Tuve que dejar de usar gasolina, dijo.
Sí, señor.
¿Estás casado?
No, señor. Sólo tengo dieciséis años.
No te cases. Las mujeres están locas.
Sí, señor.
Creerás que encuentras una que no lo está, pero ¿sabes una cosa?
¿Qué?
También estará loca.
Sí, señor.
¿Llevas trampas grandes ahí dentro?
¿Cómo de grandes?
Digamos del cuatro.
No, señor. A decir verdad, ahora no llevo de ninguna clase de trampa.
¿Y por qué me has preguntado cómo de grandes?
¿Perdón?
El viejo señaló la carretera con la cabeza. Ayer tarde como a un kilómetro y medio de aquí vi cruzar un puma.
Hay muchos, dijo el chico.
Mi sobrino tiene perros de caza. Tiene varios zorreros Lee Brothers. Muy buenos perros. Pero no le gusta la idea de que caigan en un cepo de acero.
Voy camino de Hog Canyon, dijo el chico. Y luego hacia Black Point.
El viejo dio una calada. El caballo volvió la cabeza, olisqueó la camioneta y apartó de nuevo la mirada.
¿Sabes el del puma de Texas y el puma de Nuevo México?, dijo el viejo.
No, señor. Me parece que no.
Había una vez dos pumas, uno de Texas y otro de Nuevo México. Se separaron en la divisoria y se fueron de caza. Acordaron reunirse en primavera para ver cómo le había ido a cada uno, y cuando lo hicieron resultó que el puma que había estado en Texas tenía un aspecto horrible. El puma de Nuevo México miró al otro y dijo santo Dios menuda pinta traes. Pero qué te ha pasado. El que venía de Texas dijo no lo sé. Estoy casi muerto de hambre. El otro puma dijo a ver, cuéntame qué has estado haciendo. Puede que hayas hecho alguna cosa mal, dijo. Pues bien, el puma de Texas dijo lo único que he hecho es emplear los métodos de siempre. Dijo me subo a una rama que domina el sendero y luego, cuando un texano pasa a caballo por debajo, pues me pongo a rugir y le salto encima. Eso es lo que he estado haciendo.
Bueno pues el puma viejo de Nuevo México lo miró y dijo es un milagro que no estés muerto. Dijo se lo pones muy mal a los texanos, y no entiendo cómo has conseguido pasar el invierno. Le dijo vamos a ver. En primer lugar, cuando ruges de esa manera se cagan de miedo. Luego, cuando les saltas encima se quedan sin respiración. Joder, así todo lo que te queda son las botas y las hebillas.
El viejo se echó sobre el volante resollando como un asmático. Al rato empezó a toser. Alzó la mirada, se secó con el dedo los ojos acuosos, sacudió la cabeza y miró al chico.
¿Lo has entendido?, dijo.
Billy sonrió. Sí, señor, dijo.
Tú no eres de Texas. ¿Verdad?
No, señor.
No te hacía yo de allí. Bien. Será mejor que me vaya. Si quieres atrapar coyotes pásate por mi terreno.
De acuerdo.
No dijo dónde estaba aquel sitio. Puso el motor en marcha, bajó la palanca de encendido y arrancó carretera abajo.
Cuando el lunes hicieron la ruta de las trampas toda la nieve se había derretido a excepción de los rincones orientados al norte o en los bosques más frondosos bajo la pendiente norte del desfiladero. La loba había desenterrado todos los cepos salvo los de la vereda de Hog Canyon y le había dado por volcarlos y hacer saltar los muelles.
Cogieron los cepos y su padre preparó dos nuevas trampas dobles, enterrando un cepo debajo de otro, el de debajo puesto del revés. Luego colocó varias trampas sin cepo en el perímetro que rodeaba las anteriores. Una vez puestas estas dos nuevas trampas, regresaron a casa. Cuando al día siguiente fueron a mirar encontraron un coyote muerto en la primera. Sacaron la trampa, Billy ató el coyote detrás del fuste de la silla y siguieron adelante. La vejiga del coyote goteaba por el flanco del caballo despidiendo un olor peculiar.
¿De qué ha muerto el coyote?, preguntó.
No lo sé, respondió su padre. Hay veces en que las cosas mueren y basta.
En el segundo puesto los cinco cepos habían sido desenterrados y los muelles habían saltado. Su padre permaneció un buen rato mirándolos.
No sabía nada de Echols. Él y Boyd recorrieron a caballo los pastos más lejanos y empezaron a traer el ganado. Encontraron otros dos terneros muertos. Y luego otra vaquilla.
No digas nada de esto a menos que él pregunte, dijo Billy.
¿Por qué no?
Detuvieron los caballos uno al lado del otro, Boyd iba montado en la vieja silla de Billy y Billy en la silla mexicana que su padre había conseguido haciendo un trueque. Inspeccionaron la carnicería. No imaginaba que pudiera tumbar una vaquilla así de grande, dijo Billy.
¿Por qué no hemos de decir nada?
¿Qué ganaríamos con que se preocupara?
Se volvieron para regresar.
Puede que le interese saberlo de todos modos, dijo Boyd.
¿Desde cuándo se alegra uno de recibir malas noticias?
¿Y si lo descubre por su cuenta?
Lo habrá descubierto. ¿Y qué?
¿Qué le dirás entonces? ¿Que no querías que se preocupase?
Mierda. Eres peor que mamá. Ojalá no hubiera hablado de este asunto.
Tuvo que ir a ver las trampas él solo. Fue hasta el SK Bar, le pidió la llave al señor Sanders, se llegó a la cabaña de Echols y miró en la estantería de la pequeña farmacia. Encontró algunos frascos más en un cajón que había en el suelo. Frascos polvorientos con etiquetas manchadas de grasa que rezaban Puma, y Gato. Había otros frascos con etiquetas amarillentas en las que solo aparecían cifras, también frascos sin etiqueta de un cristal morado tan oscuro que parecían negros.
Se metió en el bolsillo unos cuantos frascos sin etiquetar y volvió a la sala de estar de la cabaña. Echó un vistazo a la pequeña biblioteca de Echols construida con cajas de embalaje. Cogió un libro titulado Cómo entrampar predadores norteamericanos, de S. Stanley Hawbaker, y se sentó a hojearlo en el suelo, pero Hawbaker era de Pensilvania y no tenía gran cosa que decir sobre lobos. Cuando al día siguiente fue a ver las trampas descubrió que volvían a estar desenterradas.
A la mañana siguiente se puso en camino hacia Ánimas; tardó siete horas en llegar. A mediodía paró junto a una fuente en un claro bordeado por álamos enormes y comió un filete frío y bollos, hizo un barco de papel con la bolsa en que venía su almuerzo y la dejó girar y oscurecerse y hundirse en la transparente quietud de la fuente.
La casa estaba en el llano que se extendía al sur del pueblo y no había camino por el que llegar. En tiempos había existido una pista que aún podía verse como un vestigio de un antiguo sendero de carros, y por allí cabalgó hasta llegar a la estaca angular de la cerca. Ató el caballo, fue andando hasta la puerta, llamó y esperó mientras miraba la llanura y las montañas, al oeste. Cuatro caballos iban por las últimas cuestas, se pararon, giraron y miraron hacia donde él se encontraba. Como si lo hubieran oído rascar la puerta desde tres kilómetros de distancia. Se volvió para llamar otra vez, pero en ese momento se abrió la puerta y una mujer se lo quedó mirando. Estaba comiendo una manzana, y no habló. Él se quitó el sombrero.
Buenas tardes, dijo. ¿El señor está?
Ella dio un sonoro mordisco a la manzana con sus grandes dientes blancos. ¿El señor?, dijo.
Don Arnulfo.
La mujer miró el caballo atado a la estaca y luego volvió a mirarlo a él. Siguió masticando. Lo observó con sus ojos negros.
¿Él está?, dijo Billy.
Me lo estoy pensando.
¿Qué tiene que pensar? O está o no está.
Puede.
Yo no tengo dinero.
Ella dio otro bocado a la manzana, que hizo un ruido fuerte al partirse. Él no quiere tu dinero, dijo.
Él permaneció con el sombrero en las manos. Miró hacia donde había visto los caballos, pero ya habían desaparecido tras la cuesta.