Cuando por la mañana abrió la cafetería Billy se acercó a la barra y le preguntó a la mujer dónde había que ir para alistarse. La mujer respondió que la oficina de reclutamiento estaba en el depósito de armas de South Silver Street, pero que no creía que estuviera abierta tan temprano.
Gracias, señora, dijo.
¿Quieres un poco de café?
No, señora. No llevo dinero.
Siéntate, dijo ella.
Sí, señora.
Se subió a un taburete y ella le trajo café en un tazón de porcelana blanca. Él le dio las gracias y empezó a beber. Al rato la mujer vino de la cocina con un plato de huevos con beicon y otro con tostadas y se los puso delante.
No digas a nadie de dónde lo has sacado, dijo ella.
La oficina de reclutamiento estaba cerrada cuando él llegó; esperó en los escalones junto a dos chicos de Deming y otro que venía de un rancho apartado hasta que llegó el sargento y abrió la puerta.
Se quedaron de pie frente a su escritorio. Él los miró de arriba abajo.
¿Cuál de vosotros no ha cumplido los dieciocho?
Nadie respondió.
Suele haber uno de cada cuatro y veo delante de mí cuatro reclutas.
Yo solo tengo diecisiete, dijo Billy.
El sargento asintió. Bien, dijo. Tendrás que decirle a tu madre que firme por ti.
No tengo madre. Murió.
Ya. ¿Y tu padre?
Murió también.
Pues tendrás que buscar al pariente más próximo. Un tío o lo que sea. Le hará falta conseguir una declaración ante notario.
No tengo parientes próximos. Solo tengo un hermano y es más pequeño que yo.
¿Dónde trabajas?
En ninguna parte.
El sargento se retrepó en su silla.
¿De dónde eres?, preguntó.
De cerca de Cloverdale.
Algún pariente tendrás.
No. Que yo sepa, no.
El sargento tamborileó con su lápiz en el escritorio. Miró por la ventana. Miró a los otros chicos.
¿Todos queréis alistaros en el ejército?, preguntó.
Se miraron los unos a los otros. Sí, señor, respondieron.
No parecéis muy convencidos.
Sí, señor, dijeron.
El sargento sacudió la cabeza, giró en su silla e introdujo un formulario en su máquina de escribir.
Yo quiero enrolarme en caballería, dijo el chico del rancho. Mi papá estuvo en caballería cuando la última guerra.
Pues cuando llegues a Fort Bliss les dices que eso es lo que quieres.
Sí, señor. ¿He de traerme la silla de montar?
No has de traerte nada de nada. Te cuidarán como lo haría tu propia madre.
Sí, señor.
Anotó los nombres de los chicos, las fechas de nacimiento, el nombre del pariente más próximo y sus direcciones, firmó cuatro vales de comida, se los entregó y les dio indicaciones para que se presentaran en la consulta del médico para su examen físico y luego les dio los formularios correspondientes.
Tenéis que estar de vuelta con todo a punto para después de comer, dijo.
¿Y yo?, dijo Billy.
Tú espera aquí. Los demás ya podéis marcharos. Os espero aquí esta tarde.
Cuando los otros hubieron salido el sargento entregó a Billy los formularios y su vale de comida.
¿Ves ahí, al pie de la segunda hoja?, dijo. Es para el consentimiento paterno. Si quieres enrolarte en el mismo ejército que yo es mejor que vuelvas con eso firmado por tu madre. Y si para eso tiene que bajar del cielo a mí me importa un pimiento que lo haga. ¿Queda claro?
Sí, señor. Supongo que quiere que ponga la firma de mi difunta madre en ese trozo de papel.
Yo no he dicho eso. ¿Me has oído decirlo?
No, señor.
Entonces vete. Te veré después de comer.
Sí, señor.
Giró sobre sus talones y salió. La gente que esperaba en la puerta se hizo a un lado para dejarlo pasar.
Parham, dijo el sargento.
Se volvió. Sí, señor, dijo.
Quiero verte aquí esta misma tarde, ¿comprendido?
Sí, señor.
No tienes otro sitio adonde ir.
Cruzó la calle, desató el caballo, montó y volvió por Silver Street y West Spruce con los papeles en la mano. Al este y al oeste todas las calles tenían nombres de árboles, en tanto que al norte y al sur los nombres eran de minerales. Ató el caballo delante del café Manhattan, en diagonal a la estación de autobuses. Justo al lado estaba la Victoria Land y Cattle Company y dos hombres con el sombrero de ala estrecha y las botas de tacón bajo propios de los terratenientes hablaban en la acera. Lo miraron al pasar y él los saludó con una inclinación de la cabeza, pero ellos no respondieron al saludo.
Se sentó en un banco del café, dejó los papeles encima de la mesa y echó un vistazo al menú. Cuando vino la camarera empezó a pedirle el plato del día, pero ella dijo que no servían almuerzos hasta las once. Dijo que si quería podía desayunar.
Ya he desayunado una vez hoy.
No hay ninguna ordenanza municipal que diga cuántas veces se puede desayunar.
¿Cómo de grande es el desayuno más grande que tiene?
¿Cómo de grande es el que tú podrías comer?
Tengo un vale de comida de la oficina de reclutamiento.
Ya lo veo.
¿Me traería cuatro huevos?
Dime cómo los quieres.
Le trajo el desayuno en una fuente oblonga de loza con cuatro huevos, una lonja de tocino frito y sémola de maíz con mantequilla; también trajo un plato con bollos y un cuenco pequeño de salsa.
Si quieres algo más me avisas, dijo ella.
De acuerdo.
¿Un pastelillo?
Sí, señora.
¿Quieres más café?
Sí, señora.
La miró. Tenía unos cuarenta años, el pelo negro y los dientes en muy mal estado. Ella sonrió. Me gusta ver comer a un hombre, dijo.
Pues está usted viendo a uno que si no me equivoco cumple sus requisitos, dijo él.
Cuando terminó de comer cogió la hoja que supuestamente debía firmar su madre y la examinó mientras tomaba el café. Estuvo examinándola y pensando en ello y al cabo de un rato le preguntó a la camarera si podía traerle una pluma estilográfica.
Ella se la trajo y le dijo: no te la lleves. No es mía.
No se preocupe.
La mujer se marchó de nuevo al mostrador y él se inclinó sobre el formulario y escribió en la línea correspondiente Louisa May Parham. Su madre se llamaba Carolyn.
Cuando salió los otros tres chicos venían por la acera en dirección al café. Hablaban entre ellos como si fueran amigos de toda la vida. Cuando lo vieron dejaron de hablar y Billy les preguntó cómo les iba y ellos dijeron que bien y entraron en el café.
El doctor se llamaba Moir y su consulta estaba en West Pine. Para cuando llegó allí había media docena de personas esperando, la mayoría hombres jóvenes y muchachos, cada cual con sus papeles de la oficina de reclutamiento. Dio su nombre a la enfermera, se sentó en una silla y esperó con los demás.
Cuando finalmente la enfermera pronunció su nombre él se había dormido; despertó sobresaltado, miró en torno y no supo dónde estaba.
Parham, dijeron otra vez.
Se puso de pie. Soy yo, dijo.
La enfermera le pasó un formulario y él se quedó de pie en el vestíbulo mientras ella le ponía una tarjeta delante de un ojo y le decía que leyese la lista que había en la pared. Él la leyó hasta la letra de más abajo y la enfermera le examinó el otro ojo.
Tienes buena vista, dijo.
Sí, señora, dijo él. Siempre la he tenido.
Me lo imagino, dijo ella. Uno no empieza teniendo mala vista para ir mejorando con el tiempo.
Cuando entró en el despacho del doctor este lo hizo sentar en una silla, examinó los ojos con una linterna y luego le metió un instrumento frío en el oído y miró dentro. Le dijo que se desabrochara la camisa.