Cuando despertó, el sol ya estaba alto. Bajó a pie hasta el arroyo con las botas en la mano y se metió en el agua y se agachó para lavarse la cara. Cuando se levantó y buscó con la mirada el caballo, este estaba mirando hacia el camino. Al cabo de unos minutos se acercó un jinete. Bajando por la carretera a lomos del caballo que solía montar su madre iba la muchacha, con un vestido nuevo de algodón azul y un pequeño sombrero de paja con una cinta verde que le caía por la espalda. Billy la vio pasar y cuando estuvo fuera del alcance de la vista se sentó en la hierba y examinó sus botas y el lento correr del riachuelo y los tallos de hierba que la brisa matinal hacía inclinar y recuperar su verticalidad constantemente. Luego cogió las botas, se las calzó, se puso en pie, embridó y ensilló su caballo, montó y salió a la carretera en busca de la chica.
Cuando ella oyó el sonido de los cascos del caballo, se llevó la mano a la copa del sombrero, se volvió y miró. Luego se detuvo. Él aflojó el paso y la alcanzó. La muchacha lo miró de hito en hito con sus ojos oscuros.
¿Está muerto?, preguntó. ¿Está muerto?
No.
No me mientas.
Te lo juro por Dios.
Gracias a Dios. Gracias a Dios. Se apeó del caballo, bajó las riendas, se arrodilló con su vestido nuevo en la reseca arcilla de la calzada, se persignó, cerró los ojos y enlazó las manos para rezar.
Cuando una hora después pasaron a caballo por Santa Ana de Babícora ella apenas había abierto la boca. Era casi mediodía y enfilaron la solitaria calle de barro dejando atrás las hileras de edificios de barro medio desmoronados y la media docena de árboles pintados que constituían la alameda y continuaron de nuevo por la desértica llanura de la meseta. En el pueblo no vio nada parecido a una tienda, y de todos modos aunque la hubiese visto no tenía con qué comprar nada. Ella iba a una prudencial docena de pasos detrás de él; Billy se volvió a mirarla un par de veces, pero ella no sonrió ni se dio por aludida y al cabo de un rato ya no volvió a mirarla. Sabía que la chica no podía haber dejado su casa sin llevar provisiones, pero ella no lo mencionó y él tampoco. Un poco más al norte del pueblo ella dijo algo a sus espaldas y él se detuvo e hizo dar media vuelta al caballo en la calzada.
¿Tienes hambre?, preguntó la chica.
Él se echó el sombrero atrás con el pulgar y la miró. Podría comerme las pelotas de un alce macho, dijo.
¿Mande?
Comieron en un bosquecillo de acacias junto a la carretera. Ella extendió su sarape y puso encima unas tortillas dentro de un paño y tamales envueltos en perfolla de maíz y un tarro pequeño con frijoles del cual desenroscó la tapa y en la que puso una cuchara de madera. Extendió también un mantel en el que llevaba envueltas cuatro empanadas. Dos mazorcas de maíz frío espolvoreadas de chile rojo. La cuarta parte de un pequeño queso de cabra.
La chica se sentó con las piernas dobladas bajo el cuerpo y la cabeza hacia un lado para que el ala del sombrero le hiciera sombra en la cara. Comieron. Cuando él le preguntó si no quería que le hablara de Boyd ella respondió que estaba al corriente. Él la miró. Parecía frágilmente envuelta en su vestido. En la muñeca izquierda tenía una mancha azulada. Por lo demás, su piel era tan perfecta que parecía extrañamente falsa. Como si se la hubieran pintado encima.
Te dan miedo los hombres, dijo él.
¿Qué hombres?
Todos los hombres.
La muchacha se volvió y lo miró. Bajó la vista. Él pensó que estaba meditando la respuesta, pero no hizo más que apartar un escarabajo del sarape y coger una empanada y morderla con delicadeza.
Y quizá tengas razón, dijo él.
Quizá.
Ella dirigió la mirada hacia la hierba del camino, donde los caballos estaban ahuyentando las moscas con la cola. Él pensó que ya no iba a decir nada más, pero ella se puso a hablar de su familia. Dijo que su abuela había enviudado con la revolución y se había vuelto a casar y había enviudado otra vez en menos de un año, y se había casado por tercera vez y por tercera vez había enviudado. No volvió a contraer matrimonio, aunque oportunidades no le faltaran ya que era una mujer guapísima y no había cumplido los veinte cuando el último marido cayó en Torreón, como contaba el tío de él, con una mano en el pecho en un gesto de fidelidad, aferrado a la bala de rifle como si fuera un regalo, mientras la espada y la pistola que llevaba caían inútiles detrás de él, en los palmitos, en la arena, y el caballo sin jinete escarbaba en medio de la refriega y los gritos de los hombres, salía al trote zarandeando los estribos para luego volver y vagar entre otros de su clase, entre los cuerpos de los muertos, en aquel llano absurdo mientras la noche caía alrededor de él y los pequeños pájaros obligados a abandonar sus perchas en los espinos regresaban y revoloteaban y gorjeaban y la luna se elevaba ciega y blanca por el este y los pequeños chacales venían trotando con la intención de comerse a los muertos sin tocarles la ropa.
Dijo que su abuela era una mujer muy escéptica, especialmente con respecto a los hombres. Dijo que, salvo en la guerra, los hombres tenaces y talentosos prosperan en cualquier profesión. En la guerra mueren. Su abuela le hablaba de los hombres a menudo, y lo hacía con gran seriedad y decía que los hombres arrojados eran una gran tentación para las mujeres y que esto era una desgracia como cualquier otra y poco podía hacerse para ponerle remedio. Decía que ser mujer significaba llevar una existencia de dificultades y angustias y que quienes decían lo contrario era que no querían afrontar los hechos. Y decía que como eso era así y no había forma de cambiarlo lo mejor, antes que buscar consuelo, era seguir los dictados del corazón tanto en la alegría como en la desdicha, pues consuelo no- había. Buscarlo solo significaba dar la bienvenida al sufrimiento y quedarse a dos velas de lo demás. Decía que esas cosas las sabían todas las mujeres pero que pocas hablaban de ello. Por último decía también que si las mujeres se sentían atraídas por los hombres arrojados era únicamente porque en el fondo de su corazón sabían que un hombre incapaz de matar por ellas no merecía la pena.
Había terminado de comer. Estaba sentada con las manos en el regazo y las cosas que había dicho no parecían en consonancia con su compostura. La carretera estaba desierta, el campo en silencio. Él le preguntó si pensaba que Boyd era capaz de matar a un hombre. Ella se volvió para mirarlo a los ojos. Como si fuera alguien cuyas palabras debían ser sopesadas a fin de facilitar su comprensión. Finalmente dijo que el rumor se había extendido por toda la región. Que todo el mundo sabía que el güerito había matado al gerente de Las Varitas. El hombre que había traicionado a Socorro Rivera y vendido a su propia gente a la Guardia Blanca de La Babícora.
Billy escuchó aquella historia y luego dijo que el manco se había roto el espinazo al caerse del caballo y que él mismo había sido testigo de lo ocurrido.