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El hombre se dirigió a la barra, descolgó un delantal de un clavo, se lo anudó a la cintura y se quedó ante la escasamente iluminada superficie de caoba con las manos cruzadas delante. Parecía un carnicero rezando en una iglesia. Billy saludó con un movimiento de cabeza a los otros tres hombres de la mesa y les dio las buenas tardes, pero ninguno contestó. Los músicos se levantaron y desfilaron hacia la calle con sus instrumentos.

Billy se echó el sombrero ligeramente hacia atrás, cruzó la estancia, apoyó las manos en la barra y escrutó las botellas de la pared posterior.

Póngame un Waterfills y Frazier, dijo.

El tabernero levantó un dedo. Como confirmando lo acertado de su elección. Cogió un vaso de entre una variada colección, lo puso boca arriba sobre la barra de caoba y bajó la botella de bourbon y llenó el vaso hasta la mitad.

¿Agua?, preguntó.

No, gracias. Tome usted algo.

El tabernero se lo agradeció y cogió otro vaso, se sirvió y dejó la botella en la barra. En el polvo de la botella su mano había dejado una huella visible bajo el cetrino resplandor de la lámpara. Billy levantó su vaso y miró al tabernero por encima del borde del mismo. Salud, dijo.

Salud, dijo el tabernero. Bebieron. Billy dejó el vaso en la barra e hizo un gesto circular con el dedo que incluyó también el vaso del tabernero. Se volvió y miró a los tres que estaban sentados. Y sus amigos también, dijo.

Bueno, dijo el tabernero. Cómo no.

Cruzó la estancia, llenó los vasos y los hombres brindaron a su salud; Billy levantó su vaso y todos bebieron. El tabernero volvió a la barra, donde permaneció vacilante, con el vaso y la botella en la mano. Billy dejó su vaso en la barra. Finalmente una voz le pidió desde la mesa que se uniera a ellos. Cogió su vaso, se volvió y les dio las gracias. No sabía cuál de ellos había hablado.

Cuando retiró la silla que el tabernero había dejado antes vacante, se sentó en ella y alzó la mirada, advirtió que el mayor de los tres hombres estaba muy borracho. Vestía una guayabera manchada de sudor y estaba repantigado en su asiento con el mentón apoyado en el cuello sin abrochar de la prenda. Sus ojos negros miraban hoscos y sin profundidad desde sus hoyos bordeados de rojo. Como escoria vertida en una perforación a fin de sellar algo virulento o predador. En el lento cerrarse de los párpados un intervalo demasiado largo. Quien habló fue el hombre más joven que estaba a su derecha. Dijo que en este país para un viajero había un largo trecho entre trago y trago.

Billy asintió. Miró la botella que había sobre la mesa. Era ligeramente amarilla, ligeramente deforme. No tenía tapón ni etiqueta y contenía un fino poso de fluido, un fino sedimento. Un gusano de agave ligeramente curvo. Estamos tomando mescal, dijo el hombre. Se retrepó en su silla y llamó al tabernero. Venga, dijo. Siéntate con nosotros.

El tabernero dejó la botella de bourbon sobre la barra pero Billy le dijo que la trajese. Se desató el delantal, se lo quitó, lo colgó del clavo y se acercó con la botella. Billy señaló los vasos que había sobre la mesa. Otra, dijo.

Otra, dijo el tabernero. Fue llenando los vasos uno a uno. Al llegar al del hombre que estaba borracho se mostró indeciso pero se quedó ante él. El más joven le tocó el codo. Alfonso, dijo. Beba.

Alfonso no bebió. Dirigió su mirada plomiza al recién llegado. Más que abatido por la bebida parecía devuelto a cierto estado atávico que hubiera perdido tiempo atrás. El joven miró al americano sentado frente a él. Es un hombre muy serio, dijo.

El tabernero dejó la botella en la mesa, arrimó una silla de una mesa cercana y tomó asiento. Todos levantaron sus vasos. Habrían bebido si no hubiese sido porque Alfonso escogió aquel momento para hablar. ¿Quién es usted, joven?, preguntó.

Hicieron una pausa. Miraron a Billy. Billy levantó su vaso, bebió, dejó el vaso sobre la mesa y volvió a mirar aquellos ojos.

Un hombre, dijo. Nada más.

Americano.

Claro. Americano.

¿Es vaquero?

Sí. Vaquero.

El borracho no se movió. Sus ojos no se movieron. Podía haber estado hablando consigo mismo.

Beba, Alfonso, dijo el más joven y levantó su propio vaso y miró alrededor. Los otros levantaron sus vasos. Todos bebieron.

¿Y usted?, dijo Billy.

El borracho no respondió. Su húmedo y rojo labio inferior colgaba ligeramente separado de los perfectos dientes blancos. No parecía haberlo oído.

¿Es usted soldado?

Soldado, no.

El más joven explicó que el borracho había sido soldado durante la revolución y que había peleado en Torreón y en Zacatecas y que lo habían herido muchas veces. Billy miró al borracho. El negro opaco de sus ojos. El más joven dijo que había recibido tres balas en el pecho allá en Zacatecas y que los perros habían bebido su sangre mientras él yacía en el lodo de la calle en medio del frío y la oscuridad. Dijo que todo el mundo podía ver los agujeros de bala en el pecho del patriota.

Otra, dijo Billy. El tabernero se inclinó botella en mano y sirvió otra ronda.

Cuando todos los vasos estuvieron llenos el más joven levantó el suyo y propuso un brindis por la revolución. Bebieron. Dejaron sus vasos, se secaron la boca con el dorso de la mano y miraron al borracho. ¿Por qué ha venido aquí?, preguntó el borracho.

Miraron a Billy.

¿Aquí?, dijo Billy.

Pero el borracho no daba respuestas, solo hacía preguntas. El más joven se inclinó ligeramente sobre la mesa. A este país, dijo.

A este país, dijo Billy. Esperaron. Se inclinó, tendió la mano sobre la mesa, cogió el vaso de mescal del borracho, arrojó el contenido hacia el otro lado de la estancia y volvió a dejar el vaso sobre la mesa. Nadie se movió. Hizo una señal al tabernero. Otra, dijo.

El tabernero alcanzó sin prisas la botella y sin prisas volvió a llenar los vasos. Dejó la botella y se limpió la mano en la rodillera del pantalón. Billy cogió su vaso y lo sostuvo ante él. Dijo que había venido a México en busca de su hermano. Dijo que su hermano estaba un poco loco y que no debería haberlo abandonado, pero que lo había hecho.

Siguieron sentados. Miraron al borracho sin soltar sus vasos. Beba, Alfonso, dijo el más joven. Lo incitó con su vaso. El tabernero levantó el suyo, bebió, dejó el vaso vacío sobre la mesa y se retrepó. Como un jugador que acaba de mover una de sus piezas y espera a ver el resultado. Miró hacia el más joven de todos, que estaba sentado ligeramente aparte con su sombrero casi sobre las cejas y el vaso lleno entre las manos, como una ofrenda. El que aún no había abierto la boca. Toda la estancia había empezado a zumbar ligeramente.

El objeto de toda ceremonia no es más que evitar el derramamiento de sangre. Pero, dadas las condiciones en que se encontraba, el borracho residía en un estado crepuscular de responsabilidad, y el hombre que estaba a su lado hizo un silencioso llamamiento a esta. Sonrió, se encogió de hombros, levantó su vaso hacia el norteamericano y bebió. Al dejar de nuevo el vaso sobre la mesa el borracho cambió de postura. Se inclinó un poco y cogió su vaso y el más joven sonrió y levantó de nuevo el suyo como para celebrar el abandono de su morbidez. Pero el borracho apartó lentamente el vaso hacia un lado de la mesa, derramó el bourbon en el suelo y dejó una vez más el vaso sobre la mesa. Luego alcanzó precariamente la botella de mescal, la puso derecha y sirvió aquel aceitoso combustible amarillo en el vaso y volvió a dejar la botella en la mesa con el sedimento y el gusano enroscándose en el sentido de las agujas del reloj en el fondo de la botella. Luego se retrepó en su asiento.