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Unas palomas se acercaban por el prado hacia la charca que había al oeste de la casa.

Tú no te has casado, ¿verdad?, dijo el anciano.

No, señor.

La gente no soporta ver a un hombre soltero. No sé qué problema le ven. A mí me fastidiaban con que volviera a casarme y yo tenía casi sesenta años cuando murió mi esposa. Sobre todo mi cuñada. Yo ya tuve la mejor esposa que ha habido nunca. Nadie tiene tanta suerte dos veces seguidas.

No, señor. Lo más probable es que no.

Recuerdo lo que el viejo Bud Langford solía decir a la gente. Decía: para no pegar a una esposa hay que tener una esposa de marca mayor. Claro que él nunca llegó a casarse. Así que no sé cómo podía saberlo.

He de reconocer que yo de entrada no las entiendo.

¿A quién?

A las mujeres.

Bueno, dijo el anciano. Al menos a ti no te ha dado por mentir.

De nada me serviría.

Por qué no guardas los caballos antes de que se te moje ese botín.

Me parece que debería ponerme en camino.

No se te ocurrirá cabalgar con lluvia. Una mexicana que cocina para mí iba a preparar la cena dentro de nada.

Bien. Será que necesito moverme mientras tengo ánimos.

Vamos, quédate a cenar. Caray, si acabas de llegar.

Cuando volvió del establo el viento soplaba con más fuerza, pero aún no había empezado a llover.

Me acuerdo muy bien de ese caballo, dijo el anciano. Era el de tu padre.

Sí, señor.

Se lo compró a un mexicano. Aseguraba que cuando lo compró el caballo no sabía una palabra de inglés.

El anciano se levantó con esfuerzo de la mecedora y se puso la Biblia debajo del brazo. Hasta levantarse de una silla cuesta trabajo. Parece increíble, ¿verdad?

¿Usted cree que los caballos entienden lo que les decimos?

Ni siquiera sé si lo entiende la gente. Entremos. Ya ha llamado dos veces.

Antes de despuntar el día Billy se levantó y fue a oscuras a la cocina, donde había luz. La mujer estaba sentada a la mesa escuchando una vieja radio de madera en forma de gorro de obispo. Sintonizaba una emisora de Ciudad Juárez y cuando él apareció en el vano de la puerta la apagó y lo miró.

No se preocupe, dijo él. Por mí no la apague.

Ella se encogió de hombros. Dijo que de todos modos había terminado el programa. Le preguntó si quería el desayuno y él dijo que sí.

Mientras ella se lo preparaba él fue al establo, cepilló los caballos, les limpió los cascos y luego ensilló a Niño, cuyo látigo dejó flojo; luego ajustó las correas a las viejas angarillas de su caballo de carga, encima del cual ató su petate, y volvió andando a la casa. La mujer sacó el desayuno del horno y lo dejó sobre la mesa. Había preparado huevos, tocino, tortillas de harina y habichuelas, y le sirvió el café.

¿Quiere nata?, preguntó.

No, gracias. ¿Hay salsa?

Ella le dejó la salsa en la mesa dentro de un pequeño molcajete de piedra volcánica.

Gracias.

Billy pensó que la mujer se iría, pero no lo hizo. Se quedó mirando cómo comía.

¿Es pariente del señor Sanders?, preguntó ella.

No. Él era amigo de mi padre.

La miró. Siéntese, dijo. Puede sentarse.

Ella hizo un leve gesto con la mano. El chico no supo qué significaba. La mujer siguió como estaba.

No está bien de salud, dijo él.

Ella dijo que no. Dijo que había tenido problemas con la vista y que estaba muy triste por lo del sobrino que murió en la guerra. ¿Conocía a su sobrino?, preguntó.

Sí. ¿Y usted?

Ella dijo que no había conocido al sobrino. Que cuando llegó a trabajar a esa casa el sobrino ya había muerto. Que había visto su fotografía y que era muy apuesto.

Billy comió el último huevo, rebañó el plato con la tortilla, dio cuenta de esta y luego bebió lo que quedaba del café, se limpió la boca, alzó los ojos y dio las gracias a la mujer.

¿Va a hacer un viaje largo?, preguntó ella.

Él se levantó, dejó la servilleta en la mesa, cogió el sombrero que había dejado en la otra silla y se lo puso. Dijo que, en efecto, le esperaba un largo viaje. Dijo que no sabía cuál iba a ser el final de ese viaje o si sabría verlo cuando llegase, y luego le pidió que rezara por él, pero ella dijo que ya había pensado en hacerlo antes de que él se lo pidiera.

Firmó por los caballos en la aduana mexicana de Berendo, guardó en su alforja, doblados y sellados, los papeles de entrada y le dio al aduanero un dólar de plata. El hombre lo saludó con mucha ceremonia y se dirigió a él llamándolo caballero y él puso rumbo al sur, hacia el viejo México, estado de Chihuahua. Había pasado por aquel puerto de entrada hacía siete años, cuando tenía trece, y su padre iba montado en el caballo que ahora montaba él, y se habían hecho cargo de ochocientas cabezas de ganado de dos americanos que trabajaban los acres más apartados de un rancho abandonado en los montes que se elevaban al oeste de Ascensión. En aquel entonces había allí un café, pero ya no había ninguno. Recorrió la pequeña calle de barro, compró tres tacos a una mujer que estaba junto a un brasero de carbón vegetal, sentada en la cuneta polvorienta, y se los comió en el trayecto.

Una tarde, después de dos días a caballo, llegó al pueblo de Janos, o al grupo de luces que había en el llano que quedaba más abajo del camino. Se detuvo en el viejo camino carretero lleno de rodadas y miró hacia las sierras de poniente, cuyas negras siluetas se recortaban contra el telón rojo sangre del cielo. Más allá se extendía la comarca del río Bavispe y los altos Pilares, con nieve adherida aún a los puntos más septentrionales; en el altiplano por donde había cabalgado en otra ocasión, años atrás, las noches todavía eran frías.

Se aproximó por el este en la oscuridad dejando atrás una de las ruinosas torres de barro de la antigua ciudad amurallada y cruzó al paso una colonia construida enteramente de barro, en ruinas desde hacía un centenar de años. Pasó por delante de la alta iglesia de adobe y de las viejas campanas españolas verdes que colgaban de sus caballetes en el patio y de las puertas de las casas donde los hombres fumaban tranquilamente sentados. Detrás de ellos, iluminadas por la amarillenta luz de las lámparas de petróleo, las mujeres estaban ocupadas en sus cosas. Una neblina de humo de carbón pendía sobre el pueblo y alguien tocaba música en una de aquellas conejeras en sombras.

Siguió el sonido entre los estrechos pasadizos y por último sofrenó el caballo frente a una puerta hecha de tablas de pino claveteadas de cualquier manera e incrustadas de resina seca suspendidas de unos goznes de cuero de toro. La estancia en que entró no era sino una más de las casuchas habitadas o abandonadas que formaban hilera a los lados de la callejuela. Cuando él entró la música cesó y los músicos se volvieron y lo miraron. Había varias mesas en la estancia y todas ellas tenían patas vistosamente torneadas y manchadas de barro como si las hubieran tenido fuera bajo la lluvia. Sentados a una de las mesas había cuatro hombres con una botella y vasos. Junto a la pared de atrás había un florido bar Brunswick traído de Dios sabía dónde y en los anaqueles de la tallada y polvorienta parte posterior se veía media docena de botellas, unas con etiqueta y otras sin ella.

¿Está abierto?, preguntó.

Uno de los hombres apartó su silla sobre el suelo de arcilla y se puso de pie. Era muy alto y al levantarse su cabeza se perdió en la oscuridad más arriba de la solitaria bombilla que colgaba sobre la mesa. Sí, caballero, respondió. Cómo no.