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Ella rió y sacudió la cabeza. Nietos tampoco, dijo.

Él se quedó con el dinero en la mano.

Para el camino, dijo ella.

Bueno. Gracias.

Deme su mano.

¿Cómo?

Su mano.

Billy le dio la mano y ella la tomó, la puso con la palma hacia arriba, la sostuvo en la suya y la examinó.

¿Cuántos años tiene?, preguntó.

Él respondió que veinte.

Qué joven, dijo ella. Recorrió la palma con la yema de un dedo. Apretó los labios. Aquí hay ladrones, dijo.

¿En mi palma?

Ella se echó hacia atrás, cerró los ojos y rió. Rió con verdadero entusiasmo. No, dijo. Sacudió la cabeza. Solo llevaba encima una blusa floreada y sus pechos se columpiaron bajo la tela. Su dentadura era blanca y perfecta. Sus piernas desnudas y morenas.

¿Dónde pues?, dijo él.

La mujer se mordió el labio inferior y lo miró fijamente con sus ojos oscuros. Aquí, dijo. En este pueblo.

En todas partes hay ladrones, dijo él.

Ella sacudió la cabeza. Dijo que en México había pueblos donde vivían ladrones y otros donde no. Dijo que le parecía una solución más que razonable.

Billy le preguntó si ella era una ladrona y ella rió otra vez. Ay, dijo. Dios mío, qué hombre. Lo miró. Quizá sí, dijo.

Le preguntó qué clase de objetos robaría si fuese ladrona pero ella se limitó a sonreír y procedió a examinar el dorso de la mano.

¿Qué ve?, preguntó él.

El mundo.

¿El mundo?

El mundo según usted.

¿Es gitana?

Quizá sí. Quizá no.

Puso su otra mano sobre la de él. Miró hacia el campo donde los niños montaban a caballo.

¿Qué ha visto?, dijo él.

Nada. No he visto nada.

Mentira.

Sí .

Él le preguntó por qué no decía qué había visto, pero ella solo sonrió y sacudió la cabeza. Él preguntó si eran malas noticias y ella se puso más seria, asintió con la cabeza y le puso la mano con la palma nuevamente hacia arriba. Dijo que viviría muchos años. Recorrió la línea hasta donde trazaba una curva en la base del pulgar.

Con mucha tristeza, dijo él.

Bastante, dijo ella. Agregó que nadie vivía sin tristeza.

Pero usted ha visto algo malo, dijo. ¿Qué es?

Ella dijo que fuera lo que fuese lo que hubiera visto, bueno o malo, no podía evitarse, y que él lo sabría a su debido tiempo. Lo observó con la cabeza ligeramente ladeada. Como si hubiera tenido que hacer una pregunta de haber sido lo bastante despierto para hacerla, pero él no supo qué preguntar y el momento pasó fugazmente.

¿Qué novedades tiene de mi hermano?, preguntó.

¿Cuál hermano?

Billy sonrió. Dijo que solo tenía un hermano.

Ella descubrió la mano de él y la sostuvo sin mirarla. Es mentira, dijo. Tiene dos.

Él sacudió la cabeza.

Mentira tras mentira, dijo ella. Se inclinó para examinarle la palma.

¿Qué ve?, preguntó él.

Veo dos hermanos. Uno ha muerto.

Billy dijo que tenía una hermana que había muerto, pero ella negó con la cabeza. Hermano, dijo. Uno vive, el otro ha muerto.

¿Cuál es cuál?

¿No lo sabe?

No.

Pues yo tampoco.

Le soltó la mano, se puso de pie y cogió el cubo. Miró de nuevo hacia el campo, en dirección a los niños y el caballo. Dijo que tal vez había tenido suerte de que la lluvia hubiera hecho que los que tenían que estar fuera se hubieran quedado dentro, pero añadió que la lluvia que favorece también puede traicionarnos. Dijo también que así como la lluvia caía por voluntad de Dios, el mal escogía su propio momento y que aquellos a los que seleccionaba no carecían totalmente de cierta oscuridad, interior y propia. Dijo que el corazón se engañaba a sí mismo y que los malvados veían frecuentemente lo que los buenos no eran capaces de ver.

Y usted, ¿qué ve?

Ella sacudió la cabeza, su cabello negro ondeó sobre sus hombros. Dijo que no había visto nada. Dijo que aquello era un juego y nada más. Luego echó a andar hacia el campo y siguió carretera arriba.

Billy cabalgó todo el día hacia el sur y de anochecida cruzó el pueblo de Casas Grandes y tomó al sur por la carretera que tres años atrás había recorrido a caballo con su hermano, dejando atrás las ruinas sumidas en el crepúsculo y los campos de pelota donde seguían cazando los chotacabras. Al día siguiente llegó a la hacienda de San Diego y sofrenó el caballo en los viejos álamos de la ribera. Luego cruzó el puente de tablas y subió hacia las viviendas.

La casa de los Muñoz estaba vacía. Recorrió las habitaciones. No había ninguna clase ele muebles. En la hornacina donde había estado la Virgen solo vio una escama gris de cera formando rebalsa en el polvoriento yeso.

Permaneció apoyado en el marco de la puerta, luego salió, montó y cabalgó hacia el ejido.

En el corral encontró a un viejo que tejía cestas, quien le dijo que se habían marchado. Billy le preguntó si sabía adónde habían ido pero el viejo no parecía tener una idea clara de lo que quería decir destino. Hizo un amplio ademán indicando el mundo. El jinete detuvo su caballo y echó un vistazo al corral. Al viejo automóvil. A los edificios en ruinas. A una pava cuya percha era una ventana sin marco. El viejo había vuelto a su cesta y él le deseó un buen día, dio media vuelta, cruzó a caballo el alto portón abovedado tirando del caballo de carga, dejó atrás las viviendas, bajó hasta el río y volvió a cruzar el puente de tablas.

Dos días después pasó por Las Varas y torció al este en dirección a La Boquilla por la carretera donde él y su hermano habían visto el caballo de su padre venir mojado del lago. En la meseta no había llovido y la calzada estaba polvorienta. Un viento seco soplaba del norte. A lo lejos, en la llanura, el polvo se levantaba de Babícora como si hubiera un incendio. Por la tarde, el gran avión rojo procedente de Waco apareció en el oeste y voló en círculo y aterrizó entre los árboles.

Billy acampó en el llano y encendió un pequeño fuego; el viento lo hizo chisporrotear como si se tratase de una fragua y en un momento se tragó su magro tesoro de ramas y palos. Miró cómo ardía y miró cómo ardía. Los jirones de llama que huían tierra adentro se resquebrajaban y desvanecían como un grito en la oscuridad. Al día siguiente atravesó Babícora y Santa Ana de Babícora y siguió al norte hasta Namiquipa.

El pueblo era poco más que un campamento minero situado sobre un barranco que dominaba el río, y Billy maneó los caballos más abajo del pueblo en un bosquecillo de sauces ribereños que crecía al este y se bañó en el río y lavó la ropa. Por la mañana, al dirigirse al pueblo, topó con un cortejo nupcial que venía por la carretera. Una carreta de madera llena de banderolas. Un dosel de mantas asegurado sobre un armazón raquítico de varas de sauce para que a la novia no le diera el sol. La carreta iba tirada por un pequeño mulo, gris y de paso lerdo, y la novia iba sentada sola en la carreta con su parasol abierto bajo el bamboleante palio. A su lado caminaba por la carretera un grupo de hombres en traje negro o traje gris que en tiempos había sido negro. Billy estaba junto a la carretera, montado en su caballo como pálido portador del mal, y al pasar por delante de él la novia lo miró, se santiguó, se volvió otra vez y todos siguieron su camino. Vería otra vez la carreta en el pueblo. La boda no era hasta la tarde y la comitiva había viajado tan temprano únicamente para aprovechar que a esa hora en la carretera no había polvo.