El más joven miró a Billy. Fuera ladró un perro en el pueblo.
¿No le gusta el bourbon?, preguntó Billy.
El borracho no respondió. El vaso de mescal estaba como había estado al entrar Billy en el local.
Es el timbre, dijo el joven.
¿El timbre?
Sí .
Dijo que ponía reparos al precinto, que era de un gobierno opresor. Dijo que no pensaba beber de una botella con aquel timbre. Que era una cuestión de honor.
Billy miró al borracho.
Es mentira, dijo el borracho.
¿Mentira?, dijo Billy.
Sí. Mentira.
Billy miró al más joven. Le preguntó qué era mentira, pero el joven le dijo que no se preocupara. Nada es mentira, dijo.
No se trata de ningún timbre, dijo el borracho.
Hablaba despacio pero no sin fluidez. Se había vuelto y dirigía sus palabras al joven que tenía a su lado. Luego continuó mirando fijamente a Billy. Billy dibujó un círculo en el aire con el dedo. Otra, dijo. El tabernero cogió la botella.
Si quiere beber esa pócima pestilente en vez de buen bourbon americano, dijo Billy, invito yo.
¿Mande?, dijo el borracho.
El tabernero dudó. Luego se inclinó para llenar nuevamente los vasos, cogió el corcho y tapó otra vez la botella. Billy levantó su vaso. Salud, dijo. Bebió. Todos bebieron. Salvo el borracho. En el exterior sonaron las campanas españolas, una vez, dos veces. El borracho se inclinó, tendió el brazo más allá del vaso que tenía delante y agarró otra vez la botella de mescal. La levantó y llenó hasta arriba el vaso de Billy con un ligero movimiento circular de la mano. Como si para llenar aquel pequeño recipiente hubiera que hacerlo de una manera ya prescrita. Luego puso la botella vertical y se echó hacia atrás.
El tabernero y los dos jóvenes se quedaron con los vasos en la mano. Billy miró fijamente el mescal. Se retrepó en la silla. Volvió la cabeza hacia la puerta. Vio a Niño, que aguardaba en la calle. Los músicos que se habían ido ya estaban tocando en otra calle, en otra cantina. O quizá fuesen otros músicos. Cogió el mescal y lo sostuvo a la luz. Un sedimento fuliginoso ovillado en el cristal. Partículas de detritos. Nadie se movía. Inclinó el vaso y bebió.
Salud, dijo el más joven. Bebieron. El tabernero bebió. Golpearon la mesa con sus vasos vacíos y sonrieron. Entonces Billy se inclinó hacia un lado y escupió el mescal en el suelo.
En el silencio que siguió el pueblo mismo pareció haber sido sorbido por la ronda. No se oía nada. El borracho se había quedado inmóvil en el acto de alcanzar su vaso. El más joven bajó la mirada. A la sombra de la lámpara sus ojos parecían cerrados, y tal vez lo estuvieran. El borracho dobló los dedos y apoyó la mano en la mesa. Billy describió un círculo en el aire con el dedo. Otra, dijo.
El tabernero miró a Billy. Miró al patriota de párpados pesados con el puño enhiesto junto a su vaso. Demasiado fuerte para él, dijo. Demasiado fuerte.
Billy no le quitó los ojos de encima al borracho. Más mentiras, dijo. Dijo que no se trataba en absoluto de que el mescal fuese demasiado fuerte para él como aseguraba el tabernero.
Se quedaron mirando la botella de mescal. La media luna negra de la sombra de la botella al lado de la botella. Al ver que el borracho no se movía ni hablaba Billy alcanzó la botella de bourbon, sirvió otra ronda y dejó la botella de nuevo sobre la mesa. Luego retiró su silla y se puso de pie.
El borracho apoyó ambas manos en el borde de la mesa.
El hombre que hasta ese momento había permanecido en silencio dijo que si cogía su billetero el hombre lo mataría.
No me cabe la menor duda, dijo Billy. Le habló al tabernero sin apartar la vista del hombre que estaba al otro lado de la mesa. ¿Cuánto debo?, preguntó.
Cinco dólares, dijo el tabernero.
Sacó su dinero de debajo de la camisa, separó un billete de cinco dólares y lo depositó sobre la mesa. Miró al hombre que le había hablado. ¿Me disparará por la espalda?, dijo.
El hombre le miró desde el candil de su sombrero y sonrió. No, dijo. No lo creo.
Billy se tocó el ala del sombrero y saludó con una inclinación de cabeza a los de la mesa. Caballeros, dijo. Y dio media vuelta para irse dejando el vaso lleno sobre la mesa.
Si oye que lo llama no se vuelva, dijo el joven.
Billy no se detuvo ni se volvió, y casi había ganado la puerta cuando el hombre lo llamó. Joven, dijo.
Se detuvo. En la calle los caballos alzaron la cabeza y lo miraron. Billy advirtió que la distancia que lo separaba de la puerta no era mayor que su propia estatura. Camina, dijo. Tú camina. Pero no caminó. Giró en redondo.
El borracho no se había movido. Seguía sentado en su silla y el joven se había levantado y estaba a su lado con una mano apoyada en su hombro. Parecían posar para un álbum de bandidos.
¿Me llama embustero?, dijo el borracho.
No, dijo él.
¿Embustero? Se abrió la camisa de golpe. Iba abotonada con broches y se abrió fácilmente y sin ruido. Como si los broches estuviesen gastados de tantas demostraciones como aquella. Se quedó con la camisa totalmente abierta como tentando otra vez a la trinidad de balas cuya marca aparecía sobre la lisa y lampiña piel de su pecho más arriba del corazón, como un estigma que formase un perfecto triángulo isósceles. Nadie se movió. Ninguno de ellos miró las cicatrices del patriota pues las habían visto anteriormente. Observaron al güero enmarcado en la puerta del bar. No se movieron, no se oyó nada y Billy escuchó con atención para ver si captaba algo en el pueblo que le indicara que ese algo no estaba también escuchando, pues tenía la sensación de que parte de su llegada a aquel lugar no solo era conocida sino decretada. Trató de escuchar a los músicos que habían huido antes incluso de que él entrara en el local y que tal vez estuviesen escuchando también el silencio desde algún lugar de aquellas inmediaciones de barro volcánico. Trató de escuchar cualquier otro sonido que no fuese el sordo latido de su corazón bombeando sangre por los pequeños pasadizos oscuros de su vida corporal en su lento tañer hidráulico. Miró al hombre que le había advertido que no se volviera, pero el hombre no tenía más advertencias que dar. Lo que vio fue que el único artefacto palpable de la historia de aquella insignificante república donde él parecía a punto de perder la vida que tenía un mínimo de autoridad, sentido o pretensión de solidez estaba delante de él en la cetrina luz de aquella cantina, y que todo lo demás salido de los labios o las plumas de los hombres requeriría ser martilleado al rojo vivo una y otra vez sobre el yunque de su propia promulgación antes de que pudiese ser calificado de embuste. Luego todo pasó. Se quitó el sombrero. A continuación, para bien o para mal, se lo puso otra vez, dio media vuelta, salió a la calle, desató los caballos, montó y se alejó por la angosta callejuela tirando del caballo de carga por el ronzal, sin mirar hacia atrás.