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Es como decir que la muerte es la verdad.

Sí. Así lo parece. Miró a Billy. Aunque el güerito de la canción fuese su hermano, él ya no es su hermano. Nadie puede reclamarlo.

Me propongo llevármelo conmigo.

No se lo permitirán.

¿A quién debo acudir?

No hay nadie a quien acudir.

Y si lo hubiera, ¿quién sería?

Podría recurrir a Dios. No hay otro.

Billy sacudió la cabeza. Se quedó contemplando su propio semblante oscuro que hacía guiñadas en el blanco círculo de la taza. Al cabo de un rato levantó la vista. Miró hacia la lumbre. ¿Usted cree en Dios?, dijo.

Quijada se encogió de hombros. Cuando tengo el día devoto, dijo.

Nadie puede decirle a uno qué va a ser de su vida, ¿verdad?

No.

Nunca es lo que uno esperaba.

Quijada asintió. Si la gente conociera la historia de sus vidas, ¿cuántos escogerían vivirlas La gente habla de lo que le reserva el futuro. Pero en el futuro no hay nada. El día nace de lo que ha habido antes. Hasta el mundo seguramente se sorprende al ver la forma en que aparece a diario. Incluso Dios, quizá.

Nosotros vinimos a buscar nuestros caballos. Mi hermano y yo. No creo que a él le importaran los caballos, pero fui demasiado tonto para darme cuenta. Yo no sabía nada de mi hermano. Pensaba que sí. Creo que él sabía mucho más de mí. Me gustaría llevármelo y enterrarlo en su propio país.

Quijada apuró su taza y la dejó sobre su regazo.

Veo que a usted no le parece muy buena idea.

Pienso que puede acarrearle problemas.

Pero no es eso todo lo que piensa.

No.

Usted cree que debe quedarse donde está.

Lo que creo es que los muertos no tienen nacionalidad.

No. Pero sus parientes sí.

Quijada no contestó. Al cabo de un rato cambió de postura. Se inclinó, puso boca arriba la taza de porcelana blanca, la sostuvo y la contempló. El mundo no tiene nombre, dijo. Los nombres de los cerros y las sierras y los desiertos solo existen en los mapas. Los nombramos para no extraviarnos. Y sin embargo empezamos a inventar esos nombres porque ya nos habíamos extraviado. El mundo no se pierde. Somos nosotros los que nos extraviamos. Y es debido a que esos nombres y esas coordenadas son invención nuestra que no pueden salvarnos. No pueden encontrar por nosotros el camino perdido. Su hermano está en el lugar que el mundo ha escogido para él. Está donde se supone que debe estar. No obstante, el lugar que ha encontrado es también el que ha elegido. Una suerte que no hay que despreciar.

Cielo gris, tierra gris. Cabalgó todo el día encorvado sobre su gacho y mojado caballo rumbo al norte, por el mantillo rojizo de las carreteras del interior. La lluvia hostigaba la carretera a merced del viento racheado y repiqueteaba sobre su gabán. Las huellas de los cascos rezumaban a su paso hasta cerrarse. Al atardecer oyó de nuevo a las grullas allá en lo alto, pasando sobre los nubarrones, equilibrando bajo sus alas la curvatura de la tierra, el clima de la tierra. Sus ojos metálicos fijos en los senderos que Dios ha escogido para ellas. Sus corazones colmados de esperanza.

Llegó por la tarde al pueblo de San Buenaventura y cabalgó por charcas de agua estancada más allá de la alameda con sus troncos pintados de blanco y la vieja iglesia blanca. Siguió por la vieja carretera de Gallego. Había dejado de llover y el agua chorreaba de los árboles de la alameda y de los canalones de las casas de adobe por delante de las que pasaba. La carretera ascendía entre cerros que se elevaban al este del pueblo, y un kilómetro y medio más arriba de este, en un terreno escalonado, se encontraba el cementerio.

Se desvió de la carretera, avanzó penosamente por el embarrado sendero y detuvo el caballo frente a la puerta de madera. El cementerio consistía en un amplio y desolado recinto situado en un campo lleno de losas sueltas y zarzas y rodeado por una tapia de adobe ya entonces en estado ruinoso. Se detuvo y echó un vistazo a aquella desolación. Se volvió y miró el caballo de carga y luego las nubes grises impulsadas por el viento y la luz de la tarde que flaqueaba por el oeste. Del desfiladero soplaba viento y Billy se apeó, bajó las riendas, cruzó la verja y echó a andar por el campo empedrado de guijarros. Un cuervo alzó el vuelo entre los helechos y se alejó en el viento graznando débilmente. Los dólmenes de arenisca roja que en medio de aquel páramo aparecían enhiestos entre lápidas y cruces bajas semejaban las ruinas lejanas de un enclave clásico rodeado por las montañas azules, los cerros más próximos.

En su mayor parte las tumbas no eran más que montones de piedras sin ninguna clase de señal. Algunas tenían una simple cruz de madera hecha con dos listones claveteados o unidos con alambre. Las piedras que había por todas partes en el suelo eran los restos esparcidos de aquellos montones, y a excepción de los pedestales de piedra roja el lugar parecía el camposanto que resulta de una batalla. Aparte del viento que susurraba entre la hierba hirsuta del yermo no se oía nada. Caminó por un incierto y angosto sendero que serpenteaba entre sepulturas, losas y lápidas sepulcrales ennegrecidas de liquen. No muy lejos vio un pilar de piedra rojiza en forma de tronco desmochado.

Su hermano estaba enterrado junto a la pared más meridional, bajo una cruz de tablas en la que con un clavo al rojo habían grabado las palabras Falleció el 24 de febrero de 1943 sus hermanos en armas le dedican este recuerdo D. E. P. Apoyado en la cruz había un oxidado aro de alambre que en otro tiempo había sido una corona de flores. No había nombre.

Billy se agachó y se quitó el sombrero. Hacia el sur, un montón de basura ardía en la humedad del ambiente y un humo negro se elevaba hacia el cielo encapotado. La desolación del lugar era exquisita.

Era ya de noche cuando volvió a Buenaventura. Desmontó frente a la puerta de la iglesia, entró y se quitó el sombrero. En el altar ardían unas pocas velas y a la fugitiva media luz una figura solitaria estaba arrodillada en actitud piadosa. Billy avanzó por la nave. Las baldosas sueltas del suelo se movían y crujían bajo sus botas. Se inclinó y tocó el brazo de la persona arrodillada. Señora, dijo.

La mujer alzó la cabeza, una cara morena y arrugada apenas visible entre los pliegues aún más oscuros de su rebozo.

¿Dónde está el sepulturero?

Muerto.

¿Quién es el encargado del cementerio?

Dios.

¿Dónde está el sacerdote?

Se fue.

Miró en torno a él el mortecino interior de la iglesia. La mujer parecía aguardar a que le hiciera otra pregunta, pero a Billy no se le ocurrió ninguna.

¿Qué quiere, joven?, preguntó.

Nada. Está bien. La miró. ¿Por quién está rezando?, dijo.

La mujer dijo que solo rezaba. Dijo que dejaba en manos de Dios a quien debían ser asignadas sus plegarias. Que rezaba por todos. Que rezaría por él.

Gracias.

No puedo hacer otra cosa.

Él asintió. Conocía bien a aquella vieja mujer de México, a sus hijos muertos hacía mucho en la sangre y la violencia que sus ruegos y su postración parecían incapaces de apaciguar. Su frágil silueta y su callada aflicción eran una constante en aquella tierra. Fuera de los muros de la iglesia la noche escondía un pavor milenario disfrazado con panoplia de plumas y escamas de peces majestuosos, y si bien todavía se alimentaba de los niños quién podía decir a qué desechos de la guerra, la tortura y la desesperación no habría puesto freno la perseverancia de la vieja señora, a qué horrendas historias contra las cuales, sin embargo, no contaba otra cosa a fin de cuentas que su menuda figura encorvada y mascullante, sus manos de bruja aferradas a un rosario de semillas. Inmóvil, austera, implacable. Como el Dios al que rezaba.