Billy cogió el sombrero y se lo puso. Claro, dijo. Y yo le conozco a usted.
¿Mande?
¿Dónde está su compañero?, preguntó Billy.
El hombre levantó una mano de la perilla de la silla e hizo un gesto vago. Murió, dijo. ¿Dónde está la muchacha?
También.
El hombre sonrió. Dijo que los designios de Dios eran extraños.
Tiene razón.
¿Y su hermano?
No lo sé. Puede que también haya muerto.
Tantos, dijo el hombre.
Billy dirigió la mirada hacia donde pacían los caballos. Había estado durmiendo con la cabeza apoyada en la mochila en que llevaba la pistola. Los ojos del hombre siguieron la dirección de su mirada. Dijo que por cada hombre que la muerte escoge otro es indultado, y sonrió con aire conspirador. Como quien acaba de encontrar la horma de su zapato. Se inclinó apoyando las manos en la perilla de la silla y escupió.
¿Qué piensa?, preguntó.
Billy no estaba seguro de saber qué estaba preguntándole. Dijo que los hombres mueren.
El hombre siguió como estaba y meditó sobre sus palabras. Como si aquella reflexión pudiera contener un sustrato más profundo que debía tenerse en cuenta. Dijo que los hombres dan por hecho que la muerte escoge de manera inescrutable y que, sin embargo, todo acto invita al acto siguiente, y en la medida en que los hombres ponen un pie delante del otro son cómplices de su propia muerte como lo son de los hechos del destino. Dijo que, además, no podía ser de otra manera y que cada hombre tiene señalado su fin desde el momento en que nace y que buscará su muerte en presencia de cualquier obstáculo. Dijo que las dos opiniones eran una sola, y que si bien los hombres pueden hallar la muerte en lugares oscuros y extraños que bien podrían haber evitado, era más correcto afirmar que por recóndito o tortuoso que fuese el camino hacia su destrucción el hombre no dejaría de buscarlo. Sonrió. Hablaba como quien parece entender que la muerte es la condición de la existencia y la vida una emanación de aquella.
¿Qué piensa usted?, preguntó. Billy dijo que no tenía otro punto de vista aparte del que ya había expresado. Dijo que tanto si la vida de un hombre estaba escrita en algún libro como si iba tomando forma día tras día la vida era la misma, puesto que solo había una realidad, que era vivir esa vida. Dijo que si bien era verdad que cada hombre determinaba su propia vida también lo era el que no podía darle otra forma que la que tenía pues ¿cuál sería entonces esa forma?
Bien dicho, exclamó el hombre. Contempló el paisaje. Dijo que podía leer los pensamientos. Billy no quiso mencionar que por dos veces el hombre le había preguntado cuáles eran los suyos. Le pidió que le dijera qué estaba pensando en aquel momento, pero el hombre dijo que los pensamientos de ambos eran idénticos. Luego dijo que él no guardaba rencor hacia ningún hombre por asuntos de faldas, pues las mujeres eran propiedad de a pie que podía ser confiscada y que solo se trataba de un juego que los hombres de verdad no debían tomar en consideración. Dijo que no tenía en gran estima a los hombres que mataban por una prostituta. En cualquier caso, dijo, la puta estaba muerta y el mundo seguía girando.
Sonrió de nuevo. Tenía algo dentro de la boca; se lo pasó a un carrillo, se escarbó los dientes y volvió a pasarlo al otro carrillo. Se llevó la mano al ala del sombrero.
Bueno, dijo. El camino espera.
Se tocó otra vez el sombrero, espoleó su caballo y lo sofrenó repetidas veces hasta que el caballo puso los ojos en blanco, se acodilló, piafó y finalmente salió al trote entre los árboles en dirección a la carretera, donde rápidamente desapareció de la vista. Billy sacó la pistola de la mochila, y abrió el seguro con el pulgar, hizo girar el cilindro, comprobó la recámara y luego bajó el percutor con el pulgar y se quedó un buen rato escuchando, a la espera.
El día 15 de mayo, según el primer periódico que veía en siete semanas, llegó de nuevo a Casas Grandes, dejó su caballo en un establo y se alojó en el hotel Camino Recto. Por la mañana se levantó y se dirigió al baño por el pasillo embaldosado. Cuando volvió a su habitación permaneció junto a la ventana donde la luz de la mañana entraba sesgada iluminando los cordeles de la gastada alfombra que cubría el suelo y escuchó la voz de una chica que cantaba en el jardín. Estaba sentada en un mantel de lona blanca y sobre el mantel había montones de nueces o pacanas. La chica tenía una piedra plana entre las rodillas y estaba partiendo nueces con una mano de mortero, y mientras lo hacía cantaba. Inclinada hacia delante, con el negro cabello tapándole las manos, trabajaba y cantaba. Cantaba:
Pueblo de Bachiniva
Abril era el mes
Jinetes armados
Llegaron los seis
Aplastaba las cáscaras entre la piedra y la mano de piedra, separaba los frutos y los arrojaba dentro de un tarro que tenía al lado.
Si tenía miedo
No se le veía en la cara
A cuantos iban llegando
El güerito los esperaba.
Desprendía con sus dedos esbeltos los frutos de las cáscaras, esos hemisferios delicadamente agrietados en los que están escritas todas las características del árbol que los produjo, todas las características del árbol que llegarían a producir. Luego volvió a cantar las dos estrofas. Él se abotonó la camisa, cogió el sombrero, bajó por la escalera y salió al patio. Cuando ella lo vio venir por el adoquinado dejó de cantar. Billy se tocó el sombrero y le dio los buenos días. La chica alzó la mirada y sonrió. Debía de tener unos dieciséis años. Era muy bonita. Él le preguntó si sabía más estrofas de aquel corrido, pero ella respondió que no. Dijo que era un corrido muy antiguo. Dijo que era muy triste y que al final el güerito y su novia morían el uno en brazos del otro porque se quedaban sin munición. Dijo que al final, cuando los hombres del patrón se marchaban a caballo, la gente acudía desde el pueblo y llevaba al güerito y a la novia a un lugar secreto donde les daban sepultura, y los pajaritos se iban volando, pero no recordaba toda la letra y, además, le avergonzaba el que él hubiera estado escuchándola. Billy sonrió. Le dijo que tenía una voz muy bonita, y ella apartó la cara e hizo chasquear la lengua.
Billy se quedó mirando las montañas que se elevaban hacia el este, al otro lado del patio. La chica lo observó.
Déme su mano, dijo.
¿Mande?
Déme su mano. Ella le tendió la suya con el puño cerrado. Él se acuclilló y la chica le dio un puñado de pacanas sin cáscara y luego le cerró la mano con la suya y echó un vistazo alrededor como si aquel fuera un regalo secreto y alguien pudiera mirarlos. Ándale pues, dijo. Él le dio las gracias, se levantó, cruzó el patio y subió a su cuarto; cuando miró otra vez por la ventana la chica se había ido.
En días sucesivos cabalgó por la cuenca alta del Babícora. Encendía su fuego en un marjal resguardado y algunas noches salía a caminar por los prados y se tumbaba en el suelo en medio del silencio del mundo y estudiaba el ardiente firmamento allá en lo alto. Aquellas noches, cuando volvía a pie a menudo pensaba en Boyd, pensaba en él sentado junto a una lumbre igual que esa, en una región igual que esa. El fuego en la bajada era poco más que un resplandor, oculto en la tierra como un secreto vislumbre del núcleo ardiente del planeta abriéndose paso hacia la oscuridad. Se consideraba una persona sin vida previa. Como si de algún modo hubiese muerto años atrás y estuviera siempre buscando otro ser sin historia, sin una vida perceptible por delante.