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Los siguió hasta el pueblo y pasó a caballo por las polvorientas callejas. No se veía un alma. Se inclinó en la silla, golpeó una puerta al azar y se quedó escuchando. Nadie acudió. Deslizó la bota fuera del estribo y dio una patada a la puerta a fin de llamar más fuerte, pero la puerta no estaba bien atrancada y se abrió lentamente hacia la baja oscuridad.

Hola, llamó.

Nadie respondió. Dirigió la mirada hacia la calle estrecha. Miró dentro desde lo alto ele la puerta. Contra la pared del fondo de la chabola ardía una vela en un plato y sobre un caballete, rodeado de flores del monte, yacía un viejo vestido para su sepelio.

Billy se apeó, bajó las riendas, entró agachando la cabeza y se quitó el sombrero. El viejo tenía las manos colocadas sobre el pecho y no llevaba zapatos; le habían atado los pies por los dedos con un cordel para que no le quedaran abiertos. Billy llamó en voz baja hacia la oscuridad de la casa, pero aquella habitación constituía toda la casa. Alineadas junto a una pared había cuatro sillas vacías. Un polvo fino lo cubría todo. En lo alto de la pared posterior había un ventanuco, y Billy cruzó la habitación y se asomó para mirar el patio que había detrás de la casa. Vio una vieja carroza fúnebre tirada por caballos con la limonera inclinada hacia el ataúd. Al fondo del cercado, en un cobertizo, descansaba un féretro de madera basta sobre una asnilla hecha de varas de pino. El féretro y la tapa habían sido pintados de negro por fuera pero el interior de la caja era de madera nueva sin pulir y no estaba forrada de nada.

Se volvió y miró al viejo en su galga. El viejo tenía bigote, y tanto este como el cabello eran de color gris plata. Las manos cruzadas sobre el pecho eran grandes y robustas. No le habían limpiado las uñas. Tenía la piel oscura y cubierta de polvo, los descalzos pies nudosos y fornidos. El traje que llevaba parecía venirle pequeño y era de un corte que ya no se veía ni siquiera en aquel país y el viejo debía de haberlo tenido toda la vida.

Cogió una pequeña flor amarilla con forma de margarita semejante a las que había visto crecer a la vera del camino y miró la flor y luego al viejo. El cuarto olía a cera, un dejo de podredumbre. Un frágil resabio de copal quemado. ¿Qué novedades tiene ahora viejo?, dijo. Se puso la flor en el ojal de la camisa, salió y cerró la puerta detrás de él.

Nadie en el pueblo sabía qué había sido de la muchacha. Su madre se había marchado. Su hermana se había ido a México capital hacía años, a saber qué les deparaba la suerte a chicas como ella. Por la tarde el cortejo nupcial subió por la calle con la novia y el novio sentados en el pescante de la carreta cubierta. Pasaron lentamente, con acompañamiento de corneta y tambor; la carreta chirriaba; la novia iba con su velo blanco y el novio de negro. Sus sonrisas eran como muecas y en sus miradas había una expresión de terror. En apariencia eran como ciertos personajes del folclore de ese país, que bailan con su propio esqueleto pintado en el atuendo. La carreta, en su lento rechinar como el que vadea los sueños del paisano en su fatigado dormir, cruzaba despacio de izquierda a derecha la irrestituible noche por la cual lucha él en solitario, extinguiéndose en el alba con su débil traqueteo, su tenue espanto.

Al atardecer trajeron al muerto desde la funeraria y lo enterraron en el cementerio entre los alabeados tablones maltratados por la intemperie que en aquella austera región del interior pasaban por lápidas. Nadie impidió que el güero se sumara al luto, y Billy los saludó silenciosamente con un movimiento de cabeza y entró en la casa donde habían dispuesto una mesa con buena parte de los mejores productos de la región. Mientras comía tamales recostado en la pared se acercó a él una mujer y le dijo que no iba a ser fácil dar con la muchacha pues era una bandida famosa y mucha gente andaba buscándola. Dijo que había rumores de que en La Babícora habían puesto precio a su cabeza. Dijo que según algunos la muchacha regalaba plata y joyas a los pobres y que según otros era una bruja o un demonio. También era posible que la chica hubiera muerto, aunque lo que sí era seguro es que no la habían matado en Ignacio Zaragoza.

La miró con detenimiento. Era una simple joven del campo. Vestida con una blusa negra de algodón de baja calidad, mal mordentada, mal teñida. El tinte negro le había dejado en las muñecas unas argollas oscuras.

Entonces ¿por qué me dice esto?, dijo.

Ella se mordió el labio superior. Finalmente dijo que era porque sabía quién era él.

¿Y quién soy?

El hermano del güerito, dijo ella.

Billy bajó el pie que tenía apoyado en la pared, la miró y luego miró más allá a los de la comitiva fúnebre, que desfilaban y saqueaban la mesa igual que aquellos mismos personajes de la muerte en la fiesta y volvió a mirar a la joven. Le preguntó si sabía dónde podía encontrar a su hermano.

Ella no respondió. El ritmo de las figuras al pasar por la habitación disminuyó, los murmullos de pésame fueron apagándose. Los afligidos se desearon mutuamente que les aprovechara la comida y luego todo aquello se desintegró en la historia de su propia repetición. Billy oyó cómo todo aquel ceremonial preliminar caía en alguna parte como un taco de madera en su muesca correspondiente. Como el fiador en una cerradura o los engranajes de madera de una vieja maquinaria deslizándose progresivamente hacia las mortajas practicadas en la rueda dentada que gira para acogerlos. ¿No lo sabe?, dijo ella.

No.

La chica se llevó el índice a los labios. Casi como en el gesto de conminar a alguien a guardar silencio. Luego extendió la mano como si fuese a tocarlo. Dijo que los huesos de su hermano estaban en el cementerio de San Buenaventura.

Era de noche cuando salió, desató el caballo y montó. Dejó atrás la cetrina luz de las ventanas y puso rumbo al sur por la carretera por donde había venido. Al otro lado del primer promontorio el pueblo se desvaneció a su espalda y las estrellas pulularon por todas partes en la negrura del cielo. No se oía ruido alguno en la noche a excepción del sonido de los cascos en la carretera, el débil crujir del cuero, la respiración de los caballos.

Recorrió aquella región durante semanas preguntando a todo aquel que se prestaba a responder. En una bodega del poblado de Temosachic oyó por primera vez unos versos de aquel corrido del joven güero que viene del norte. Pelo tan rubio. Pistola en mano. ¿Qué buscas joven, que te levantas tan temprano? Preguntó al romancero quién era el joven de la canción, pero el hombre se limitó a decir que era un joven en busca de justicia, como decía el corrido, y que llevaba muerto muchos años. El romancero sostuvo con una mano el mástil de su instrumento, levantó su vaso, brindó en silencio por su interrogador y luego brindó en voz alta por la memoria de todos los hombres justos, ya que, como se cantaba en el corrido, el suyo era un camino sembrado de sangre y las proezas de sus vidas estaban escritas en esa sangre, que era la sangre del corazón del mundo, y dijo que los hombres serios cantaban su canción y solamente la suya.

Un día, a finales de abril, llegó al pueblo de Madera, guardó su caballo en un establo y pasó a pie por una feria que se celebraba en el campo al otro lado de la vía del tren. Hacía frío en aquel pueblo serrano y el aire olía a humo de leña de piñón y a la brea del aserradero. En el campo habían encordelado unos farolillos y los pregoneros anunciaban a gritos sus panaceas o proclamaban las maravillas ocultas dentro de los viejos tenderetes esparcidos que habían asegurado mediante vientos de cuerda a la hierba pisoteada. Compró un vaso de sidra y contempló los rostros de los lugareños, caras oscuras y serias, ojos negros que parecían a punto de encenderse bajo las luces de la feria. Las chicas que pasaban cogidas de la mano. El ingenuo atrevimiento de sus miradas. Se plantó ante un carromato decorado donde un individuo se dirigía a un grupo de hombres desde un púlpito rojo y dorado. Una rueda con las cifras de la lotería estaba fijada a la pared del carromato, y, subida a una tarima de madera, una chica enfundada en unas mallas rojas y una chaquetilla corta negra y plateada se disponía a hacer girar la rueda. El hombre del púlpito se volvió a la chica y señaló con el bastón y la chica sonrió y tiró hacia abajo de un costado de la rueda, que empezó a girar. Todas las caras se volvieron. Los clavos del canto de la rueda fueron chocando con el trinquete de cuero y la rueda perdió velocidad y se paró; entonces la chica se volvió a la muchedumbre y sonrió. El feriante estiró otra vez el brazo en que sostenía el bastón y nombró la descolorida figura que la rueda había señalado.