu hermano debe tomar agua. ¿Me entiendes?
Sí, señor.
Y deja la puerta abierta. Necesitamos aire.
Sí, señor. Enseguida.
Billy volvió con la silla boca abajo colgada de un brazo por el respaldo y una olla de arcilla con agua en una mano y una taza con agua de pozo en la otra. El doctor se había incorporado, se había puesto un mandil blanco y tenía en la mano una toalla y una pastilla de un jabón que parecía casi negro. Bueno, dijo. Metió el jabón dentro de la toalla, se puso esta bajo el brazo, cogió con cuidado la silla que le tendía Billy, la puso del derecho en el suelo y la corrió ligeramente hacia el sitio donde quería tenerla. Cogió la olla que Billy le tendía, la colocó encima de la silla, se agachó y después de rebuscar entre sus cosas sacó una pipeta curva de vidrio y la metió en la taza que sostenía Billy. Le dijo que le diera agua a su hermano. Le dijo que procurase que bebiera despacio.
Sí, señor, dijo Billy.
Bueno, dijo el doctor. Se sacó la toalla de debajo del brazo y se subió las mangas. Miró a Billy.
No te preocupes, dijo.
No, señor, dijo Billy. Procuraré.
El doctor asintió y se marchó a lavarse las manos. Billy se sentó en el jergón, se inclinó y sostuvo la taza y la pipeta para que Boyd pudiese beber. Si quieres te subo la colcha, dijo. ¿Tienes frío? No tienes frío, ¿verdad?
No tengo frío.
Toma.
Boyd bebió.
No bebas deprisa, dijo Billy. Inclinó la taza. Con ese atuendo parecías un destripaterrones.
Boyd bebió con ganas y luego se volvió para toser.
No bebas tan deprisa.
Boyd recobró el aliento. Bebió otra vez. Billy apartó la taza, esperó y se la ofreció de nuevo. La pipeta de vidrio matraqueó con un ruido de succión. Inclinó la taza. Cuando hubo terminado toda el agua, Boyd permaneció tumbado, reponiéndose del esfuerzo, y miró a Billy. Hay cosas peores para parecerse, dijo.
Billy dejó la taza en la silla. No te he cuidado demasiado bien, ¿verdad?, dijo.
Boyd no respondió.
El doctor dice que te restablecerás.
Boyd respiraba con dificultad, echada la cabeza hacia atrás. Contempló las oscuras vigas del techo.
Dice que quedarás como nuevo.
Yo no se lo he oído decir, dijo Boyd.
Cuando el doctor regresó Billy recogió la taza, se levantó y se quedó de pie con ella en la mano. El doctor estaba secándose las manos. Tenía sed, ¿verdad?
Sí, señor, respondió Billy.
La mujer entró con un cubo lleno de agua humeante. Billy se acercó a ella, cogió el cubo por el asa y lo dejó en la chimenea tal como le indicó el doctor. Este dobló la toalla, la dejó junto al maletín, dejó el jabón encima y se sentó. Bueno, dijo. Bueno. Se volvió hacia Billy. Ayúdame, dijo.
Entre los dos pusieron a Boyd de costado. Boyd jadeó y trató de aferrarse al aire con una mano. Se cogió del hombro de Billy.
Tranquilo, socio, dijo Billy. Sé que te duele.
Qué vas a saber, resolló Boyd.
Así, dijo el doctor. Así está bien.
Retiró con cuidado los lienzos manchados y ennegrecidos del pecho de Boyd y se los pasó a la mujer. Dejó sin tocar las cataplasmas de hierbas, la que tenía en el pecho y la otra, más grande, detrás del hombro. Se inclinó sobre el muchacho, presionó suavemente las cataplasmas por turnos para comprobar si algo se escapaba por debajo y olfateó el aire en busca de indicios de putrefacción. Bueno, dijo. Bueno. Tocó suavemente la zona de debajo del brazo entre las dos cataplasmas allí donde la piel estaba tumefacta y azulada.