La entrada es en el pecho, ¿no?
Sí, dijo Billy.
Asintió, cogió la toalla y el jabón, sumergió la toalla en la olla de agua caliente, la enjabonó y se puso a limpiar el pecho y la espalda de Boyd, lavando con especial cuidado la zona en torno a las cataplasmas y la axila. Enjuagó la toalla en el agua, la estrujó, se agachó y limpió el jabón. La toalla había quedado oscura de mugre. ¿No tienes frío?, preguntó. ¿Estás cómodo? Bueno. Bueno.
Cuando hubo terminado dejó a un lado la toalla, puso la olla en el suelo y se inclinó para coger de su maletín una toalla plegada que dejó encima de la silla y abrió cuidadosamente valiéndose únicamente de la yema de los dedos. Dentro había una segunda toalla pasada por el autoclave y hecha un paquetito asegurado con esparadrapo. Levantó y separó cuidadosamente el esparadrapo y sosteniendo los bordes con delicadeza entre el índice y el pulgar extendió la toalla abierta sobre el asiento de la silla. Dentro había trozos rectangulares de gasa y de muselina y torundas de algodón. Toallitas plegadas. Rollos de venda. Levantó las manos sin tocar nada, sacó de su maletín dos platillos esmaltados que iban envueltos juntos, y dejó uno cerca del maletín y sumergió el otro en el cubo hasta llenarlo casi de agua caliente; luego lo transportó celosamente con ambas manos hasta la silla y lo dejó en el borde de la silla, lejos de las vendas. Seleccionó de sus departamentos especiales los utensilios de acero niquelado. Tijeras puntiagudas, fórceps y hemostáticos en un total de una docena aproximada. Boyd observaba. Billy observaba. Dejó los instrumentos en el platillo y sacó del maletín una pequeña jeringa roja que puso en el platillo; sacó también una lata pequeña de bismuto y dos palillos de nitrato de plata, que desenvolvió, y luego dejó todo sobre la toalla, al lado del platillo. Después extrajo un frasco de yodo, aflojó el tapón, le pasó el frasco a la mujer y, una vez que hubo colocado sus manos sobre el platillo, le explicó cómo tenía que verter el yodo sobre sus manos. La mujer avanzó y destapó el frasco.
Ándale, dijo él.
Ella vertió.
Más, dijo. Un poquito más.
Como la puerta de la calle estaba abierta la llama palpitaba y serpenteaba en el cristal, y su escasa luz crecía y menguaba amenazando con extinguirse del todo. Inclinados los tres sobre el jergón donde yacía el muchacho, parecían unos asesinos rituales. Basta, dijo el doctor. Bueno. Levantó las manos mojadas. Estaban teñidas de un marrón óxido. El yodo bailaba en el platillo como sangre veteada. Asintió mirando a la mujer. Ponga el resto en el agua, dijo.
Ella vertió el resto del yodo en el platillo y después de comprobar el agua con el dedo, el doctor cogió rápidamente un hemostático del platillo y con aquel cogió un paquete de trozos de muselina, lo sumergió allí y luego lo sostuvo para que se secara. Se volvió otra vez hacia la mujer. Bueno, dijo. Quítele la cataplasma.
Ella se llevó una mano a la boca. Miró a Boyd y miró al doctor.
Ándale pues, dijo él. Está bien.
La mujer se santiguó, cogió el trapo que sujetaba la cataplasma, lo levantó, pasó el pulgar por debajo de esta y la arrancó. Era de hierbas apelotonadas y estaba casi negra de sangre. Costó desprenderla, como si hubiera sido un bicho que se alimentaba de la herida. La mujer se echó hacia atrás y ocultó la cataplasma con el sucio lienzo de la venda. Allí estaba Boyd, a la parpadeante luz de la vela votiva, con un pequeño agujero redondo varios centímetros más arriba y a la izquierda de su tetilla izquierda. La herida estaba seca, encostrada y blanquecina. El doctor se inclinó y la limpió cuidadosamente con el algodón. El yodo manchó la piel de Boyd. Del agujero surgía un fino reguero de sangre que cruzaba lentamente el pecho de Boyd. El doctor puso una gasa limpia sobre la herida. Vieron cómo se oscurecía de sangre. El doctor levantó los ojos hacia la mujer.
¿La otra?, dijo ella.
Sí. Por favor.
La mujer se inclinó, separó la cataplasma de la espalda de Boyd y la levantó. Era más grande, negra y fea. Debajo había un orificio mellado que bostezaba en rojo. En torno a él la carne estaba encostrada de escamas y sangre renegrida. El doctor puso un paquete de gasas sobre la herida, puso encima un trozo de muselina, presionó con las yemas de los dedos y lo aguantó en su sitio. La tela se oscureció lentamente. El doctor puso más gasas. Un hilillo de sangre corría por la espalda de Boyd. El doctor se lo limpió y volvió a apretar la herida con la yema de los dedos.
Una vez cortada la hemorragia cogió un paño y lo mojó en la solución de yodo del platillo y mientras sostenía las gasas contra la herida de la espalda se puso a limpiar en torno a las dos heridas. Arrojó las torundas sucias a la bandeja que tenía junto a él y cuando hubo terminado se subió las gafas al puente de la nariz con el dorso de la muñeca y miró a Billy.
Cógele la mano, dijo.
¿Mande?, dijo Billy.
Cógele la mano.
No sé si va a dejarme.
Sí va a dejarte.
Se sentó al borde del jergón y tomó la mano de Boyd; Boyd se la apretó.
Tócate las narices, susurró Boyd.
¿Qué ha dicho?
Nada, dijo Billy. Ándale.
El doctor cogió un paño estéril y envolvió con él la pequeña linterna; luego encendió la linterna y se la metió en la boca. A continuación dejó el paño en el platillo junto con las torundas, cogió un hemostático del platillo correspondiente y se inclinó sobre Boyd y con cuidado levantó los tampones del orificio de salida y enfocó la linterna hacia adentro. La sangre volvía a manar; el doctor colocó el hemostático en la herida y la cerró.
Boyd se arqueó y echó la cabeza hacia atrás, pero no gritó. El doctor cogió otro hemostático del platillo, restañó la sangre con un pedazo de paño, examinó la herida con la linterna y grapó otra vez. Los tendones del cuello de Boyd brillaron al tensarse. El doctor sujetó la linterna con los dientes. Unos minutos más, dijo. Unos minutos.
Puso otros dos hemostáticos y luego cogió del platillo la jeringa roja, la llenó con la solución de yodo e indicó a la mujer que cogiera la toalla y se la pusiera al chico en la espalda. Después introdujo lentamente el líquido en la herida. La limpió con una torunda y volvió a introducir líquidos limpiando los cuajarones de sangre y pus. Tendió la mano, cogió un hemostático del platillo y lo grapó a la herida.
Pobrecito, dijo la mujer.
Solo unos minutos, dijo el doctor.
Vertió una vez más líquido en la herida con la jeringa, cogió uno de los palillos de nitrato de plata y sosteniendo con una mano una torunda de una muselina, le limpió los cuajarones de sangre mientras con la otra mano cauterizaba con nitrato de plata. El nitrato de plata dejó en el tejido un rastro gris claro. Grapó otro hemostático y volvió a verter líquido en la herida. La mujer dobló la toalla contra la espalda de Boyd y la aguantó. Con el fórceps el doctor extrajo de la herida una cosa pequeña y la puso a la luz. Era del tamaño de un grano de trigo y le dio vueltas para examinarla en el pequeño cono de luz.
¿Qué es eso?, dijo Billy.
El doctor se inclinó con la linterna entre los dientes para que el chico pudiera verlo mejor. Plomo, dijo. Pero, de hecho, era una pequeña astilla desprendida de la sexta costilla de Boyd y él se refería al ligero colorido metálico del borde concoidal del hueso. La dejó sobre la toalla junto con el fórceps y con el dedo índice palpó la costilla de Boyd de delante hacia atrás. ¿Te duele?, dijo. ¿Ahí? ¿Ahí? Boyd tenía la cara vuelta hacia el otro lado. Parecía como si apenas pudiese respirar.