La sirena, exclamó.
Todos se quedaron quietos.
¿Alguien?
Pasó revista a los espectadores. Estaba dentro de una improvisada cuadra de cuerdas. Sostuvo el bastón por encima de ellos como si quisiera ordenarlos a todos colectivamente. El bastón era de esmalte negro y su puño, plateado y con forma de busto, posiblemente representaba la efigie del propio feriante.
Otra vez, exclamó.
Los barrió con la mirada. Sus ojos se posaron un instante en Billy, que estaba solo en un extremo. La rueda matraqueó y empezó a girar en su recorrido ligeramente excéntrico, convertidas sus figuras en un borrón rodante. El freno de cuero rechinó.
Un hombre menudo y desdentado se acercó a Billy y le tiró de la camisa. Extendió ante él en abanico la baraja de cartas, cuyo reverso mostraba un dibujo de símbolos arcanos sobre un damasquinado. Coja, dijo. Vamos, rápido.
¿Cuánto?
Es gratis. Coja.
Billy sacó una moneda de un peso del bolsillo y quiso dársela al hombre, pero este sacudió la cabeza. Miró en dirección a la rueda. La rueda empezó a frenar.
Nada. nada, dijo. Dese prisa.
La rueda frenaba, frenaba. Él escogió una carta.
Espere, gritó el feriante, espere…
La rueda giró con un postrer golpe seco y se detuvo.
La calavera, exclamó el feriante.
Dio la vuelta a su carta. Tenía el dibujo de la calavera.
¿Alguien?, exclamó el feriante. La gente empezó a mirarse entre sí.
El hombre menudo que tenía al lado lo cogió del codo. La tiene, dijo. La tiene.
¿Qué he ganado?
El hombre sacudió la cabeza con gesto de impaciencia. Trató de levantarle la mano que sostenía la carta. Dijo que tendría que ir a ver.
¿Ver qué?
Dentro, dijo el hombre entre dientes. Dentro. Tendió la mano, le arrebató la carta y la sostuvo en alto. Aquí, gritó. Aquí está la calavera.
El feriante barrió con su bastón las cabezas de la muchedumbre acelerando poco a poco y súbitamente señaló con la contera del bastón hacia Billy y el señuelo.
Tenemos ganador, exclamó. Adelante, adelante.
Venga. resolló el señuelo. Tiró del brazo de Billy. Pero Billy ya había visto aquel viejo letrero pintado a mano en colores chillones y reconoció el carromato de la compañía ambulante de ópera que había visto con sus radios dorados en el humeante patio de la hacienda, allá en San Diego, cuando él y Boyd habían cruzado por primera vez aquel portón hacía tiempo y el carromato estaba varado en la cuneta mientras la hermosa diva descansaba bajo su toldo esperando el regreso de unos hombres y unos caballos que nunca iban a regresar. Billy apartó de su manga la mano del señuelo. No me interesa, dijo.
Sí, sí, farfulló el señuelo. Es un espectáculo. Nunca ha visto nada igual.
Agarró la delgada muñeca del señuelo y dijo sin soltársela: oiga, hombre. No quiero verlo, ¿me entiende?
El señuelo se encogió ante el apretón, lanzó una mirada desesperada en dirección al feriante, que en ese momento esperaba en el púlpito, con el bastón apoyado frente a él. Todos se habían vuelto hacia el ganador, de pie donde las luces apenas llegaban. La mujer que estaba junto a la rueda adoptó un aire coqueto, con el índice en el hoyuelo de su mejilla. El feriante levantó el bastón e hizo con él un movimiento de barrido. Adelante, exclamó. ¿Qué pasa?
Billy apartó al señuelo y le soltó la muñeca, pero el hombre, lejos de amilanarse, se acercó despacio y tirándole de la ropa con pequeños movimientos de los dedos empezó a susurrarle al oído los atractivos del espectáculo que lo esperaba dentro del carromato. El feriante volvió a llamarlo a viva voz. Dijo que todos estaban esperando, pero Billy ya había dado media vuelta. El feriante le gritó por última vez e hizo cierto comentario que provocó las risas de la gente y su curiosidad por el güero. El señuelo se quedó desamparado con la baraja en las manos, pero el feriante dijo que no iba a haber tercer intento con la rueda sino que sería la mujer quien eligiese a aquel que entraría gratis. Ella esbozó una sonrisa, escrutó las caras con sus ojos pintados y señaló a un muchacho de la primera fila, pero el feriante dijo que era demasiado joven y que eso estaba prohibido y la mujer hizo un puchero y dijo que de todos modos era muy guapo y luego escogió a un peón de piel morena que estaba muy tieso delante de ella con ropas que parecían alquiladas. Ella bajó de la tarima y lo tomó de la mano, y el feriante sostuvo en alto un taco de entradas y los hombres se agolparon rápidamente para comprarlas.
Billy caminó hasta más allá de los farolillos, cruzó el campo en dirección a donde había dejado el caballo, pagó al establero, apartó a Niño de los otros animales y montó. Miró por última vez la bruma de luces carnavalescas que brillaban en el aire fresco y humeante y luego cruzó la vía del tren y tomó la carretera que salía de Madera por el sur en dirección a Temosachic.
Una semana más tarde pasó de nuevo por Babícora con las primeras luces del día. Frescor y calma. Ni un solo perro. El atabaleo de los caballos. La azul sombra lunar del jinete y los caballos pasando sesgada por la calle en un constante caer de bruces. La carretera que iba hacia el norte había sido nivelada mediante un fresno, y él continuó por la linde cabalgando sobre la tierra blanda del vertedero. En el llano unos enebros oscuros salpicaban el amanecer. Reses oscuras. Un blanco sol naciente.
Abrevó los caballos en una ciénaga herbosa donde unos álamos formaban un círculo mágico y se ovilló en el petate y se durmió. Cuando abrió los ojos un hombre lo miraba montado en un caballo. Se incorporó. El hombre sonrió. Te conozco, dijo.