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El doctor cogió del platillo unas pequeñas tijeras puntiagudas, miró a Billy de soslayo y procedió a recortar el tejido muerto de los bordes de la herida. Billy tendió el brazo y cogió la mano de Boyd entre las suyas.

El perro, dijo el doctor.

Billy miró hacia la puerta. Allá estaba el perro, mirándolos. Fuera, dijo.

Tranquilo, dijo el doctor. Déjalo. Es de tu hermano, ¿verdad?

Sí .

El doctor asintió.

Cuando hubo terminado le dijo a la mujer que sostuviera la toalla bajo la herida que Boyd tenía en el pecho y luego vertió líquido y la limpió también. Volvió a llenarla de solución y la sondeó con una torunda. Por último se sentó, se echó hacia atrás, se quitó la linterna de la boca, la dejó sobre la toalla y miró a Billy.

Es un muchacho muy valiente, dijo.

¿Es grave?, preguntó Billy.

Es grave, respondió el doctor. Pero no muy grave.

¿Qué sería muy grave?

El doctor se ajustó las gafas, subiéndoselas otra vez con la muñeca. Ahora hacía frío en la habitación. Podía verse muy tenuemente cómo el aliento del doctor formaba un penacho y caía en la fluctuante luz. Una perla de sudor sobre su frente. Hizo la señal de la cruz en el aire. Eso, dijo. Eso sería muy grave.

Alcanzó otra vez la linterna, cogiéndola con uno de los trozos de muselina. Se la puso entre los dientes, cogió la ampolla, volvió a llenarla y la dejó a un lado y luego desgrapó lentamente el primero de los hemostáticos que formaban una circunferencia de quincalla en torno a la herida que Boyd tenía en la espalda. Lo retiró muy despacio. Después desgrapó el siguiente.

Cogió la ampolla y con cuidado limpió la herida con torundas; luego dio unos suaves toques a la herida con el palillo de nitrato de plata. Empezó por la parte de arriba y fue descendiendo. Cuando hubo quitado el último hemostático y lo hubo arrojado al platillo, se quedó un momento con las manos apoyadas en la espalda de Boyd, como exhortándolo a curarse. Luego cogió la lata de bismuto, desenroscó la tapa y sosteniéndola sobre las heridas espolvoreó estas con el polvo blanco.

Puso gasas sobre las heridas y sobre la de la espalda una pequeña toalla limpia que cogió del material estéril, las aseguró con esparadrapo y después él y Billy incorporaron a Boyd. El doctor lo envolvió rápidamente con un rollo de vendas, pasándole este bajo los brazos para coger el otro extremo. Aseguró el extremo de venda mediante dos grapas metálicas y volvieron a ponerle el mono a Boyd y lo acostaron otra vez. No podía mantener la cabeza erguida y tragó una larga y chirriante bocanada de aire.

Ha sido muy afortunado, dijo el doctor.

¿Cómo?

Que no se le han punzado los pulmones. Que no se le ha roto la arteria que queda muy cerca de la dirección que llevaba la bala. Pero, sobre todo, que no hay una gran infección. Muy afortunado.

Envolvió sus instrumentos en la toalla, los metió en el maletín, vació las palanganas dentro del cubo y luego las dejó a un lado y cerró el maletín. Se enjuagó y secó las manos, cogió sus gemelos del bolsillo, se bajó las mangas y se las abrochó. Le dijo a la mujer que volvería al día siguiente para cambiar los vendajes y que le dejaría unas vendas y le enseñaría cómo quería que lo hiciera. Le dijo que el muchacho tenía que beber mucha agua. Que debían mantenerlo caliente. Luego le pasó el maletín a Billy, se volvió y dejó que la mujer lo ayudase a ponerse la americana. Luego cogió su sombrero, le dio las gracias por su ayuda y salió por la puerta agachando la cabeza.

Billy fue detrás de él con el maletín e interceptó al doctor cuando este iba hacia la parte frontal del vehículo con la manivela. Le pasó el maletín y le pidió que le entregase la manivela. Permítame, dijo.

Se agachó en la oscuridad, buscó con los dedos la ranura en la parrilla del radiador, ajustó la manivela y la metió en el manguito. Luego se incorporó e hizo girar la manivela. El motor se puso en marcha y el doctor asintió con la cabeza. Bueno, dijo. Retrocedió hacia el guardabarros, dejó el acelerador al ralentí, se volvió, cogió la manivela que Billy le tendía, se agachó y la guardó bajo el asiento.

Gracias, dijo.

A usted.

El doctor asintió. Miró hacia el portal, donde estaba la mujer, y miró de nuevo a Billy. Se sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo puso entre los labios.

Te quedas con tu hermano, dijo.

Sí. Por favor, acepte el caballo.

El doctor dijo que no. Dijo que por la mañana le enviaría al mozo con el caballo. Miró hacia el este, donde la primera luz gris empezaba a sacar de la asentada oscuridad el contorno del tejado de la hacienda. Se está haciendo de día, dijo. Pronto amanecerá.

Sí, dijo Billy.

Quédate con tu hermano, dijo el doctor. Te enviaré el caballo.

Luego subió al coche, cerró la portezuela y encendió las luces. Aunque no había nada que ver, los ejiditarios habían salido a las puertas de sus viviendas; eran hombres y mujeres que los faros hacían palidecer, vestidos con sus prendas de algodón sin blanquear, los niños agarrados a sus rodillas y todos ellos mirando cómo el coche se pasaba dando tumbos y torcía y salía del recinto y enfilaba la carretera con los perros que corrían a la par aullando y lanzando dentelladas a los neumáticos que se chafaban blandamente al girar en la arcilla.

Cuando Boyd despertó a media mañana Billy estaba sentado junto a él, y cuando despertó a mediodía y por la tarde, él seguía allí. Estaba sentado, cabeceando y bamboleándose en el crepúsculo y tuvo un sobresalto al oír que lo llamaban por su nombre.

¿Billy?

Abrió los ojos. Se inclinó.

No tengo agua.

Voy a buscar. ¿Dónde está el vaso?

Aquí. Billy.

Qué.

Has de ir a Namiquipa.

Yo no me muevo de aquí.

Ella pensará que le has dado esquinazo.

No puedo dejarte.

Estaré bien.

No puedo irme y dejarte aquí.

Claro que puedes.

Necesitas que alguien se ocupe de ti.

Oye, dijo Boyd. Yo ya he olvidado todo eso. Vamos, haz lo que te pido. Además, tú estabas preocupado por los caballos.

El mozo llegó a mediodía siguiente montando un burro y tirando de Niño por un ronzal. Los trabajadores estaban en los campos y el mozo cruzó el puente y enfiló su hilera de viviendas sin dejar de llamar a un tal señor Páramo. Billy salió y el mozo detuvo el burro y lo saludó con un movimiento de cabeza. Su caballo, dijo.

Miró el caballo. Lo habían alimentado, almohazado, abrevado y dejado descansar, parecía otro caballo, y así se lo dijo al mozo. El mozo inclinó levemente la cabeza, desenganchó el cabo del ronzal de la perilla de su silla y se bajó del burro.

¿Por qué no montaba en el caballo?, preguntó Billy.

El mozo se encogió de hombros. Dijo que el caballo no era suyo.