Cuando terminaron de comer tiraron las sobras a las cenizas de la lumbre y limpiaron los platos con pedazos de tortilla y se comieron las tortillas y guardaron los platos en sus mochilas. Luego ciñeron los látigos a sus cabalgaduras y montaron. Él tiró el poso de su taza, la limpió con la camisa y se la entregó al jinete que se la había dado.
Adiós compadrito, le dijeron. Hasta la vista. Se llevaron la mano al ala del sombrero y se alejaron, y cuando se hubieron marchado él fue por su caballo, montó y retomó la vereda hacia el oeste, por donde la loba se había ido.
Al atardecer la loba estaba de nuevo en las montañas. El chico siguió a pie guiando al caballo de las riendas. Estudió los sitios donde ella había cavado pero no supo adivinar para qué lo hacía. Calculó cuánto quedaba de luz extendiendo el brazo y poniendo la mano bajo el sol, y finalmente montó y condujo el caballo por la húmeda nieve en dirección al desfiladero y hacia la casa.
Como ya era de noche acercó el caballo a la cocina; al pasar por delante de la ventana golpeó el cristal con los nudillos sin pararse y luego fue al establo. Durante la cena habló de lo que había visto. Habló de la vaquilla muerta en la montaña.
Donde cruzó de vuelta para Hog Canyon, dijo su padre, ¿era una cañada?
No, señor. Ni siquiera era un sendero.
¿Se podía poner una trampa?
Sí, señor. Lo habría hecho si no hubiese sido porque ya era tarde.
¿Recogiste alguno de los cepos?
No, señor.
¿Quieres volver mañana?
Sí. Me gustaría.
Está bien. Coge un par de cepos y prepara unas trampas sin cebo. El domingo iré contigo.
No sé cómo piensas que el Señor va a bendecir tu trabajo si no guardas las fiestas, dijo la madre.
Bueno, querida, tenemos dificultades, pero tampoco es el fin del mundo.
Me parece un mal ejemplo para los chicos.
El padre se quedó mirando su taza. Luego miró al chico. Iremos el lunes, dijo.
Tumbados en la fría oscuridad de su habitación oyeron aullar a los coyotes en los pastos que se extendían al oeste de la casa.
¿Crees que podrás atraparla?, preguntó Boyd.
No lo sé.
Si lo consigues, ¿qué piensas hacer con ella?
¿A qué te refieres?
A qué vas a hacer con ella.
Pues cobrar la recompensa, supongo.
Siguieron tumbados a oscuras. Los coyotes aullaban. Al rato Boyd dijo: quería decir que cómo la matarás.
Imagino que pegándole un tiro. No conozco otra manera.
Me gustaría verla con vida.
A lo mejor papá te lleva con él.
¿Y en qué caballo voy a ir?
Puedes montar el tuyo a pelo.
Sí, claro, dijo Boyd, puedo montar a pelo.
Siguieron tumbados en la oscuridad.
Él te dará mi silla, dijo Billy.
¿En qué montarás entonces?
Va a traerme una de Martel’s.
¿Nueva?
No, coño. Nueva, no.
Fuera, el perro ladraba. El padre salió a la puerta de la cocina, lo llamó por su nombre y el animal calló al instante. Los coyotes seguían aullando.
Billy.
Qué.
¿Ha escrito papá al señor Echols?
Sí.
Pero no ha tenido noticias suyas, ¿verdad?
No, todavía no.
Billy.
Qué.
He tenido un sueño.
Cuál.
Lo he tenido dos veces.
Bueno, qué sueño.
En el lago seco ardía un gran fuego.
En un lago seco no hay nada que quemar.
Ya lo sé.
¿Qué pasaba?
La gente estaba ardiendo. El lago y la gente estaban en llamas.
Será algo que has comido.
Pero he tenido el mismo sueño dos veces.
A lo mejor has comido lo mismo dos veces.
No lo creo.
Bueno. Solo ha sido una pesadilla. Duérmete.
Era tan real como la luz del día.
La gente sueña constantemente. Eso no significa nada.
¿Para qué se sueña entonces?
No lo sé. A dormir.
Billy.
Qué.
He tenido el presentimiento de que iba a pasar algo malo.
No va a pasar nada malo. Has tenido una pesadilla, nada más. Eso no significa que vaya a pasar nada malo.
Entonces, ¿qué significa?
Nada. Duérmete de una vez.
En los bosques de la ladera meridional parte de la nieve se había derretido a causa del calor del día anterior y había vuelto a helarse por la noche, de modo que en la superficie había una delgada costra bastante dura para que los pájaros caminaran por encima. Y los ratones. En la cañada vio el lugar por el que habían bajado las vacas. Las trampas que había puesto en la montaña seguían todas intactas bajo la capa de nieve, con sus mandíbulas abiertas como duendes de acero silenciosos, estúpidos y ciegos. Cogió tres trampas sosteniendo el cepo con las manos enguantadas, alargó una de ellas por debajo de las mandíbulas y soltó el mecanismo de la cazoleta con el dedo pulgar. Los cepos saltaron con violencia. El ruido de las mandíbulas de acero al cerrarse de golpe resonó en el frío. Era imposible ver el movimiento de las mandíbulas. Ahora estaban abiertas. Ahora estaban cerradas.
Cabalgó con los cepos metidos en el cesto y cubiertos con la piel de becerro para que no se cayeran mientras él se deslizaba en la silla para esquivar las ramas bajas. Al llegar a la bifurcación siguió el rastro que la loba había dejado la tarde anterior cuando fue hacia el oeste en dirección a Hog Canyon. Colocó las trampas en el sendero, cortó unas varas, las puso de trecho en trecho, regresó por una ruta propia desviándose un kilómetro y medio hacia el sur y siguió hasta la carretera de Cloverdale para ver las dos últimas trampas del trayecto.
Aún había nieve en los tramos superiores de la carretera y se veían huellas de neumáticos, de caballo y de ciervo. Cuando llegó a la fuente dejó la carretera, cruzó el prado, desmontó y dejó que su caballo bebiera. Calculó por la posición del sol que era casi mediodía y decidió que intentaría recorrer los seis kilómetros hasta Cloverdale para volver luego por la carretera.
Mientras el caballo bebía, un viejo que conducía una camioneta Model A aparcó junto al cercado. Billy tiró de la cabeza del caballo y después de montar salió a la carretera y paró la montura a la altura del vehículo. El hombre se asomó por la ventanilla, lo miró y luego miró el cesto.
¿Qué estás cazando?, preguntó.
Era un ranchero de la parte del valle que lindaba con la frontera; Billy lo conocía, pero no lo llamó por su nombre. Sabía que el viejo quería que le dijese que estaba cazando coyotes y no quería mentir, al menos no del todo.
Verá, dijo. He visto muchas señales de coyote por allí.
No me extraña, dijo el viejo. Donde vivimos lo han echado todo a perder. Pero pasa y siéntate.
Escudriñó el campo con sus ojos claros. Como si los pequeños chacales estuvieran tramando algo en el llano a pleno sol. Sacó un paquete de cigarrillos ya liados, extrajo uno, se lo llevó a la boca y ofreció el paquete.
¿Fumas?
No, señor. Gracias.
Guardó el paquete y sacó del bolsillo un mechero metálico que parecía una herramienta de soldar tuberías o quitar pintura. Lo encendió y una bola de fuego azulado apareció de repente. Después de encender el cigarrillo cerró el mechero, pero este continuó ardiendo. Lo apagó de un soplo y lo hizo saltar un poco en la mano para que se enfriara. Miró al muchacho.