¿Quiere montar en él?
Nuevamente se encogió de hombros. De pie, con el ronzal en la mano.
Billy se acercó al caballo, deshizo el nudo de las riendas que colgaban del borrén, embridó el caballo, dejó caer las riendas y le sacó el ronzal a Niño.
Ándale, dijo.
El mozo enrolló la cuerda, la colgó de la perilla de la silla del burro, se acercó al caballo, le dio unas palmadas y cogió las riendas, puso el pie en el estribo y montó. Echó a andar por el paseo entre las hileras de casas, puso el caballo al trote corto y cabalgó colina arriba más allá de la hacienda, pero allí dio media vuelta, pues no quería dejar el caballo fuera del alcance de la vista. Lo hizo recular y girar y ejecutar unas figuras de ochos y luego bajó por la colina al galope y frenó haciendo acodillar al caballo delante de la puerta y se apeó, todo en un solo movimiento.
¿Le gusta?, dijo Billy.
Claro que sí, dijo el mozo. Se inclinó y apoyó la palma de la mano en la nuca del caballo y luego se volvió, montó a lomos del burro y se alejó por el paseo sin mirar atrás.
Cuando se marchó era casi de noche. La señora Muñoz intentó que aguardase a la mañana, pero él no quiso hacerlo. El doctor había llegado por la tarde y le había dejado los vendajes y un paquete de sales de Epsom, y la mujer le había preparado a Boyd una infusión de manzanilla, árnica y raíz de golondrina. A Billy le dio un viejo morral de lona en el que había metido algunas provisiones y él colgó el morral de la perilla de la silla, montó, hizo volverse al caballo y la miró.
¿Dónde está la pistola?, preguntó.
La mujer dijo que estaba bajo la almohada, junto a la cabeza de su hermano. Él asintió. Miró por la carretera en dirección al puente y al río y volvió a mirarla. Le preguntó si algún hombre había venido al ejido.
Sí, dijo ella. Dos veces.
Él asintió de nuevo. Es peligroso para ustedes, dijo.
La mujer se encogió de hombros. Dijo que la vida era peligrosa. Y que un hombre del pueblo no tenía otra elección. Él sonrió. ¿Mi hermano es un hombre del pueblo?
Sí, respondió ella. Claro.
Billy partió hacia el sur por la carretera entre los álamos de la ribera, cruzando el pueblo de Mata Ortiz y siguiendo la luna por el oeste hasta que se desvió y pasó el resto de la noche al abrigo de una arboleda que había divisado desde la carretera. Se envolvió en su sarape y dejó el sombrero sobre la parte superior de sus botas y no despertó hasta que se hizo de día.
Al día siguiente cabalgó toda la jornada. Pasaban pocos coches y no vio ningún jinete. Por la tarde el camión que había transportado a su hermano hasta San Diego se acercó por el norte a marchas forzadas arrastrando una estela de polvo y se detuvo con un rechinar de frenos. Los trabajadores que viajaban en la plataforma lo saludaron a voces y agitando el brazo; él se acercó, se echó el sombrero hacia atrás y les tendió la mano. Todos se apiñaron al borde de la caja del camión y extendieron el brazo para saludarlo, y él se inclinó en su caballo y les estrechó la mano uno por uno. Le dijeron que era peligroso que estuviera en la carretera. No le preguntaron por Boyd y cuando él empezó a contarles ellos quitaron importancia a sus palabras porque habían ido a verlo aquel mismo día. Dijeron que había comido y que había bebido un poco de pulque para recobrar energías y que todos los síntomas eran de una franca mejoría. Dijeron que solo la intercesión de la Virgen podía haberle hecho soportar una herida como aquella. Una herida tan grave, dijeron. Tan horrible. Una herida tan fea.
Le hablaron con vehemencia de su hermano, acostado con la pistola debajo de la almohada. Tan joven, dijeron. Tan valiente. Y aun así peligroso. Como el tigre herido en su cueva.
Billy los miró. Dirigió la vista hacia el oeste, en dirección a las largas franjas de sombra allá donde el campo se enfriaba. Las palomas se arrullaban desde las acacias. Los trabajadores creían que su hermano había matado al manco en un tiroteo en las calles de Boquilla y Anexas. Que el manco le había disparado sin mediar provocación y que había sido muy insensato al no contar con el valor del güerito. Le pidieron que les diera más detalles. Cómo el güerito se había levantado de su propio charco de sangre para desenfundar su pistola y abatir al manco, que cayó de su caballo. Se dirigían a Billy con gran respeto y le preguntaron como era que él y su hermano habían decidido encaminarse por el sendero de la justicia.
Billy escrutó sus rostros. Lo que vio en aquellos ojos lo emocionó enormemente. El conductor y los otros dos hombres que iban en la cabina se habían apeado y estaban junto a la parte trasera del camión. Todos esperaban a ver qué decía. Al final les dijo que la descripción de la riña era muy exagerada y que su hermano solo tenía quince años y que si alguien tenía la culpa era él mismo por no haber cuidado mejor de su hermano. No debió haberlo llevado a un país extranjero para que le pegaran un tiro en plena calle como si fuera un perro. Ellos sacudieron la cabeza repitiendo entre sí la edad de Boyd. Quince años, dijeron. Qué guapo. Qué joven tan esforzado. Al final les dio las gracias por cuidar de su hermano y se tocó el ala del sombrero. Todos se apiñaron otra vez con los brazos extendidos y él les estrechó otra vez la mano y se despidió también del conductor y de los otros dos que estaban en la carretera y luego tiró de las riendas, dejó atrás el camión y se alejó hacia el sur por la carretera. Oyó cerrarse detrás de él las puertas de la cabina y el sonido del motor al ser puesto en marcha y el camión lo adelantó lentamente, rugiendo en medio de una nube de polvo. Los trabajadores que iban en la caja agitaron el brazo y algunos se quitaron el sombrero y luego uno de ellos se puso de pie aguantándose en el hombro de un compañero, levantó un puño y gritó: en el mundo hay justicia. Luego cada cual siguió su camino.
Aquella noche el temblor del suelo debajo de él lo hizo despertar. Se incorporó y buscó el caballo, que miraba hacia el oeste. Un tren descendía por la región; el pálido cono amarillo de la luz frontal horadaba lenta y sosegadamente el desierto y el lejano traqueteo de los carriles sonaba extravagante y mecánico en aquel oscuro páramo de silencio. Por último vio la estela de la lucecita cuadrada del vagón de cola. Pasó el tren y solo dejó la tenue estela pálida del humo de caldera flotando en el páramo, y luego se oyó un largo silbido solitario que resonó en la región avisando al paso a nivel de Las Varas.
A mediodía entró en Boquilla con la escopeta puesta de través en el borrén de la silla. No se veía a nadie. Tomó la carretera hacia Santa Ana de Babícora. De anochecida empezó a encontrarse con jinetes que se dirigían hacia el norte camino de Boquilla, jóvenes y muchachos de cabellos negros peinados hacia atrás con brillantina y las botas bien lustradas y camisas baratas de algodón que habían sido planchadas con ladrillos calientes. Era sábado por la noche e iban a un baile. Saludaron muy solemnes con un movimiento de cabeza, montados en burros o en pequeñas mulas de las minas. Él les devolvió el saludo, vigilantes los ojos en todo momento, pegada la escopeta al cuerpo con la culata apoyada en la parte interna del muslo. El buen caballo que montaba abocinaba sus ollares hacia los burros y las mulas. Cuando pasó por La Pinta en el llano poblado de enebros desde el que se dominaba el valle del río Santa María la luna estaba alta. A medianoche llegó a Santa Ana de Babícora, que estaba a oscuras y desierto. Abrevó el caballo en la alameda y tomó hacia el oeste por la carretera de Namiquipa. Tras cabalgar una hora llegó a un riachuelo que formaba parte de las cabeceras del Santa María, donde desvió el caballo de la carretera, lo maneó en la hierba de la ribera, se arrebujó en su sarape y durmió exhausto y sin soñar.