Boyd, dijo.
Su hermano despertó, se volvió y miró a Billy a la pálida luz de la vela. La atmósfera de la habitación era sofocante, pues durante todo el día el calor se había filtrado por las paredes de barro, y Boyd iba desnudo hasta la cintura. Se había quitado el vendaje que le cubría el pecho y estaba más pálido que nunca y tan delgado que las costillas casi se le transparentaban tras la piel blanca. Cuando se volvió Billy entrevió el orificio que tenía en el pecho, y apartó la vista como quien acaba de enterarse involuntariamente de una cosa secreta a la que no tenía ningún derecho, para la que no estaba en modo alguno preparado. Boyd se subió la colcha de muselina y lo miró. Con todo el pelo alborotado y sin cortar en torno a la cara, tan delgada. ¿Qué hay?, dijo.
Háblame.
Vete a dormir.
Necesito que me hables.
No pasa nada. Todo va bien.
No es verdad.
Te preocupas por tonterías. Estoy bien.
Ya sé que estás bien, dijo Billy. Pero yo no.
Tres días después, cuando Billy despertó por la mañana y salió comprobó que se habían marchado. Fue andando hasta el fondo de la hilera y miró en dirección al río. El caballo de su padre, que estaba en el campo, alzó la cabeza, lo miró y miró carretera abajo hacia el río y el puente sobre el río y, más allá, la carretera.
Sacó sus cosas de la casa, ensilló el caballo y se marchó. No dijo adiós a nadie. Se detuvo sin desmontar en la carretera, al otro lado de los álamos ribereños, volvió la cabeza hacia las montañas y miró en dirección al oeste, donde una masa de cúmulos aparecía recortada del fino horizonte oscuro y contempló el cielo color cianita, terso y abovedado sobre el conjunto de México, allá donde el mundo antiguo se aferraba a las piedras y a las esporas de las cosas vivas y moraba en la sangre de los hombres. Hizo girar al caballo y partió hacia el sur por la carretera, sin proyectar sombra alguna en el día gris y con la escopeta desenfundada puesta de través sobre el arzón delantero de la silla. Pues la hostilidad del mundo le resultaba ahora nuevamente manifiesta y tan fría como debe de serlo para todo aquel que ya no tiene para combatirla otra cosa que sí mismo.
Estuvo buscándolos durante semanas pero solo encontró espectros y rumores. En el bolsillo pequeño de los tejanos encontró el pequeño milagro en forma de corazón, lo extrajo con el índice, se lo puso en la palma de la mano y estuvo mirándolo durante un largo rato. Cabalgó hacia el sur hasta Cuauhtémoc. Regresó a Namiquipa, en el norte, pero no dio con nadie que admitiera conocer a la muchacha. Cabalgó hacia el oeste, hasta La Norteña y la divisoria del estado, y se volvió flaco, demacrado y pálido de tanto viajar en el polvo del camino pero nunca más volvió a verlos. Al amanecer se detuvo en el cruce de Buenaventura y vio unas aves acuáticas sobrevolar el río y las solitarias lagunas, el líquido movimiento de sus oscuras alas recortadas contra el sol naciente. Volvió al norte, pasó por los villorrios de adobe de la meseta y cruzó Álamo y Galeana, localidades por las que había pasado antes y donde su retorno despertó comentarios entre los poblanos, de forma que su propio viaje empezó a adoptar la forma de un cuento. Aquellos primeros días de diciembre hacía frío por la noche en la altiplanicie y no tenía gran cosa con que calentarse. Cuando entró una vez más en Casas Grandes hacía dos días que no probaba bocado y era más de medianoche y caía una lluvia helada.
Estuvo un buen rato aporreando la puerta del zaguán. Un perro ladró desde la parte de atrás de la casa. Finalmente se encendió una luz.
Cuando el mozo abrió el portón y lo vio bajo la lluvia sujetando al caballo por las riendas no pareció sorprenderse. Le preguntó por su hermano y Billy respondió que su hermano se había recuperado de las heridas pero que se había ido, y después de disculparse por la hora quiso saber si podía ver al doctor. El mozo dijo que la hora no tenía la menor importancia porque el doctor había muerto.
Billy no preguntó cuándo había tenido lugar la muerte del doctor ni a causa de qué. Se quedó con el sombrero entre las manos. Lo siento, dijo.
El mozo asintió. Permanecieron en silencio y luego el chico se puso otra vez el sombrero, y volvió, montó en su sudado caballo y miró al mozo. Dijo que el doctor había sido muy buena persona y miró calle abajo hacia las luces del pueblo y luego otra vez al mozo.
Nadie sabe qué le espera a uno en este mundo, dijo el mozo.
Desde luego, dijo el chico.
Asintió, se llevó el índice al sombrero, hizo girar el caballo en redondo y volvió por la calle a oscuras.
IV
Cruzó la frontera de Nuevo México en Columbus. El guardia de la caseta lo miró un momento de arriba abajo y le hizo señal de pasar. Como si últimamente lo hubiera visto demasiado a menudo para dudar de él. Billy se detuvo a pesar de todo. Soy americano, dijo, aunque no lo parezca.
Parece que te has dejado unos kilos ahí abajo, dijo el guardia.
No he vuelto rico, eso está claro.
Supongo que vendrás a lo que todos.
Si encuentro ropa que no me venga grande.
No te preocupes por eso. Tú no tienes los pies planos, ¿verdad?
¿Pies planos?
Sí. Si tienes pies planos no te admiten.
¿De qué demonios me está hablando?
Estoy hablando del ejército.
¿El ejército?
Sí, hombre. El ejército. Pero ¿cuánto tiempo has estado fuera?
Ni idea. Ni siquiera sé en qué mes estamos.
¿No sabes qué ha pasado?
No. ¿Qué ha pasado?
Será posible. Estamos en guerra, chaval.
Tomó la recta carretera de arcilla en dirección a Deming. El día era fresco y llevaba la manta echada sobre los hombros. Le asomaban las rodillas por el pantalón y las botas se le caían a pedazos. Hacía tiempo que había perdido los bolsillos de la camisa, que lucía en la espalda un desgarrón remendado con agave. El cuello de la chaqueta se le había partido y la guarnición, hecha trizas, le rodeaba el cuello cual deslucido encaje, dándole el improbable aspecto de un dandi arruinado. Dada la estrechez de la calzada los pocos coches que pasaban hacían lo posible por dejarle sitio, y la gente se volvía a mirarlo entre el polvo que se arremolinaba como si fuese una cosa absolutamente insólita en aquel paisaje. Una cosa venida de unos tiempos pasados que solo conocían de oídas. Algo de lo que solo habían leído. Cabalgó todo el día y al atardecer atravesó las estribaciones de los montes Florida y continuó por el altiplano hacia el crepúsculo y la oscuridad. En medio de esa oscuridad se cruzó con cinco jinetes que iban hacia el sur por donde él había venido y les dijo buenas noches en español; ellos le devolvieron el saludo en voz baja. Como si la cercanía de la oscuridad y lo angosto del camino los hubiera convertido en cómplices. O como si solo allí pudieran encontrarse cómplices.
Llegó a Deming a medianoche y recorrió la calle principal de punta a punta. Los cascos sin herrar del caballo repicaban, monótonos, sobre el alquitranado en medio del silencio. El frío era intenso. No había nada abierto. Pasó la noche en la estación de autobuses en la confluencia de Spruce y Gold, durmiendo sobre las baldosas del suelo, envuelto en su asqueroso sarape con su mochila por almohada y el sucio y asqueroso sombrero sobre la cara. Apoyadas en la pared, la silla de montar ennegrecida de sudor y la escopeta dentro del portacarabina. Durmió con las botas puestas y durante la noche se levantó dos veces y fue a ver si su caballo seguía donde lo había dejado, atado a una farola.