Salía del pueblo cuando una gota de lluvia del tamaño de una canica mediana aterrizó en el ala de su sombrero. Luego otra. Escrutó el cielo sin nubes. Los planetas visibles ardían en el este. No soplaba viento ni el aire olía a lluvia, y sin embargo seguían cayendo gotas. El caballo quiso parar en el camino y el jinete se volvió a mirar el pueblo a oscuras. Los escasos ventanucos de luz débil y rojiza. El golpeteo plano de la lluvia al caer sobre la arcilla dura de la carretera sonaba como caballos que cruzaban un puente en la oscuridad. Empezaba a notarse ebrio. Sofrenó el caballo, lo hizo girar en redondo y volvió por donde había venido.
Cabalgó hasta la primera puerta que encontró, dejó caer la cuerda del caballo de carga y se inclinó sobre el pescuezo de su caballo para esquivar el travesaño de la puerta. Una vez dentro se detuvo sin desmontar bajo la misma lluvia y alzó los ojos para ver las mismas estrellas encima de él. Dio media vuelta, salió otra vez a caballo y entró en otro portal, donde el amortiguado repiqueteo de las gotas sobre la copa de su sombrero cesó al momento. Desmontó y trastabilló en la oscuridad para ver qué había en el suelo. Salió en busca del caballo de carga, desató el nudo de diamante, bajó al suelo su petate, desabrochó y bajó el armazón de carga, maneó al animal y lo llevó de nuevo a la lluvia. Luego aflojó el látigo del caballo que montaba, le quitó la silla y las alforjas, apoyó la silla en la pared y luego se arrodilló, buscó a tientas las cuerdas del petate, lo desató, lo desenrolló y por fin se sentó y se quitó las botas. Se sentía cada vez más ebrio. Se quitó el sombrero y se tumbó de espaldas. El caballo pasó junto a su cabeza y se quedó mirando hacia la puerta. Pobre de ti que me pises, dijo él.
Cuando despertó por la mañana había dejado de llover y ya era de día. Se sentía fatal. Por la noche se había levantado y había salido tambaleándose para vomitar, y recordaba haber buscado con los ojos llorosos algún rastro de los caballos y que había vuelto a entrar trastabillando. No se habría acordado de ello si no hubiese sido porque cuando se incorporó y buscó sus botas advirtió que las tenía puestas. Recogió su sombrero, se lo puso y miró en dirección a la puerta. Unos niños que habían estado allí observándolo se pusieron de pie y retrocedieron.
¿Dónde están los caballos?, preguntó.
Le dijeron que los caballos estaban comiendo.
Se levantó demasiado aprisa, se recostó en el quicio de la puerta y se llevó una mano a los ojos. Estaba muerto de sed. Levantó de nuevo la cabeza, salió y miró a los niños. Señalaban hacia la carretera.
Fue andando hasta la última de las viviendas bajas de adobe de la hilera, seguido por los niños, y trajo a los caballos a pie por un campo de hierba que había al sur del pueblo, donde un pequeño arroyo atravesaba la carretera. Se quedó de pie con las riendas de Niño en la mano. Los niños miraban.
¿Queréis montar?, dijo él.
Se miraron. El más pequeño, que tendría unos cinco años, levantó ambos brazos y se quedó esperando. Billy lo levantó en vilo y lo puso a horcajadas sobre el caballo; luego hizo lo propio con la niña y por último con el mayor de los chicos. A este le dijo que agarrara a los otros dos; el chico asintió con la cabeza y cogió las riendas otra vez y la cuerda del caballo de carga y guió a los dos caballos hacia la carretera.
Del pueblo venía una mujer. Al verla los niños hablaron entre sí en susurros. La mujer llevaba un balde azul cubierto con un paño. Se detuvo a un lado de la carretera sosteniendo el balde por el asa metálica con ambas manos. Luego echó a andar hacia ellos por el campo de hierba.
Billy se tocó el ala del sombrero y le dio los buenos días. Ella se detuvo con el cubo en la mano. Dijo que había estado buscándolo. Dijo que sabía que no había ido muy lejos porque su cama y su silla de montar estaban donde él las había dejado. Dijo que los niños le habían contado que había un jinete durmiendo en las caídas a la salida del pueblo y que estaba malo y ella le traía un poco de menudo recién sacado del fuego y que si lo comía le daría fuerzas para el viaje.
La mujer se inclinó, dejó el balde en el suelo, cogió el paño y se lo entregó. Billy se quedó con el paño en las manos, mirando el balde. En su interior había un cuenco de hojalata con puntitos cubierto con un platillo, y al lado del cuenco varias tortillas dobladas. La miró.
Ándale, dijo ella. Hizo un gesto de que se sirviera.
¿Y usted?
Ya he comido.
Miró a los niños alineados sobre el lomo del caballo. Le pasó las riendas y la cuerda de atar al muchacho.
Ve a dar un paseo, dijo.
El muchacho se inclinó para coger las riendas, le pasó el extremo de la cuerda a la niña, luego pasó la mitad de la rienda por encima de la cabeza de la niña y picó al caballo. Billy miró a la mujer. Es muy amable, dijo. Ella le dijo que comiera porque se le enfriaría.
Billy se acuclilló y trató de levantar el cuenco pero estaba demasiado caliente. Con permiso, dijo ella. Metió la mano en el cubo, sacó el cuenco, retiró el platillo, puso el cuenco sobre el platillo y se lo pasó. Luego metió la mano, sacó una cuchara y se la pasó también.
Gracias, dijo él.
Ella se arrodilló en la hierba para verlo comer. Las tiras de tripa nadaban en un caldo claro y aceitoso como planarias perezosas. Él dijo que, de hecho, no estaba malo sino solo un poco borracho porque la noche anterior había estado en la cantina. Ella dijo que lo comprendía y que se le pasaría en seguida y que gracias a Dios la enfermedad no podía saber quién o qué la había originado.
Billy cogió una tortilla, y la partió en dos, volvió a doblarla y la mojó en el caldo. Trató de pescar un trozo de tripa con la cuchara, pero se le escapó y lo cortó por la mitad contra el borde del recipiente. El menudo quemaba y tenía un fuerte sabor a especias. Comió. Ella no dejaba de mirarlo.
Los niños llegaron a caballo y lo observaron sin desmontar. Él los miró e hizo un gesto circular con el dedo y los niños partieron otra vez. Se volvió hacia la mujer.
¿Son suyos?
Ella sacudió la cabeza. Dijo que no.
Él asintió. Los vio marchar. Billy cogió el cuenco, que se había enfriado un poco, lo inclinó y bebió; luego cogió un pedazo de tortilla. Muy sabroso, dijo.
Ella dijo que había tenido un hijo, pero que había muerto hacía veinte años.
La miró. Le pareció que no tenía aspecto de haber tenido un hijo hacía veinte años, pero de todos modos resultaba difícil calcular su edad. Dijo que debía de ser muy joven entonces, y ella dijo que en efecto era muy joven, pero que en general se infravalora muchísimo el dolor de los jóvenes. Se llevó una mano al pecho. Dijo que el niño vivía en su alma.
Billy miró hacia el campo. Los niños estaban sobre el caballo a la orilla del río y el muchacho parecía esperar a que el animal bebiera. Niño aguardaba a que le indicasen hacer alguna otra cosa. Billy dio cuenta de lo que quedaba del menudo, dobló el último trozo de tortilla, se lo comió después de rebañar el cuenco y dejó este, la cuchara y el platillo de nuevo en el cubo. Miró a la mujer.
¿Cuánto le debo, señora?, dijo.
Señorita, dijo. Nada.
Extrajo los billetes doblados del bolsillo de la camisa. Para los niños, dijo.
No tengo niños.
Para los nietos.