Esperó. Al cabo de un rato ella levantó la vista.
¿Quieres algo más?
No. Gracias.
La muchacha empezó a guardar los restos de la comida. Él la observó pero no hizo ademán de ayudarla. Él se levantó y ella dobló el sarape, metió dentro las provisiones que les quedaban y volvió a atarlo con los cordeles.
No sabes nada de mi hermano, dijo él.
Quizá.
Ella permaneció de pie con el sarape al hombro.
¿Por qué no me contestas?, dijo él.
La muchacha lo miró. Dijo que ya le había contestado. Dijo que en toda familia siempre hay uno que es distinto y que los demás creen conocer a esa persona pero que en realidad no la conocen. Dijo que ella también era distinta y que sabía de qué hablaba. Luego se volvió, se encaminó hacia los caballos, que pacían en la polvorienta maleza de la cuneta, ató el sarape arrollado detrás del arzón, apretó la cincha y montó.
Billy montó también, y entró delante de ella en la carretera. Luego se detuvo y miró hacia atrás. Dijo que había cosas de su hermano que solo su familia podía saber y que como su familia había muerto el único que las sabía era él. Hasta el menor detalle. Cada vez que le daba por vomitar o el día en que le mordió un escorpión y pensó que se iba a morir, o cualquier anécdota de cuando vivían en otra parte de su país que el propio Boyd apenas recordaba o no recordaba en absoluto, incluyendo a su abuela y a su hermana gemela, enterrada hacía tantos años ya en un lugar que probablemente jamás volvería a ver.
¿Sabías que él tenía una hermana gemela que murió cuando tenía cinco años?, dijo Billy.
Ella respondió que no sabía que Boyd hubiera tenido una hermana gemela o que esta hubiese muerto, pero que eso carecía de importancia porque ahora tenía otra hermana. Luego picó a su caballo, pasó de largo y siguió por la carretera.
Una hora después dieron alcance a tres muchachas que iban a pie. Dos llevaban entre ambas un cesto tapado con un paño. Iban camino del pueblo de Soto Maynez y aún les faltaba bastante. Al oír que se aproximaban jinetes por la carretera miraron hacia atrás y se acurrucaron entre risas, y cuando los jinetes pasaron se empujaron unas a otras hacia el margen y los miraron con sus vivaces ojos oscuros y rieron con la boca tapada. Billy se llevó la mano al ala del sombrero y siguió cabalgando, pero la muchacha tiró de las riendas y se apeó para andar al lado de ellas, y cuando él se volvió les estaba hablando. Eran algo más jóvenes que la muchacha, quien las regañaba con su voz grave y sin matices. Por fin las chicas se detuvieron y permanecieron de espaldas a los chaparrales que bordeaban el camino, pero la muchacha se detuvo también y continuó hasta que dijo cuanto tenía que decir. Luego volvió a montar y no miró hacia atrás.
Cabalgaron todo el día. Cuando llegaron a La Boquilla había oscurecido, y él cruzó el pueblo como lo había hecho a la ida, con la escopeta derecha a su lado. Cuando pasaron por el lugar donde había caído el manco ella hizo la señal de la cruz y se besó los dedos. Siguieron adelante. A la luz de las ventanas los escasos troncos pintados de la alameda tenían la palidez del hueso. Algunas ventanas tenían cristal, pero en su mayor parte eran de papel encerado de carnicería claveteado en el bastidor, y al otro lado no se veía ningún movimiento, ninguna sombra, solo aquellos cuadrados amarillentos como pergaminos o viejos mapas infructuosos despojados tiempo atrás de todo vestigio de los territorios o las rutas que describían. A las afueras de la colonia un fuego ardía a la vera del camino; aflojaron el paso y pasaron con mucha cautela, pero al parecer solo estaban quemando basura y no se veía a nadie, y se adentraron en la oscura región que se extendía al este.
Esa noche acamparon en un terreno pantanoso al borde del lago y compartieron el resto de las provisiones que ella llevaba. Cuando Billy le preguntó si no había tenido miedo de viajar sola de noche por aquella región, ella respondió que eso no tenía remedio y que uno debía ponerse en manos de Dios.
Él preguntó si Dios siempre cuidaba de ella y ella miró fijamente durante un buen rato el corazón de la lumbre, cuyas brasas respiraban brillantes y opacas y brillantes otra vez a causa del viento que soplaba del lago. Por fin dijo que Dios cuidaba de todas las cosas y que uno no podía hurtarse a sus cuidados ni a su juicio. Dijo que ni los inicuos podían escapar a su amor. Billy la miró. Dijo que él no pensaba eso de Dios y que había renunciado a rezarle; ella asintió sin apartar los ojos del fuego y dijo que ya lo sabía.
Cogió su manta y se fue hacia el lago. Él la observó y luego se quitó las botas, se arrebujó en su sarape y cayó en un sueño atormentado. Despertó en mitad de la noche, o tal vez de madrugada, y miró el fuego para calcular cuánto rato había dormido, pero el fuego estaba prácticamente extinguido. Se volvió hacia el este para ver si había indicios de que el alba clareara sobre el campo, pero solo había estrellas y oscuridad. Atizó las cenizas con una rama. Las pocas brasas que surgieron rojas en el corazón del fuego parecían recónditas e improbables. Como los ojos de una cosa a la que no habría habido que molestar. Se levantó, caminó hasta el lago con el sarape sobre los hombros y miró las estrellas en el lago. El viento había cesado y el agua estaba quieta y negra. Era como un gran agujero en aquel elevado mundo desértico en el que las estrellas estuvieran ahogándose. Algo lo había despertado y pensó que tal vez había oído jinetes en la carretera y que ellos habían visto la lumbre, pero no había lumbre que ver y entonces pensó que quizá la chica se había levantado y se había acercado al fuego y había pasado por encima de él mientras dormía y recordó haber notado lluvia en la cara, pero no llovía ni había llovido, y entonces recordó el sueño que había tenido. En él se encontraba en otro país que no era ese y la muchacha arrodillada a su lado no era esa. Arrodillados bajo la lluvia en una ciudad a oscuras él sostenía entre sus brazos a su hermano muerto, pero no podía verle la cara ni pronunciar su nombre. En algún lugar de aquellas calles negras y fangosas aullaba un perro. Eso era todo. Miró hacia el lago, donde no soplaba viento y todo lo que había era estrellas y una quieta oscuridad, y aun así notó un soplo frío. Se agachó entre las juncias al borde del agua y supo que tenía miedo de lo que se avecinaba, pues en aquel mundo había escritos y hechos patentes que ningún hombre podía desear. Como en un lento tapiz vio pasar imágenes de cosas vistas y no vistas. Vio la loba muerta en las montañas y la sangre del halcón en la piedra y vio un coche fúnebre de cristal con negras colgaduras pasar por una calle conducido por unos mozos. Vio el arco abandonado flotar en las frías aguas del Bavispe cual serpiente muerta y el solitario sacristán en las ruinas del pueblo donde había ocurrido el terremoto y el ermitaño en el crucero resquebrajado de la iglesia de Caborca. Vio gotear la lluvia de una bombilla enroscada a la pared de hierro laminado de un almacén. Vio una cabra con cuernos dorados apersogada en un campo de barro.
Por último vio a su hermano en un lugar donde no podía alcanzarlo, enmarcado en una ventana de un mundo al que nunca podría ir. Cuando lo vio allí supo que así lo había visto él en sueños anteriormente y supo también que su hermano le sonreiría y esperó a que lo hiciera, una sonrisa que él había evocado y a la que no podía atribuir significado alguno y se preguntó si a lo que finalmente había llegado no sería que ya no era capaz de distinguir lo que había pasado de lo que no era más que una apariencia. Debió de permanecer allí arrodillado mucho rato, porque el cielo empezó a clarear con el alba y las estrellas se convirtieron al fin en ceniza al hundirse en el lago y los pájaros empezaron a cantar desde la otra orilla y el mundo a materializarse una vez más.