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En ocasiones vio grupos de vaqueros cruzar los prados de la meseta, montados a veces en mulos por su destreza para andar por el monte, y a veces conduciendo bueyes. Las noches eran frías en las montañas, pero ellos vestían ropas ligeras y para dormir solo contaban con sus sarapes. Los llamaban mascareñas por las reses de cara blanca que se crían en el Babícora, y los llamaban agringados porque trabajaban para el hombre blanco. Cruzaban en silencioso desfile por los taludes y subían por los desfiladeros rumbo a las vegas cubiertas de pasto, montando con aquella pasmosa habilidad suya y el sol bajo reflejándose en las tazas de hojalata que llevaban atadas a sus sillas de montar. Por la noche veía sus fuegos arder en la montaña, pero nunca se acercó a ellos.

Una tarde, justo antes del anochecer, llegó a una carretera y torció en dirección al oeste. El sol rojo que ardía ante él por la amplia garganta se desprendió de su contorno y fue lentamente absorbido hasta iluminar todo el cielo con un intenso arrebol. Cuando llegó la oscuridad sobre el llano quedó la solitaria luz amarilla de una vivienda y Billy siguió cabalgando hasta que llegó a una pequeña cabaña maltratada por la intemperie; se detuvo sin desmontar frente a la puerta y llamó en voz alta.

Un hombre salió al porche. ¿Quién es?, preguntó.

Un viajero.

¿Cuántos van?

Yo solo.

Bueno, dijo el hombre. Desmonte. Pásale.

Billy se apeó, y ató las riendas al pilar del porche, subió por los escalones y se quitó el sombrero. El hombre le abrió la puerta y él entró y el hombre entró detrás y cerró la puerta al tiempo que señalaba la lumbre con un gesto de la cabeza.

Se sentaron a beber café. El apellido del hombre, un indio yaqui del oeste de Sonora, era Quijada; se trataba del mismo gerente de la división Nahuerichic de La Babícora que le había dicho a Boyd que separara sus caballos de la remuda y se los llevase. Había visto al solitario güero cabalgar por las montañas y le había dicho al alguacil que no lo molestara. Le aseguró a su huésped que sabía quién era y por qué había venido. Luego se retrepó en su silla. Se llevó la taza a los labios y bebió mientras contemplaba el fuego.

Usted es el que nos devolvió los caballos, dijo Billy.

Él asintió. Se inclinó y miró a Billy y luego dirigió la vista otra vez a las llamas. La gruesa taza de porcelana sin asa en que bebía semejaba un almirez de farmacéutico; el hombre estaba sentado con los codos en las rodillas, sosteniéndola ante él con ambas manos, y Billy pensó que iba a decir algo más, pero no fue así. Billy tomó un sorbo de café y se quedó aguantando la taza. El fuego chispeó. Fuera, el mundo estaba en silencio. ¿Ha muerto mi hermano?, preguntó.

Sí.

¿Lo mataron en Ignacio Zaragoza?

No. En San Lorenzo.

¿A la chica también?

No. Cuando se la llevaron estaba cubierta de sangre y no se tenía en pie, por eso la gente pensó que la habían matado, pero no fue así.

¿Qué ha sido de ella?

No lo sé. Puede que volviera con su familia. Era muy joven.

En Namiquipa pregunté por ella. Nadie supo decirme nada.

En Namiquipa es lógico que nadie le dijera nada.

¿Dónde está enterrado mi hermano?

En Buenaventura.

¿Hay alguna lápida?

Hay una tabla. Era muy popular. Un verdadero personaje.

Él no mató al manco de La Boquilla.

Lo sé.

Yo estaba allí.

Sí. Mató a dos hombres en Galeana. Nadie sabe la razón. Ni siquiera trabajaban para el latifundio. Pero el hermano de uno era amigo de Pedro López.

El alguacil.

Sí. El alguacil.

Una vez lo había visto en las montañas, a él y a sus secuaces; los tres bajaban por la ladera de una sierra en el crepúsculo. El alguacil llevaba una espada corta en una vaina colgada del cinto. Quijada se retrepó y cruzó las piernas delante de él. La taza en el regazo. Ambos miraron el fuego. Como si alguna cosa se templase en él. Quijada levantó la taza en ademán de beber. Luego la bajó otra vez.

Está el latifundio de Babícora, dijo. Expresión del poder y la riqueza del señor Hearst. Y están los campesinos, siempre harapientos. ¿Quién cree usted que prevalecerá?

No lo sé.

Sus días están contados.

¿Habla del señor Hearst?

Sí.

¿Por qué trabaja usted para Babícora?

Porque me pagan.

¿Quién fue Socorro Rivera?

Quijada golpeó suavemente el borde de su taza con la sortija de oro que llevaba en un dedo. Socorro Rivera intentó organizar a los trabajadores contra el latifundio de Babícora. Hace cinco años lo mató la Guardia Blanca en el paraje de Las Varitas, a él y a otros dos hombres. Crecencio Macías y Manuel Jiménez.

Billy asintió.

El alma de México es muy antigua, dijo Quijada. Quien afirme conocerla es un mentiroso o un tonto. O las dos cosas. Ahora que los yanquis han vuelto a traicionarlos los mexicanos se enorgullecen de reivindicar su sangre india. Y muy especialmente la de los yaqui. Los yaqui tienen muy buena memoria.

Le creo. ¿Volvió a ver a mi hermano después de que hubiésemos partido con los caballos?

No.

¿Cómo ha sabido de él?

Era un hombre perseguido. No tenía adónde ir. Como era de esperar, Casares lo acogió. Uno acude al enemigo de sus enemigos.

Si solo tenía quince años. Quizá dieciséis.

Razón de más.

No puede decirse que cuidaran demasiado bien de él.

Él no quería que lo cuidaran. Lo que quería era pegar tiros. Lo que a uno lo hace buen enemigo también lo hace buen amigo.

Pero usted sigue trabajando para el señor Hearst.

En efecto.

Se volvió hacia Billy. Yo no soy mexicano, dijo. No debo lealtad a nadie. No tengo estas obligaciones. Tengo otras.

¿Usted lo habría matado?

¿A su hermano?

Sí.

Si hubiera llegado el caso. Sí.

Tal vez no debería haber aceptado su café.

Tal vez.

Siguieron sentados un buen rato. Finalmente Quijada se inclinó y examinó su taza. Su hermano tendría que haber regresado a casa, dijo.

Sí.

¿Por qué no lo hizo?

No lo sé. Quizá por la chica.

¿La chica no se habría ido con él?

Supongo que sí. Él no tenía lo que se dice una casa a la que volver.

Quizá fue usted el que debió de cuidar mejor de él.

No era tarea fácil. Usted mismo lo ha dicho.

Sí.

¿Qué dice el corrido?

Quijada sacudió la cabeza. El corrido lo dice todo y no dice nada. Yo oí la historia del güerito hace ya años. Antes incluso de que su hermano naciera.

Usted no cree que se refiera a él.

Sí, se refiere a él. El corrido cuenta lo que quiere contar. Habla de lo que mueve el mundo. El corrido es la historia de los pobres. No debe fidelidad a las verdades de la historia sino a las verdades de los hombres. Cuenta la historia del hombre solitario que todos somos. Cree que allí donde dos hombres se encuentran solo pueden pasar dos cosas y nada más. En el primer caso nace una mentira, y en el segundo la muerte.