Entonces mete una moneda.
Eso iba a hacer.
¿Le pasa algo a la cerveza?, preguntó el camarero.
No. Creo que no. ¿Se queja mucho la gente?
Es que veo que no la has probado.
Billy miró su cerveza. Miró a lo largo de la barra. El soldado se había vuelto ligeramente y tenía una mano apoyada en la rodilla. Como si estuviera decidiendo si levantarse o no.
Solo pensaba que tal vez estaba mala, dijo el camarero.
Supongo que no, dijo Billy. Pero si lo está se lo haré saber.
¿Tienes un cigarrillo?, dijo el soldado.
No fumo.
No fumas.
No.
El camarero extrajo una cajetilla de Lucky Strike del bolsillo de la camisa y la deslizó sobre la barra hacia el soldado. Toma, soldado, dijo.
Gracias, dijo el otro. Sacudió la cajetilla verticalmente para sacar un cigarrillo, lo extrajo con los labios, sacó un encendedor, encendió el cigarrillo, dejó el encendedor en la barra y devolvió la cajetilla al camarero por el mismo sistema. ¿Qué es eso que llevas en el bolsillo?
¿A quién le hablas?, dijo Billy.
El soldado exhaló el humo sobre la barra. Te hablo a ti, dijo.
Bueno, dijo Billy. Lo que yo tenga en el bolsillo es asunto mío.
El soldado no contestó. Siguió fumando. El camarero cogió los cigarrillos de encima de la barra, sacó uno, lo encendió y se guardó el paquete en el bolsillo de la camisa. Se quedó apoyado en la parte de atrás del mostrador cruzado de brazos y con el cigarrillo consumiéndose lentamente entre sus dedos. Nadie hablaba. Parecían estar esperando la llegada de alguna persona.
¿Sabes cuántos años tengo?, dijo el camarero.
Billy le miró. No, dijo. ¿Cómo voy a saber cuántos años tiene?
Cumpliré treinta y ocho en junio próximo. El catorce.
Billy no dijo nada.
Por eso no voy de uniforme.
Billy miró al soldado. El soldado siguió fumando.
Quise alistarme, dijo el camarero. Intenté mentir sobre mi edad, pero no se lo tragaron.
A él le da igual, dijo el soldado. Los uniformes no le dicen nada.
El camarero dio una calada y sopló el humo hacia abajo. Apuesto a que sí le dirían algo si en el cuello llevara un sol naciente y esos malditos aparecieran por Second Street de diez en fondo. Entonces sí le dirían algo, estoy seguro.
Billy levantó la jarra de cerveza, la apuró de un trago, la dejó otra vez sobre la barra, y se levantó, se ajustó el sombrero, miró por última vez al soldado, se volvió y salió a la calle.
Estuvo trabajando nueve meses para Aja y cuando se marchó tenía un caballo de carga producto de un trueque y un petate como Dios manda y un viejo rifle Stevens de tiro a tiro calibre 32. Atravesó a caballo los llanos situados al oeste de Socorro y pasó por Magdalena y por los llanos de Saint Augustine. Cuando llegó a Silver City estaba nevando y tomó una habitación en el hotel Palace y se sentó a mirar la nieve posarse en la calle. No se veía un alma. Al cabo de un rato salió y bajó por Bullard Street hasta la tienda de piensos, pero estaba cerrada. Buscó una tienda de comestibles, compró seis cajas de cereales y al volver se las dio a los caballos, dejó estos en el patio trasero del hotel, cenó en el comedor del hotel y luego subió a su cuarto y se acostó. Cuando bajó por la mañana era el único que estaba desayunando y cuando salió para ver si compraba algo de ropa encontró todas las tiendas cerradas. La calle estaba gris y hacía frío, y del norte soplaba un viento endemoniado y no había nadie. Probó en un almacén, porque dentro se veía luz, pero también estaba cerrado. Cuando regresó al hotel y preguntó al empleado si era domingo el hombre le dijo que era viernes.
Billy miró hacia la calle. No hay ningún comercio abierto, dijo.
Es Navidad, dijo el empleado. En Navidad no abren los comercios.
Recorrió sin rumbo fijo el norte de Texas y la mayor parte del año siguiente estuvo trabajando para el Matador y para el T Diamond. Vagó por el sur y trabajó en pequeños ranchos, a veces menos de una semana. Para la primavera del tercer año de la guerra no había casi ninguna hacienda en toda la región que no tuviese una estrella de oro en la ventana. Trabajó hasta marzo en un pequeño rancho a las afueras de Magdalena, Nuevo México, y un día cobró su paga y ensilló su caballo y ató el petate al caballo de carga y partió de nuevo hacia el sur. Cruzó la última carretera alquitranada justo al este de Steins y dos días después llegaba al SK Bar con sus dos caballos. Era un fresco día de primavera y el viejo estaba sentado en la mecedora del porche con el sombrero puesto y la Biblia en el regazo. Se había inclinado para ver si distinguía al visitante. Como si ese palmo extra de proximidad le sirviera para enfocar al jinete. Parecía más viejo y mucho más frágil, muy menguado respecto de como lo había encontrado dos años atrás, cuando lo había visto por última vez. Billy lo llamó en voz alta y el anciano le dijo que desmontara, cosa que hizo. Cuando llegó al pie de los escalones se paró con una mano en la desconchada barandilla y miró desde allí al anciano. El anciano tenía un dedo metido entre las páginas de la Biblia para señalar el punto. ¿Eres tú, Parham?, preguntó.
Sí, señor. Billy.
Subió por los escalones, se quitó el sombrero y estrechó la mano del anciano. Los ojos habían adquirido un tono más pálido de azul. El anciano sostuvo largo rato la mano de Billy. Que Dios te bendiga, dijo. He pensado en ti un millar de veces. Siéntate aquí donde podamos charlar.
Billy acercó una de las sillas con asiento de bejuco, se sentó, se puso el sombrero sobre las rodillas, contempló los prados que se extendían hasta los montes y luego miró al anciano.
Imagino que sabrás lo de Miller, dijo el hombre.
No, señor. No estoy muy al corriente.
Lo mataron en el atolón de Kwajalein.
No sabe cuánto lo siento.
Lo hemos pasado muy mal. Muy mal.
Siguieron sentados. Una brisa soplaba de tierra adentro. Una maceta de espárragos que colgaba en una esquina del alero del porche se balanceó ligeramente y su sombra osciló sobre las tablas del porche lenta, fortuita, descentrada.
¿Usted se encuentra bien?, preguntó Billy.
Oh, yo sí. Me operaron de cataratas en otoño, pero voy tirando. Leona se fue y se casó. A su marido lo han embarcado y ella vive ahora en Roswell, no sé por qué. Tiene un trabajo. Intenté hacerla entrar en razón, pero ya sabes lo que pasa.
Sí, señor.
En buena ley yo aquí no pinto nada.
Espero que viva usted muchos años.
No me desees eso.
Se retrepó en la mecedora y cerró la Biblia. Parece que la lluvia viene hacia acá, dijo.
Sí, señor. Eso creo.
¿No la hueles?
Sí, señor.
Siempre me ha encantado ese olor.
Al cabo de un rato de seguir sentados Billy dijo: ¿La huele usted?
No.
Siguieron sentados.
¿Qué has sabido de Boyd?, preguntó el anciano.
No he sabido nada. Creo que sigue en México.
El anciano permaneció un buen rato en silencio. Miró cómo el campo se oscurecía hacia el sur.
Una vez en Arizona vi llover sobre una carretera asfaltada, dijo. Llovió a un lado de la línea blanca durante casi medio kilómetro y la otra parte estaba completamente seca.
No me sorprende, dijo Billy. Yo he visto llover así.
Era una cosa muy curiosa.
Yo una vez vi tronar en una tormenta de nieve, dijo Billy. Truenos y relámpagos. Los relámpagos no se veían. Solo se iluminaba todo alrededor, blanco como el algodón.
Yo conocí a un mexicano que así me lo contó una vez, dijo el anciano. No supe si creerle o no.
Fue en México donde yo lo vi.
Puede que en este país no pase.
Billy sonrió. Cruzó las piernas delante, sobre el entarimado del porche, y contempló el paisaje.
Me gustan esas botas, dijo el anciano.
Las compré en Albuquerque.
Por su aspecto parecen buenas.
Espero que lo sean. Me costaron lo mío.
Ha subido todo una barbaridad con la guerra y eso. Todo lo que se puede encontrar, que no es mucho.