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Partieron muy de mañana sin nada que comer salvo las últimas tortillas cuyos bordes se habían secado y endurecido. La muchacha cabalgaba detrás y sin dirigirse ni por un instante la palabra cruzaron el puente a mediodía y llegaron a Las Varas.

Había poca gente en la calle. Compraron frijoles y tortillas en una pequeña tienda y cuatro tamales a una anciana que los vendía en la calle almacenados en un bidón de aceite aposentado sobre un armazón de madera provisto de ruedas de hierro fundido sacadas de una vagoneta. Después de que la muchacha pagase, se sentaron en una pila de leña de piñón detrás de un almacén y comieron en silencio. Los tamales olían y sabían a carbón de leña. Mientras estaban comiendo un hombre se acercó a ellos, sonrió y saludó con una leve inclinación de la cabeza. Billy miró a la muchacha, ella lo miró a él. Él miró el caballo y la culata de la escopeta que asomaba del portacarabina bajo la silla.

No se acuerda de mí, dijo el hombre.

Billy volvió a mirarlo. Miró sus botas. Era el arriero que había visto en los escalones del carromato en la arboleda al sur de San Diego.

Lo conozco, dijo Billy. ¿Cómo le va?

Bien. Miró a la chica. ¿Dónde está su hermano?

Ya está en San Diego.

El arriero asintió sabiamente. Como si se hiciera cargo de alguna situación.

¿Dónde está la caravana?, preguntó Billy.

El hombre respondió que no lo sabía. Dijo que habían esperado junto a la carretera pero que nadie había regresado.

¿Y eso?

El arriero se encogió de hombros. Cruzó el aire como si lo cortara con el pulpejo de la mano. Se fue, dijo.

Con el dinero.

Claro.

Dijo que los habían dejado sin recursos ni medios para viajar. En el momento en que él partía la dueña estaba vendiendo todos los mulos excepto uno y se había producido una discusión. Cuando Billy le preguntó qué pensaba hacer ella, él se encogió de hombros otra vez y miró hacia la calle. Miró a Billy. Le preguntó si podía prestarle unos pesos para comprar algo de comida.

Billy dijo que no tenía dinero, pero la muchacha ya se había puesto de pie y se había acercado al caballo; cuando volvió le dio unas monedas al arriero, quien se lo agradeció repetidas veces, se inclinó, se tocó el sombrero, se metió las monedas en el bolsillo, les deseó buen viaje, giró sobre sus talones, se alejó calle abajo y desapareció en la única cantina que había en aquel pueblo de la meseta.

Pobrecito, dijo la muchacha.

Billy escupió en la hierba seca. Dijo que seguramente el arriero mentía y que además no era más que un borracho y no debería haberle dado el dinero. Luego se levantó, fue adonde estaban los caballos, ajustó el látigo, cogió las riendas, montó y cruzó el pueblo hacia la vía del tren en dirección al norte sin molestarse en mirar hacia atrás para ver si ella le seguía.

En los tres días de viaje que tardaron en llegar a San Diego la muchacha apenas habló. La última noche ella había querido seguir cabalgando a oscuras para llegar al ejido, pero él se negó. Acamparon a orillas del río, unos kilómetros al sur de Mata Ortiz, y él encendió fuego sobre un guijarral con madera de acarreo y ella preparó los frijoles que quedaban y unas tortillas, que era todo lo que habían comido desde su partida de Las Varas. Comieron sentados uno enfrente del otro mientras la lumbre se convertía en una frágil barquilla de brasas y la luna salía por el este y allá en lo alto, muy arriba y muy tenues, oyeron los reclamos de los pájaros rumbo al sur y vieron sus esbeltos monogramas perderse tras la inflamada margen occidental hacia las sombras y la oscuridad de la lontananza.

Llegan las grullas, dijo ella.

Billy las contempló. Iban hacia el sur, avanzando en grupos escalonados por aquellos pasadizos invisibles escritos en su sangre desde hacía cien mil años. Observó las grullas hasta que desaparecieron y el último grito aflautado que sonaba a trompeta de juguete se perdió flotando en el comienzo de la noche. Entonces la muchacha se puso de pie, cogió su sarape y se alejó por el guijarral perdiéndose entre los álamos.

Al mediodía siguiente cruzaron a caballo el puente de tablas y siguieron hasta la hacienda. La gente estaba alineada junto a sus casas cuando debían estar en los campos, y Billy advirtió que era un día festivo del calendario. Adelantó a la muchacha, sofrenó el caballo frente al domicilio de los Muñoz, desmontó, bajó las riendas, se quitó el sombrero y entró por el portal agachando la cabeza.

Boyd estaba sentado en el jergón con la espalda apoyada contra la pared. La llama de la vela votiva oscilaba de un lado a otro en el cristal y amortajado como estaba en su vendaje de lienzos parecía que lo hubieran incorporado para asistir a su propio velatorio. El perro mudo, que estaba echado, se irguió y se apoyó en él. ¿Dónde estabas?, preguntó Boyd. No se lo decía a su hermano. Se lo decía a la muchacha que entró sonriendo detrás de él.

Al día siguiente Billy fue al río a caballo y estuvo fuera todo el día. Altas y delgadas bandadas de aves pasaban rumbo al sur y al río caían hojas de sauce y de álamo que se arremolinaban en la corriente. Al resbalar sobre las piedras del lecho sus sombras parecían fragmentos de caligrafía. Era de noche cuando regresó, cabalgando entre el humo de las fogatas, de charco en charco de luz como un centinela montado cuya misión fuese patrullar las hogueras de un campamento. En días sucesivos trabajó con los ovejeros, bajando el rebaño de las colinas y conduciéndolo por el alto portón abovedado del recinto donde los animales chocaban y se subían los unos encima de los otros, hacia donde el esquilador aguardaba con las tijeras a punto. Llevaban las ovejas de seis en seis a la ruinosa despensa del altísimo techo y allí los esquiladores las cogían entre las rodillas y las esquilaban a mano mientras unos muchachos recogían la lana de las tablas del suelo ahuecadas por la lluvia y la metían en los largos sacos de algodón empujándola con los pies.

Por las tardes refrescaba, y Billy solía sentarse junto al fuego a tomar café con los ejiditarios mientras los perros del recinto iban de fuego en fuego rescatando sobras de los desechos. Al atardecer Boyd salía a cabalgar muy erguido en su caballo, que iba al paso seguido de cerca por la muchacha, montada en Niño. Había perdido el sombrero en la refriega, allá en el río, y llevaba un viejo sombrero de paja que habían encontrado para él y una camisa hecha con retazos de funda de colchón. Cuando ellos volvían Billy se llegaba a donde estaban maneados los caballos, más abajo de las viviendas, y montaba a pelo en Niño hasta el río y se metía a caballo en los bancos de penumbra donde había visto a la dueña bañarse desnuda y el caballo bebía y levantaba el hocico chorreante y juntos escuchaban pasar el río y el sonido de unos patos en algún punto de la corriente y en ocasiones el agudo y delgado chirrido de las grullas que seguían pasando en bandadas hacia el sur un kilómetro y medio más arriba del curso del agua. Cabalgó en el crepúsculo por la orilla opuesta y en la tierra negra, entre los álamos, vio las huellas de los caballos por donde había pasado Boyd, y él seguía esas huellas para ver adónde habían ido e intentaba adivinar los pensamientos del jinete que montaba el caballo que las había dejado. Cuando volvió andando al recinto era tarde; entró por la puerta baja y se sentó en el jergón donde dormía su hermano.