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Has venido a caballo, dijo.

Sí, señor.

De dónde vienes.

De México.

Ya. ¿Alguna enfermedad en tu familia?

No, señor. Todos han muerto.

Ya, dijo el doctor.

Apoyó el frío diafragma del estetoscopio en el pecho del chico y escuchó. Le golpeó el pecho con la punta de los dedos. Volvió a ponerle el estetoscopio en el pecho y escuchó con los ojos cerrados. Se incorporó, se sacó las boquillas de los oídos y se apoyó en el respaldo de la silla. Tienes un soplo cardíaco, dijo.

¿Y eso qué quiere decir?

Que no vas a alistarte en el ejército.

Trabajó diez días en una caballeriza contigua a la carretera y durmió en una casilla hasta que consiguió dinero para comprarse ropa y pagar el billete de autobús hasta El Paso. Dejó el caballo al cuidado del dueño del negocio y partió hacia el este luciendo una chaqueta de dril y una camisa azul nueva con botones de nácar.

En El Paso hacía frío y mucho viento. Buscó la oficina de reclutamiento y el empleado rellenó otra vez los mismos formularios y él se puso en la fila con otros hombres. Todos se desvistieron, dejaron sus ropas en un cesto, recibieron un vale de metal con un número y luego se pusieron en fila desnudos con los papeles en la mano.

Cuando llegó a donde se efectuaba la revisión el doctor cogió su expediente y le examinó la boca y los oídos. Luego le puso el estetoscopio en el pecho. Le dijo que se volviera, le puso el estetoscopio en la espalda y escuchó. Luego le escuchó el pecho otra vez. Finalmente cogió un tampón del escritorio, selló la hoja de Billy y cogió el formulario y se lo entregó firmado.

No puedo darte el visto bueno, dijo.

¿Qué es lo que tengo?

Una irregularidad en el ritmo cardíaco.

A mi corazón no le pasa nada.

Sí que le pasa.

¿Voy a morir?

Algún día. Probablemente no es nada grave. Pero no podrás alistarte en el ejército.

Si usted quisiera podría pasarme.

Desde luego. Pero no quiero. Además, lo descubrirían tarde o temprano. Seguro.

Aún no era mediodía cuando salió de allí y bajó por San Antonio Street y luego por South El Paso Street hasta el café Splendid. Comió el plato del día, volvió andando a la terminal de autobuses y antes de que anocheciera estaba de regreso en Deming.

Cuando llegó al establo por la mañana el señor Chandler estaba seleccionando arneses en la sala donde guardaban las sillas de montar. Levantó la vista. Bueno, dijo. ¿Te has alistado ya?

No, señor. Me han rechazado.

Pues sí que lo siento.

Sí, señor. Yo también.

¿Qué vas a hacer ahora?

Probaré en Albuquerque.

Hijo, hay tantas oficinas de reclutamiento por todo el país que hasta podrías dedicarte profesionalmente a recorrerlas.

Ya lo sé. Voy a intentarlo una vez más.

Trabajó hasta el final de la semana, cobró su paga y el domingo por la mañana tomó el autobús. Estuvo todo el día de viaje. Anocheció un poco más al norte de Socorro y el cielo se llenó de bandadas de aves acuáticas que volaban en círculo y esporádicamente bajaban a los marjales del río al este de la carretera principal. Miró con la cara pegada al frío cristal de la ventanilla. Trató de escuchar sus gritos, pero el zumbido del motor se lo impidió.

Durmió en el YMCA y por la mañana estaba en la oficina de reclutamiento antes de que abrieran y a mediodía volvía a estar en el autobús rumbo al sur. Le había preguntado al médico si para lo que padecía existía algún medicamento que pudiera tomar, pero el médico le había dicho que no. Le preguntó si podía tomar alguna cosa que le hiciera latir el corazón correctamente, aunque solo fuera por un rato.

¿De dónde eres?, preguntó el doctor.

De Cloverdale, Nuevo México.

¿En cuántas oficinas de reclutamiento has intentado alistarte?

Esta es la tercera.

Hijo, aunque tuviésemos un médico sordo no lo pondríamos a escuchar reclutas con un estetoscopio. Yo creo que lo mejor es que te vayas a casa.

No tengo casa.

Creía que habías dicho que eras de… ¿Cómo se llamaba?

Cloverdale.

Cloverdale.

Lo era, pero ya no. No tengo ningún lugar al que ir. Creo que me iría bien estar en el ejército. Si de todas formas voy a morir, ¿por qué no me cogen? No me da miedo.

Ojalá pudiera, dijo el doctor. Pero es imposible. No depende de mí. He de cumplir el reglamento como cualquiera. Todos los días rechazamos hombres útiles.

Sí, señor.

¿Quién te ha dicho que vas a morirte?

No lo sé. Nunca me han dicho lo contrario.

Bien, dijo el doctor. Nadie podría hacerlo por más que tuvieras el corazón como un caballo. ¿Verdad?

No, señor. Supongo que no.

Ahora vete.

¿Cómo?

Vete.

Cuando el autobús aparcó en el solar que había detrás de la terminal de Deming eran las tres de la noche. Caminó hasta Chandler’s y fue por su silla de montar, entró en la casilla, sacó a Niño y le echó encima el sudadero. Hacía mucho frío. La cuadra era de tablas de roble y vio el aliento del caballo colarse entre los listones iluminado por la solitaria bombilla amarilla que colgaba fuera. Llegó Ruiz, el mozo de cuadra, y se quedó en el vano de la puerta con la manta echada sobre los hombros. Miró cómo Billy ensillaba su caballo. Le preguntó si había conseguido alistarse.

No, respondió Billy.

Lo siento.

Yo también.

¿Adónde vas?

No lo sé.

¿Regresas a México?

No.

Ruiz asintió. Buen viaje, dijo.

Gracias.

Guió a Niño por la nave del establo, cruzó la puerta, montó y partió a caballo.

Cruzó el pueblo y tomó hacia el sur por la vieja carretera que llevaba a Hermanas y Hachita. El caballo estaba recién herrado y en forma gracias al grano que le habían dado y Billy cabalgó al amanecer y cabalgó el día entero hasta que se puso el sol y cabalgó hasta la noche. Durmió en la llanura envuelto en su manta y se levantó temblando de frío antes del alba y siguió cabalgando. Dejó la carretera al oeste de Hachita, pasó por las estribaciones de los montes Little Hatchet, llegó hasta el ferrocarril de la fundición Phelps Dodge más al sur, cruzó la vía y a la puesta del sol llegó al lago salado.

Hasta donde podía ver había agua estancada en las salinas y la puesta de sol sobre el agua había convertido a esta en un lago de sangre. Intentó hacer avanzar al caballo, pero el animal, que no veía más allá del lago, se repropió y se negó a seguir. Dio media vuelta y cabalgó hacia el sur por las salinas. El monte Gillespie estaba cubierto de nieve y al otro lado se veían las sierras de las Ánimas bajo el último sol con la nieve coloreada de rojo. Y más al sur las pálidas y antiquísimas cordilleras de México acorralando el mundo visible. Llegó a los restos de un viejo cercado, desmontó, arrancó las grapas de varios de los postes, encendió fuego y se sentó con las botas cruzadas al frente mirando la lumbre. El caballo descansaba en la oscuridad que bordeaba el fuego y miraba inexpresivamente la estéril tierra salada. Ha sido cosa tuya, dijo el chico. No me das ninguna lástima.

A la mañana siguiente cruzaron el poco profundo lago y antes de mediodía llegaron a la vieja carretera de Playas, y la siguieron hacia el oeste en dirección a las montañas. En el paso había nieve y ni una huella. Descendieron hacia el hermoso valle de las Ánimas y desde Ánimas tomaron la carretera hacia el sur. Dos horas después de que anocheciera llegaron al rancho Sanders.

Llamó desde la entrada y la chica salió al porche.

Soy Billy Parham, gritó.

¿Quién?

Billy Parham.

Sube Billy Parham, gritó ella.

Cuando entró en el salón el señor Sanders se puso de pie. Estaba más viejo, más frágil, más menudo. Entra en casa, dijo.

Voy demasiado sucio.